Se cumplen ahora 160 años del nacimiento del maestro Leopoldo Romañach, cuya personalidad y lamentablemente hasta su obra, se nos desdibujan dentro del torbellino de una pintura moderna, audaz y de vanguardia en cualquiera de sus vertientes de realización. Renée Méndez Capote, una de las personalidades más simpáticas y alertas de la sociedad cubana de la primera mitad del siglo XX, nos ofrece este recuerdo del maestro Romañach que le compartimos:

La puerta me la abría una negrita afable con la que me unía una gran simpatía reciproca. Yo pasaba enseguida para el estudio, luego que Rita, la esposa, levantando los ojos luminosos me decía invariablemente: Bienvenida Renée. El Maestro, sin interrumpir su trabajo, me miraba y me sonreía. Esa acogida sencilla, cordial y sincera me ponía a mis anchas y me tranquilizaba; porque yo siempre temía que llegara el momento en que me dijera que no volviera más; tan maravilloso fue para mí, y tan poco lo merecía, que él me admitiese entre sus discípulos. Yo no tenía talento pictórico, y lo sabía, como también lo sabían él y Rita, pero mi entusiasmo era tanto, mi deleite de ver trabajar al Maestro, de participar en la clara intimidad su hogar, que supongo que por eso consintió en darme clases.

Otro discípulo, el artista Juan Sánchez, recuerda al maestro Leopoldo Romañach cuando, con más de ochenta años acudía a su cátedra de Colorido en la Academia de San Alejandro, donde ejercía el magisterio pictórico desde 1900: “… Los alumnos lo rodeábamos cada vez que llegaba el anciano maestro sin pizca de jadeos, luego de la ascensión tremenda. Llegaba fresco, conversador y sonriente, con sus tenis de dios Mercurio…”.

“La niña de las cañas”, óleo sobre tela. Foto: Tomada del Facebook
del Museo Nacional de Bellas Artes

Si durante la primera mitad del siglo XX cubano, en cuanto a música bastaba decir el maestro y ya se sabía que no podía ser sino Ernesto Lecuona sin que nadie se sintiera lastimado, al hablar de pintura bastaba decir el maestro para identificar a don Leopoldo Romañach, decano de los artistas plásticos cubanos, además de poseedor de un largo ejercicio del magisterio.  

“(…) al hablar de pintura bastaba decir el maestro para identificar a don Leopoldo Romañach (…)”.

Natural de un punto casi perdido de la geografía villaclareña nombrado Sierra Morena, Corralillo, el 7 de octubre de 1862 —¡160 años atrás!— desde muy temprano su padre Baudilio pugnó por inclinarlo al comercio. De ahí que a los 23 años, Don Baudilio lo enviara a La Habana con la encomienda de vender 400 tercios de tabaco. El estanco estaba muy próximo a San Alejandro y allí se presentó el joven Romañach ante su director, el maestro Miguel Melero, quien lo admitió en la clase de Pintura. Casi dos cursos estudió en ese plantel con notas brillantes y matrícula de honor. Como era de esperar, la ruptura familiar no demoró.

Buenas voluntades se aunaron, incluida la del presidente de la Diputación Provincial de Santa Clara, para conseguirle una beca de pintura en Italia. Bajo la mirada de los maestros europeos conoce un realismo y un romanticismo en decadencia que traslada —aunque con talentosa pincelada— a Nido de Miseria y La convaleciente, cuadros en los que priman los tonos oscuros y el dramatismo. Esta última obra sería premiada en la Exposición Universal de París (1900) y en la de San Luis, Estados Unidos, para lamentablemente desaparecer bajo las aguas del Mississippi al naufragar la nave que la devolvía a Cuba.

Con el estallido de la guerra necesaria del 95 el gobierno español privó a Romañach de su pensión y se vio obligado a viajar a Nueva York con la ayuda de la benefactora Marta Abreu de Estévez. Allí permaneció un par de años —en medio de incontables penurias— hasta regresar en 1900.

Como profesor, Romañach siempre fue receptivo a las nuevas corrientes introducidas en la plástica durante la primera mitad del siglo XX, con Gauguin, Matisse, Picasso, Cézanne y Van Gogh como abanderados. Su praxis se resumía a “trabajar, trabajar, trabajar”. Pero sobre todo, a que sus discípulos alcanzaran una formación lo más rigurosa posible para poder hacer bien después las “locuras” que quisieran seguir.

Romañach jamás discriminó a sus alumnos vanguardistas, como Amelia Peláez, Víctor Manuel, Lam o Ponce, todos ellos en franco desacato al ambiente academicista imperante en San Alejandro. Como profesor tampoco se mostró intolerante ante las audacias de realización de aquella primera generación rebelde de los años veinte.

“Romañach jamás discriminó a sus alumnos vanguardistas (…)”.

En 1926 la Secretaría de Instrucción Pública lo nombró director de Bellas Artes con la secreta intención de apartarlo de su cátedra en San Alejandro,pero la presión de sus alumnos, del Grupo Minorista y de otras personalidades, frustró la maniobra machadista, reincorporándose un año más tarde a su cargo. Fue, asimismo, director de ese plantel entre 1934 y 1936.

“Retrato de mujer”. Foto: Tomada del sitio del Museo Nacional de Bellas Artes

En la obra de Romañach se advierten tres etapas: la “romana”, de los varios años que allí estudió; la intermedia, menos marcada por las técnicas puramente académicas y donde se perciben atisbos impresionistas que recuerdan a Sorolla, y la terminal, cuando el maestro se sumerge en el ámbito caribeño, surgiendo de su paleta numerosas marinas, en especial sus estudios sobre Cayo Francés… ¡y reconozcamos que recreando la Naturaleza el maestro es ciertamente un maestro!

Leopoldo Romañach estuvo pintando prácticamente hasta el último día de sus honorables 89 años. Recibió el Gran Premio del Salón Nacional de Bellas Artes de La Habana, 1912; la Medalla de Honor en la Panama Pacific International Exposition, 1915; el Gran Premio de la Exposición Iberoamericana de Sevilla, 1929… En 1950 el Estado Cubano le confirió la Gran Cruz de la Orden Carlos Manuel de Céspedes. El maestro Romañach fue el primer presidente y miembro de honor del Círculo de Bellas Artes y Profesor Emérito y Director Honoris Causa de San Alejandro.

La vida del Maestro se extinguió el 10 de septiembre de 1951. No por esperada dada su edad, la noticia dejó de causar conmoción y dolor. Disfrutar de sus obras es un privilegio que el Museo Nacional de Bellas Artes nos brinda. Aprovechémoslo.