Los silencios profundos

Reinaldo Cedeño Pineda
19/10/2020

El machete de Ogún contra el hacha de Changó, el filo movido por un huracán, el salto eterno. Eduardo Rivero Walker, ese era él; pero yo quería más. No sé cómo empezó aquel diálogo, pero no alcanzó un día, un mes. No alcanzó un año. Me fui yendo y me fui quedando. Xiomara, su esposa, me anunciaba con aquellos sabores que agregaba a su acento, y ponía el té.

Las verdaderas entrevistas no terminan jamás.

 Eduardo Rivero Walker en Suite yoruba. Foto: Tomada de EnCaribe
 

Camino junto al chico de San Isidro, al adolescente de Marianao. Destila la estirpe de los Walker, llegados de Jamaica. Me dibuja el instante en que tiene delante la máscara de la realeza de Benín, y no sabe si arrodillarse, si darle un beso. Okantomí, Súlkary, voy a su estreno, veo bailar las pinturas rupestres de Haut-Mertouteh, del Sahara.

Desde su apartamento en las alturas, se levanta el vapor de Santiago y uno quiere alcanzar más allá, donde se pierde todo, en las montañas. Suena el teléfono: del otro lado está Ramiro Guerra, el pionero de la danza contemporánea en Cuba, su maestro. Y Eduardo Rivero, aquel que ha despertado pasiones en medio mundo, hace mutis, asiente, se vuelve pequeño. Un augusto silencio inunda la sala.

Cuando me invitó a un ensayo de su compañía, Teatro de la Danza del Caribe, sabía el privilegio que me había dispensado. Conocía a sus bailarines de asistir a los estrenos, a las galas; pero esto sumaba otros quilates. Teatro Heredia, postescenario. Tomé asiento a su lado, mientras me comentaba el simbolismo, el carácter, el gesto que vendría. Las tablas cimbreaban. El cuerpo humano en movimiento es la oda más hermosa que existe.

“¿Qué te parece?”, me preguntó al final, al paso, mientras recogía el vestuario. Devolví su extrema generosidad con una reverencia, una profunda reverencia. El silencio es perfecto. A veces no cabe una palabra, ni siquiera una sombra.

II

José Julián Aguilera Vicente siempre me ponía en trance. Primero fue la admiración, luego sobrevino la querencia. Fue uno de aquellos alumnos que se levantaron a finales de los cincuenta, porque se reconociera la jerarquía de la Academia José Joaquín Tejada. Hubo bancos tirados para la calle, hubo candela, y aunque tuvo consecuencias, aquel capítulo era uno de sus orgullos.

José Julián Aguilera en su taller en Santiago de Cuba. Foto: Toni Piñera / Granma
 

Una tarde me describió a mi madre, la pintó en el aire, y ya no pudo librarse de mí. Estuve en el catálogo de su expo antológica El regreso del caminante (2010) en la Galería de Arte Universal. Le acompañé en la inauguración de la muestra Para colorear el corazón (2013) en el Cardiocentro de Santiago de Cuba. Me extasiaba aquel grabado suyo, “La lluvia en Padre Pico”, las gotas minúsculas, finas, imposibles. Si lo pudiera tener…

Un día me mandó a llamar. Había confiado el mensaje a Josefina ―su hija, su lugarteniente general―, y aquella me lo hizo saber como quien tañe una campana. ¿Cómo iba a imaginar que su propio autor pondría en mis manos, como regalo de navidad, una reproducción de artista de aquella xilografía?

“No digas nada”, me advirtió.

El silencio es la palabra en su albor, la cáscara que promete la semilla, el callado estruendo lezamiano. El silencio era yo. Aguilera era un grabador de excepción, un maestro de generaciones, el pintor de las calles derramadas de Santiago. Es el culpable de que todos los días cerca de mis sábanas, se asome una muchacha bajo la lluvia.

Una tarde bajé a su Estudio, quité el postigo, entré. Se abalanzó sobre mí un hombre de madera con la garganta herida, cabalgando sobre una libélula, surcando campanarios y callejones. Un óleo enorme, un girasol. Era su manera de protestar, de aceptar, de soñar todavía. Sobrevino una larga conversación: hay preguntas que solo se hacen si miras a los ojos, hay respuestas que te desvelan para siempre:

“Este es el día más importante de mi vida, este en que todavía estoy vivo”, confesó.

El 30 de agosto de 2014, rendimos honor a las cenizas de Aguilera en el Taller Aguilera. Ese día le arrancaron un pedazo a la ciudad. Me dejó la encomienda más difícil, la despedida. Lo intenté, pero las palabras son inútiles: no hay ninguna para amortajar el fin. Solo el silencio puede.