Los que dejan de fumar

Laidi Fernández de Juan
2/9/2019

Abandonar un vicio es algo tan duro que merece reconocimiento. Si se revisa la información del hábito tabáquico, entre otros datos, se encuentra la clasificación de los fumadores. Algunas fuentes los dividen en activos y pasivos, mientras otros investigadores diferencian al vicioso según los cigarrillos que consume al día. Así, existen los severos, los moderados y los ligeros, y además, hay distintas formas de saber si será posible dejar de fumar fácilmente o no. Por ejemplo (dicen los reportes): si un fumador demora cinco minutos o más en encender el primer cigarro del día cuando se despierta, le resultará menos duro dejar de hacerlo que aquel que necesita o bien levantarse en la madrugada para consumir, o requiere su primera dosis de nicotina en cuanto abre los ojos. O sea, al minuto siguiente de percatarse de que sigue vivo.

Foto: Internet
 

Les habla una exadicta a la nicotina, de modo que sé muy bien el terreno que pisan mis palabras. Discrepo de casi todo lo que estudié antes de tomar la decisión de abandonar un hábito que es altamente dañino, perjudicial al entorno, causante de decenas de enfermedades propias y ajenas, productor de malos olores, adictivo hasta decir basta y contribuyente al deterioro de la madre natura a nivel mundial. A pesar de todo lo cual, aún lo echo de menos, para qué negarlo. Durante todos mis años de estudiante, me acompañó. Cada vez que me puse tensa, acudí al cigarro, y encontré alivio, por mucho que quieran decirme ahora que el efecto de sus productos químicos es responsable de mayor ansiedad.

Decía que discrepo de casi toda la información que obtuve cuando buscaba argumentos que me ayudaran al abandono de un hábito que, repito, es tan maligno como buen acompañante. En primer lugar, no creo en esas clasificaciones de pasivo, activo, ligero, moderado o severo. No aportan nada, no ilustran la necesaria renuncia a la cual hay que llegar. Modestamente sugiero una nueva forma de división. Yo diría que los fumadores nos dividimos en dolosos y gozones.

Los primeros (entre los que llegué a estar, después de haber sido una gozona) fuman sabiendo que hacen mal. Que estropean la capa de ozono, los bronquios del cónyuge y los pulmones propios, la atmósfera del municipio, el entorno de los niños, y su vejiga. Los dolosos saben todo eso, y sin embargo inhalan toxinas con deleite, y expulsan más de mil productos ecodañinos al aire. Es ese fumador de rostro engurruñado que vemos medio oculto bajo la lluvia. A la salida del teatro, y antes de entrar al cine. Y en los bajos del edificio, o semincrustado en una esquina del balcón. Fuma pero se arrepiente fumando, se intoxica con remordimiento, sabe que está muriendo, que está matando, pero el pobre, no puede evitarlo. Es plenamente consciente de su error, pero no logra controlar la compulsión de fumar. Y encima, se siente fatal. Se autocensura el olor, el sabor, el color del cigarro, tiene ganas de autoflagelarse dándose latigazos por todo el cuerpo en la madrugada, pero, mientras se castiga mentalmente, inhala y exhala, chupa y bota, disfruta y llora, goza y sufre, una cosa muy rara.

Por contraste, al fumador gozón no le interesa en absoluto el costado perjudicial de su vicio. Lo de él es gozar. Con absoluta impunidad provoca el mismo daño que el fumador doloso, con la diferencia de que no le importa. Quizás sea más auténtico, pero sin dudas es mucho peor, porque está en la fase de creer que “de algo hay que morirse”, en la crueldad de “si te molesta mi humo, múdate de atmósfera”. O sea, el gozón está muy lejos del momento de renunciar al cigarro (inevitable, advierto). Otro aspecto que me gustaría señalar es el motivo por el cual se dejan de consumir nicotina y los otros seis mil novecientos noventa y nueve componentes de un cigarro. No me parece cierta la aseveración que leí en un artículo (“cuando el consumidor conoce que un cigarrillo contiene siete mil productos químicos, de los cuales setenta son causantes de cáncer, como arsénico, benceno, berilio, cadmio y cromo, deja de fumar”). Lamentablemente, podemos adquirir mucho conocimiento sin convencimiento para dejar de una vez de intoxicarnos y dañar al planeta. Voy a proponer una nueva y última clasificación de las causantes del abandono del hábito tabáquico: (a) por promesa y (b) por susto.

La ciencia avanzará a paso vertiginoso, pero seamos honestos: Nada supera hoy el poder inmenso de la superstición entre nosotros. Ello explica que sea posible unificar las dos grandes causas en una sola: PROMETO (promesa/susto), alterando el orden de ambos vocablos. Primero llega el susto (una tos rara; un dolor en el pecho; una delgadez súbita; no tener ganas de comer chicharrones; la ropa favorita quemada por colillas; la mueca de la pareja; el perfume que ya no disimula el olor del vicio), y, acto seguido, viene la promesa. “Ay, Santa Bárbara, si me quitas esto de encima, no fumo más”; “Cachita, por tu madre, ayúdame a que la radiografía sea negativa y no enciendo más cigarros”; “San Lázaro querido, yo sé que no es lo tuyo, pero trata de que mi electro sea normal, y dejo de prender cigarros”; “Elegguá, niño amado, tírame un cabo con estos análisis y digo adiós a los cabos”. Todo eso junto, en el cambalache de nuestro ateísmo científico (que sí, que vamos al médico) y nuestra adoración religiosa (que nos acordamos de ellos cuando truena), tiene el poderosísimo efecto de devolvernos salud al quitarnos la necesidad de siete mil productos nocivos. Dan ganas de contemplar un cigarrillo bien de cerca y preguntarle al oído nicotínico: “Niño, ¿de verdad tú escondes siete veces mil cosas malas?”, pero hay que evitar la tentación. Yo, al menos, confieso que es mejor ni pensar en ese amigo que durante décadas nos acompañó. No, mejor no. A quienes están en categoría gozona, les anuncio: deben pasarse al bando de los dolosos. Y a su vez, a estos últimos les auguro: Bien, van bien, el susto ya está oyendo la conversación, alístense para la promesa. Que sí se puede.