Los pistanautas del autocosmo

Yonnier Torres Rodríguez
29/12/2016

A Julio Cortázar

Las luces del atardecer comenzaron a proyectarse en las paredes de cristal blindado de la sala. Afuera, el pavimento se cubría de un rojo pálido. Le pedí a Gina que cerrara las ventanas y echara las cortinas metálicas. Nunca me han gustado los atardeceres, sobre todo después que impusieron el toque de queda en la zona fronteriza.

Gina activó el panel de control, quiso saber si también debía cerrar el resto de las habitaciones, cuáles luces debía encender y a qué hora me gustaría sentarme a la mesa.

Le ofrecí algunas instrucciones, pero antes de culminar el acto de reclusión le pedí que se detuviera. Me acerqué a la puerta.

―¿Ves lo mismo que yo?

Gina amplió la imagen sobre el cristal. Algo se acercaba desde el fondo del autocosmo, en principio pensamos que era un camión de carga, uno de esos camiones que transitan por el estado distribuyendo latas de carne en conserva y botellas de agua. Luego creímos que era una nave de guerra, de esas que patrullan sin descanso hasta el amanecer.

Le pedí a Gina que, por favor, ampliara un poco más la imagen. Solo entonces logramos ver al pistanauta que se acercaba a una velocidad de espanto.

―¿Viene hacia acá?

Ella hizo cálculos e inferencias.

―Justo hacia acá. Es una chica. Trae una herida en el brazo izquierdo.

―¿Debemos recibirla?

―No es recomendable. Puede ser peligrosa. Recuerda que es una pistanauta.

―Pero está herida ―le dije. Hace cuánto que no veo a una chica, pensé. La pistamoto se detuvo a uno metros de la reja. La pistanauta se quitó el pistacasco y miró con dureza hacia la puerta, como si supiera que alguien la observaba, como si intuyera mi posición. Luego apagó la pistamoto, me hizo una señal con la mano, una señal que de momento no pude comprender, una señal que podía significar casi cualquier cosa. ―Gina, abre la puerta del garaje ―ordené.

La chica empujó su pistamoto hacia adentro.

Me miré un segundo en el espejo de la sala. Traía una barba de cinco días, unas ojeras enormes, mi pelo estaba revuelto y mi camisa estaba manchada de kétchup. Lucía como un perfecto desquiciado. Caminé rápido hacia el cuarto, revolví el cesto de la ropa sucia. Encontré una camiseta azul sin manchas, una camiseta azul con el escudo de la Federación Nacional. Me alisé el pelo con las manos y fui hasta la puerta interior del garaje.

Gina, sin permiso, había activado los mecanismos de defensa. En asuntos de seguridad era casi hipocondríaca. Yo le daba toda la razón. La violencia, desde que instauraron el toque de queda, lejos de disminuir, se exacerbó. En los noticiarios recomendaban una prudencia a prueba de balas: echar cerrojos, activar alarmas, conducir siempre por el autocosmo, nunca por vías o caminos secundarios, revisar la fecha de caducidad de los productos del mercado, actualizar las aplicaciones de autodefensa, y sobre todo no recibir a nadie después del atardecer.

Los noticieros estaban repletos de reportajes sangrientos, de mensajes publicitarios sobre los nuevos equipos de protección, que con descuentos de un diez porciento, vendían en el supermercado central.

La pistanauta estaba echada en el suelo. Se apretaba el brazo con fuerza. El pelo le rozaba los hombros. Se retorcía de dolor.

―Espera un momento ―le dije.

Fui hasta el baño. Abrí el botiquín, agarré vendas, agua oxigenada, cremas antihistamínicas y spray cicatrizante. Le ayudé a sacarse el chaleco negro y le limpié la herida. El chaleco traía la insignia de los pistanautas: un cuervo con alas de fuego.

―¿Cómo te hiciste esto? ―le pregunté.

Ella levantó la vista, solo entonces me di cuenta que tenía unos ojos bellos.

―Me atacó un oso.

―Aquí no existen osos ―advertí.

―No un oso de verdad ―dijo ella― hay una banda en la zona sur de la frontera, se esconden en las vías secundarias, traen garras en lugar de manos, atacan como si fueran una manada de osos.

―Los osos no atacan en manada ―advertí.

―Da igual ―dijo ella.

―De todos modos, no debiste haber transitado por las carreteras secundarias. Solo el autocosmo es seguro.

―Creí que ahorraría tiempo.

―¿A dónde vas con tanta prisa?

―A la zona norte.

―En la zona norte no hay nada. ¿Es que nos has visto los noticiarios?

―Lo que dicen ahí es mentira ―afirmó ella― a la zona norte deben ir todos los pistanautas ―y luego se mantuvo un rato en silencio.

Le revisé la venda del brazo. Le dije que fuéramos hasta el comedor. La cena estaba lista.

Gina había preparado carne de cordero en salsa, papas fritas y jugo de tamarindo. La chica comía con voracidad. Me dijo que tenía un hambre de muerte.

―Hace años que no como cordero en salsa, mucho menos papas fritas. Tu asistenta es muy buena en la cocina.

―Es un encanto ―dije.

Gina no se dio por aludida, permanecía al margen de la conversación. Revisaba en su memoria los últimos partes de la policía que habían trasmitido por los canales de la televisión nacional. Intentaba hallar el rostro de la muchacha entre los prófugos de la justicia.

De la alacena extraje una botella de vino y dos copas. Serví para ambos y en el momento de brindar no supe exactamente qué decir.

Antes de que instauraran el toque de queda solía reunirme con amigos, conversábamos hasta la madrugada al amparo de varias botellas y un álbum recién comprado en la tienda de antigüedades del centro comercial, algo de Miles Davis, Tracy Chapman o David Bowie. Mordíamos la medianoche, la profunda medianoche.

Ella levantó su copa, dijo “chin chin” y se tomó el vino de un tirón.

―¿Tú eres de la Federación Nacional? ―me preguntó señalando la camiseta azul.

―No- le dije ―mi mujer era activista, murió hace tres años en una misión de rastreo.

―¿En cuál zona?

―La Sur.

―La zona Sur es la peor, por eso yo me voy al norte. Los pistanautas siempre vamos al norte.

―¿Cómo fue que te hiciste pistanauta?

―¿Tienes algo de música?

Le pedí a Gina que nos mostrara la colección. Ella desplegó el listado sobre la mesita de centro.

La chica pasó el dedo por algunos títulos. Se detuvo en un disco antiquísimo de Ella FitzGerald. Le aseguré que su elección había sido magnífica. Si algo no dejaba de gustarme, si algo había sobrevivido al tedio, la crisis y la soledad, era la música de Ella FitzGerald.

Me senté en el butacón. Ella se acostó en el sofá. A medida que avanzaban las canciones languidecía la botella y la pistanauta se iba quedando dormida.

Tardé en ir a la cama y conciliar el sueño. Estuve un rato mirando a la chica dormir.

―¿Hace cuánto que no recibimos visita? ―le pregunté a Gina.

―Un año, cuatro meses y cinco días.

―Ha sido demasiado ―dije en voz baja.

Fui hasta el cuarto, busqué una frazada y cubrí a la chica hasta la cintura. Ella se removió un poco sobre el sofá, solo un poco. Dormía en posición fetal, como suelen dormir los inocentes.

Llevé las copas sucias hasta el fregadero. Le pedí a Gina varios datos sobre el estado del tiempo para el día siguiente, los horarios del metrocosmo que conduce a la ciudad y los precios de ese nuevo restaurante subterráneo que habían abierto en el centro.

Busqué en el armario una de esas camisas que nunca me pongo. La coloqué sobre una silla junto al pantalón de los domingos y los zapatos de salir.

Tomé un baño largo, me afeité frente al espejo. Le pedí a Gina que dejara alguna que otra luz encendida por si la chica se despertaba en la madrugada. Luego le dije que mostrara algunas imágenes de mi pasado. Descorrió las cortinas en una de las paredes de mi habitación y esperó a que yo le indicara el año, el mes, el día. Intenté focalizar alguna escena en específico, pero luego decidí hacer un recuento.

―¿No prefieres los cumpleaños y las celebraciones?

―No. Muéstrame a mi hija.

―¿Estás seguro? ―preguntó.

Asentí con un movimiento ligero de la cabeza. Gina proyectó las imágenes.

Mi niña corría por el jardín cuando la casa tenía jardín y las paredes no eran de cristal blindado. Me pedía que la atrapara y yo andaba tras ella con pasos torpes, la agarraba por la cintura y le decía que de un empujón la iba a lanzar al cielo. Ella levantaba las manos como si pudiera atrapar las nubes. Reía, reía a más no poder.

Yo sonreí desde la cama, mientras los recuerdos se iban sucediendo, y día tras día, mi niña se acercaba un poco más a la muerte.

Gina había colocado la alarma para las siete de la mañana. Me vestí despacio frente al espejo del armario. Primero el pantalón de los domingos, luego los zapatos de salir y por último la camisa que casi nunca me pongo. Le pregunté a Gina si ya estaba listo el desayuno.

―Solo me falta batir el trigo y cortar las rodajas de jamón.

―Muy bien ―le dije― pero antes reserva dos pasajes en el primer metrocosmo de la mañana y una mesa en el nuevo restaurante.

―¿Una mesa para cuántos?

―Para dos, por supuesto ―le dije y caminé hacia la sala.

La chica no estaba en el sofá. Había doblado la frazada y la había colocado sobre uno de los butacones. Quise llamarla y solo entonces me di cuenta que aún no conocía su nombre. La busqué en la cocina, el baño y el comedor. Fui hasta el garaje y no estaba la pistamoto.

―¿Dónde está la chica? ―le pregunté a Gina.

―Se fue en la madrugada.

―¿Por qué no me avisaste?

―Me pidió que no lo hiciera.

―¿Dejó alguna nota, dijo algo?

―Solo que la disculparas por llevarse el combustible que guardabas en el garaje.

Me acerqué a una de las paredes de la sala.

―Corre las cortinas ― le ordené.

―¿No vas a desayunar? ―me preguntó― ya está servida la mesa.

 

Cada tarde me paro junto a la puerta y miro al fondo del autocosmo. En cuanto veo un punto negro le pido a Gina que amplíe la imagen. Algunas veces es un camión de carga, uno de esos camiones que transitan por el estado distribuyendo latas de carne en conserva y botellas de agua. En otras ocasiones es una nave de guerra, de esas que patrullan sin descanso hasta el amanecer.

Cuando cae la noche regreso al butacón de la sala, con la sensación de haber perdido la oportunidad de ser feliz.

 

Especial para La Jiribilla.

 

FICHA
 
Yonnier Torres Rodríguez: Sociólogo, poeta y narrador cubano. Nació en Placetas, Villa Clara, en 1981. Egresado del Centro Nacional de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Ha obtenido numerosos premios. Entre sus últimos títulos publicados se encuentran los libros de cuentos El juego perfecto (Sed de belleza, 2013), Puntos de luz (Áncoras, 2015), y las novelas Clavar los ojos al cielo (Editorial Mecenas, 2012) y Cerrar los puños (Editorial Gente Nueva, 2015). Es miembro de la AHS y de la UNEAC. Cuentos y poemas suyos aparecen publicados en revistas, antologías y selecciones de España, Colombia, Argentina, Bolivia, Alemania y Cuba.