A finales del siglo xix y principios del xx se fue construyendo una nueva conciencia artística vinculada al espacio urbano, gracias al crecimiento de las ciudades, el mejoramiento de las comunicaciones y el cosmopolitismo de la cultura, entre otras causas. Unido a ello proliferaron las tendencias filosóficas irracionalistas como el intuicionismo de Bergson y el voluntarismo de Schopenhauer, junto al desborde de los límites en los formatos tradicionales culturales, como ocurrió en la música de Wagner y las novelas de Tolstoi. Francia iba dejando de ser la capital cultural; la reacción de sus artistas fue la creación de un lenguaje simbólico con alto sentido espiritual y elitista, como respuesta al progreso racionalista pragmático con su crecimiento económico, patrones avasalladores de consumo mezclados con bienestar social y estimulado por la sociedad industrial de la modernidad. La lucha monopolista se internacionalizaba y se concentraban los capitales: surgía el imperialismo yanqui.

El modernismo fue la expresión cultural de la modernidad en sus inicios, un proceso de transformación en lo social y político que sustituyó al sector tradicional de la vieja oligarquía. En América Latina la nueva burguesía, llamada por algunos, despectivamente, “nuevos ricos”, comenzó a independizarse de los modelos culturales franceses; la “poética de bazar” se diversificó e imitó en otros centros culturales, entre los cuales Estados Unidos resultó vencedor. Las contradicciones entre el falso Ariel y el falseado Calibán; la lucha entre el “idealismo”, entendido como un defensor de ideales, y el “materialismo”, como el que solo atiende la materialidad, caracterizaron este período en que surgió un nuevo público para la “cultura de masas” y las nuevas industrias culturales se estrenaron con un diferente mercado para el arte y la literatura.

En este contexto surgió, creció, triunfó y declinó la obra poética de Rubén Darío con su inicial estilo de la “aristocracia del harapo”, a partir de la oposición espiritual a la cultura material arrasadora propuesto por la modernidad. Diversos modernistas asumieron esta época de maneras diferentes. José Martí admiró y criticó la llamada “civilización moderna” y desde el primer momento vio sus ventajas y desgracias. Darío aceptó con entusiasmo la “torre de marfil” aunque después renegara de ella y evolucionó hacia sus “cantos de vida y esperanza”; se percató de la barbarie yanqui, y quedó frustrado en su última etapa.

Darío en el Instituto de Estudios Catalanes. Foto: Tomada de la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes

El movimiento heterogéneo y esteticista del Modernismo mostró una fuerte vocación estilística hacia la construcción de un lenguaje literario y poético que explotara las capacidades del idioma español; sus grandes representantes establecieron nuevos códigos poéticos y nuevas mitologías que tendieron puentes entre lo antiguo y lo moderno, entre la ensoñación medieval y las duras circunstancias de pueblos que viejos imperios habían saqueado y una nueva metrópoli explotaba con un garrote y la diplomacia del dólar. Darío se inició postulando una disociación entre el mundo del arte y la poesía, y el universo de la realidad cotidiana; presentando lo artístico como refugio y defensa ante duras condiciones sociales; la evocación palaciega resultó una máscara para disfrutar idealmente del falso sentido aristocrático de una nobleza desaparecida.

Darío nunca pudo superar en términos dialécticos el Romanticismo, aun cuando suprimiera al héroe romántico; su relación de continuidad con sus raíces y comunes afectos por la identidad romántica nunca se despegó totalmente de su prolongación exótica y gusto por lo raro, hasta desplegar una iconografía mitológica alimentada en el mundo grecolatino o las culturas orientales, refinadas evocaciones versallescas para imaginar un pasado inexistente. El uso de la plasticidad del parnasianismo francés y del sentido musical del impresionismo europeo, le aportó a su obra un valor cromático y fónico del que fue beneficiario el idioma, una contribución significativa que hasta los más rancios españoles reconocieron.

“Darío nunca pudo superar en términos dialécticos el Romanticismo, aun cuando suprimiera al héroe romántico”.

La asunción del verso libre como necesidad expresiva para el desarrollo de una nueva música de las palabras, que ya habían experimentado Whitman en inglés y Martí en español —pero sin publicar como libro—, combinada con formas estróficas tradicionales con suficiente libertad expresiva para asimilarlas junto con la prosa poética y el verso libre, le otorgó a la obra de Darío una flexibilidad exquisita en su búsqueda de una profunda sensualidad que potenció una nueva sensibilidad para conmover, admirar, sorprender…, de ahí que su valor creativo para invocar los sentidos condujera a un nuevo modo de concebir la poesía en nuestro idioma. Darío brilló en la etapa auroral con Azul (1888), se consolidó en su momento cenital con Prosas profanas (1896) y logró otro hito de esplendor crepuscular con Cantos de vida y esperanza (1905). Entre los modernistas de la primera etapa como Martí, Gutiérrez Nájera, Casal, Silva, González Prada, Díaz Mirón, Othón…, y los de la segunda, como Lugones, Nervo, Urbina, Jaimes Freyre, Valencia, Pezoa Véliz, Prado, Santos Chocano, Herrera y Reissig, Blanco Fombona…, Darío estuvo siempre presente.

Según el uruguayo Ángel Rama: “El modernismo no es sino el conjunto de formas literarias que traducen las diferentes maneras de la incorporación de América Latina a la modernidad, concepción socio-cultural generada por la civilización industrial de la burguesía del siglo xix, a la que fue asociada rápida y violentamente nuestra América en el último tercio del siglo pasado, por la expansión económica y política de los imperios europeos a la que se suman los Estados Unidos” (“Epílogo” en Rubén Darío. Poesía, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1989). Partiendo de esta definición, en el idioma español el primero en organizar un ideario y una escritura que lo representara para traducir esta nueva realidad fue José Martí. El ideario modernista martiano fue desarrollado esencialmente en el periodismo, las cartas y los discursos, pero también desde esta madurez expresiva literaria lo expuso en poesía —Ismaelillo, 1882—, y en la escritura no publicada de Versos libres, con métrica endecasílaba y ruptura con la rima para encontrar otra música del verso en su ritmo interior. El primer modernista de América fue Martí, creador de una nueva escritura en todos los géneros literarios; el propio Darío lo reconoció en su libro Los raros (1896), que solo recoge dos autores hispanoamericanos, los cubanos José Martí y Augusto de Armas, este último un periodista que escribió su obra en francés desde París. No en balde en viaje de Darío a Nueva York en 1893, visitó a Martí y este al abrazarlo lo llamó: “¡Hijo!”.

“El primer modernista de América fue Martí”.

¿Resta méritos a Darío haber sido el segundo modernista de América? Definitivamente no. Años más o años menos no son definitivos para medir la importancia de los aportes literarios; sobre todo si se tiene en cuenta que Martí vivía “en las entrañas del monstruo” y desde allí disponía de un mirador privilegiado para apreciar la evolución que se gestaba. ¿Por qué se continúa repitiendo que el nicaragüense fue el primero? Martí no se consagró a su obra literaria, sino a organizar la guerra que garantizaría la independencia y la libertad de Cuba, mientras que Darío sí se dedicó casi a tiempo completo a escribir, publicar y promover su poesía en los núcleos culturales de América hispana y Europa, y lo más importante: sabiendo que no era “un poeta de muchedumbres”, se empeñó en ir a ellas y lo logró, y hasta convenció a muchos latinoamericanos de que él era el primer poeta, no del modernismo, sino de la lengua. Cuando edité Poesías escogidas, de Dulce María Loynaz, le pregunté cuál era su poeta preferido, y ella me afirmó con rotundez impresionante: “Por supuesto, joven, Rubén Darío; el mejor poeta de la lengua española”. Esta categórica afirmación que pasaba por alto a tantos, resumía hasta dónde había llegado, con justicia y con desmesura, la fama de Darío.

Pablo Neruda y Federico García Lorca lo proclamaron poeta de América y España; reconocido como el más audaz renovador de las estructuras estróficas en la poesía de la lengua castellana desde los Siglos de Oro, su magisterio alcanzó el dominio de casi todas las estrofas de arte mayor y menor, formas que acompañaron coherentemente a temas universales, tanto del Lejano y Cercano Oriente como de la tradición judeo-cristiana establecida en Europa, con una brillantez y renovación insólitas, sin dejar de referirse a asuntos y personalidades latinoamericanos. Su vida errabunda y sus conocimientos diversos por la variedad de ocupaciones que desempeñó, siempre con el periodismo presente, le facilitaron una “aristocracia del pensamiento” ante pueblos hambrientos y analfabetos. Se proponía ser “fecundador del alma” contra la miseria física y moral de las sociedades donde vivió. Desde los poemas aurorales de Azul introduce la leyenda de Caupolicán en un soneto alejandrino y su admiración por Walt Whitman, para demostrar que nunca había sido indiferente a temas y problemas americanos, más allá del hedonismo. Con Prosas profanas consiguió su mayor fama: “Sonatina” deslumbró con sus códigos aristocráticos y sus símbolos en una historia de amor de ensoñación medieval, que al mismo tiempo se abría a un cosmopolitismo lleno de cromatismos —“boca de fresa”, “bufón escarlata”—, uso de ricos materiales como “silla de oro”, “carroza argentina”, contrastes musicales por el manejo de diversos recursos literarios y una exquisita sensualidad.

Rubén Darío como embajador. Foto: Tomada de Estandarte

Soy testigo de que para presentar a Darío en las escuelas latinoamericanas actuales todavía se abusa de este poema; incluso, no pocas veces tomado como el único de Darío y hasta del modernismo, quizás porque resulta pedagógicamente cómodo al resumir casi todas las características de ese estilo poético. El símbolo del cisne, por ejemplo, lanzado también en Azul, afirmando que “cantaba solo para morir”, no se estudia en su evolución. En la edición de 1901 de Prosas profanas, el poeta añadió otros poemas, y cierra con el soneto alejandrino “Yo persigo una forma”, escrito en 1900, en el cual hace una confesión: “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo / (…) el abrazo imposible de la Venus de Milo”. En Cantos de vida y de esperanza, los cisnes y otros poemas —que es su título completo— de 1905, se define una ruptura: “Si en estos cantos hay política, es porque aparece universal. Y si encontráis versos a un presidente, es porque son un clamor continental. Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable); de todas maneras, mi protesta queda escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter” (“Prefacio” a Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas; en Ob. cit.).

“Darío fue el primer crítico de la “torre de marfil”, y también, de los cisnes”.

El poeta de Azul y del irónico título Prosas profanas, en la primera composición de Cantos de vida y esperanza… declara limpiamente: “Yo soy aquel que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana, / en cuya noche un ruiseñor había / que era alondra de luz por la mañana” (Todas las citas corresponden al libro mencionado). Evidentemente, ya anunciaba su crepúsculo, y más adelante argumentaba: “La torre de marfil tentó mi anhelo; / quise encerrarme dentro de mí mismo, / y tuve hambre de espacio y sed de cielo / desde las sombras de mi propio abismo”. Darío fue el primer crítico de la “torre de marfil”, y también, de los cisnes. La “selva sagrada” de símbolos separada de la sociedad real se desmoronaba. Desde Málaga escribiría en versos libres “A Roosevelt”: “Eres los Estados Unidos / eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aun reza a Jesucristo y aun habla en español”. En las cuartetas alejandrinas “Los cisnes”, dedicadas a Juan Ramón Jiménez, destruye definitivamente el símbolo hedonista creado: “¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello / al paso de los tristes y errantes soñadores?”. Y le lanza otra pregunta al cisne mientras ya ha conocido la invasión a Cuba en 1898 y los potros de losRough Riders de Teddy —los “Duros Jinetes” de Theodore Roosevelt—: “¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”. El español Pedro Salinas fue uno de los primeros en descubrir cómo el nicaragüense llevaba siempre el oficio de periodismo a un lado para sobrevivir y se ponía disfraces para escribir poesía. Sin embargo, ya en este libro Darío se quitó la máscara. El último poema, “Lo fatal”, asumía la nueva orientación con mucho sufrimiento: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”. No prevalece la imagen de este Darío.

Hay más Daríos. Por regla general, los molestos se obvian y se toma el necesario para sostener la ausencia de pensamiento crítico. El último Darío, el de El canto errante, nunca abandonó la dualidad de escribir “bajo el divino imperio de la música —música de las ideas, música del verbo—”; sin embargo, quedaron atrás las veleidades aristocratizantes. La violenta irrupción del “nuevorriquismo” y la sociedad consumista convirtieron a los cisnes en carne del mercado después de secar su lago. Asqueado de la avaricia y mala fe de la verdadera selva social, se desencantó hasta de la gloria de la fama que había alcanzado.

“Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores”.

En 1912 escribió su autobiografía y al año siguiente ya estaba alcohólico; luchó contra ese mal y se refugió en el misticismo; sus amigos lo ayudaron pero su salud empeoró; en Nueva York contrajo pulmonía y llegó a Nicaragua muy enfermo en 1915. Murió el 6 de febrero de 1916. Había construido en su conciencia poética una obra de belleza y hedonismo frente a una realidad en que habían triunfado el cálculo egoísta y el utilitarismo. Fiel a la literatura, su obra universal y americana, estética y política, nunca traicionó la verdad artística, por lo que siempre fue revolucionaria. En “Dilucidaciones”, que sirvió de prólogo a El canto errante, escribió: “La forma poética no está llamada a desaparecer, antes bien a extenderse, a modificarse, a seguir su desenvolvimiento en el eterno ritmo de los siglos. Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía, dijo uno de los puros. Siempre habrá poesía y siempre habrá poetas. Lo que siempre faltará será la abundancia de los comprendedores (…) Resumo: La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte”.

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