Love is in the air

Rogelio Riverón
25/5/2018

El problema de la realidad, más exactamente de su percepción, es un asunto vuelto de un lado y del otro por multitud de autores: novelistas y filósofos; poetas y dramaturgos. El simbolista ruso Fiodor Sologub escribe que la realidad lo engaña y por tanto, él no le cree. ¿Qué es lo real? O más difícil aún: ¿qué fue lo real, después de haber sido embestidos nosotros, sus adoctrinados cronistas, por nuevas oleadas de tiempo?


Edel Morales en la presentación de su libro "Un byte de adolescencia".
Foto: Cortesía del autor
 

Un byte de adolescencia (Ediciones Cubanas, 2018), de Edel Morales, se atreve un poco más allá; no quiere reconstruir una realidad, sino construirla, ensamblarla a base de hipótesis, de lo probable y de lo posible, para lo cual se vale de la realidad real y en no menor medida de la que se encuentra del otro lado, en el peligroso campo de la ficción. Un hombre ama a una mujer y para retenerla se ve en la disyuntiva de unir retazos: de tiempo, de conversaciones, de cartas, de fantasías, de pensamiento. Se da cuenta de que ese ensamblaje al que nos convoca está amenazado por la falta de estilo de la época. Ni más ni menos. Diversas circunstancias le permiten entender que el modo en que exponga su historia decidirá su peso específico en la realidad. Como Autor (así se llama además el personaje) tiene ante sí una tarea angustiosa. Ha podido comprobar que mientras más original es una historia, más rápido se lanzan sobre ella los heraldos negros de la neutralidad. La suya, la historia de la búsqueda de Ka, tiene que ser una historia en contra de lo uniforme, de lo cincelado por el comercio de las ideas.

No  es un empeño menor. De hecho, la suya es la historia de una pelea cubana por el estilo. Contar el amor, ya lo sabemos, es arriesgarse a la repetición y al ridículo. Responder con lenguaje a un instinto literalmente básico presupone un riesgo, pues el que lo hace se halla entre el decir lo mismo y el decir demasiado. Esta novela es una historia de amor en tanto el amante rompe lanzas por la amada que es y por la que no es; la que no es, lógicamente, resulta la mitad más importante del todo. Pero esta es también la historia de una escritura en presente, in progress, en la que se plasma incluso aquello que no entrará a sus páginas. Quienes tengan la suerte de leerla podrán comprobar que no ensayo una alegoría tonta y desmedida. Esta es la crónica de un plebiscito, la puesta de acuerdo de un escritor con los materiales que formarán su novela; una vista pública en la que se indaga en aquello que está por entrar a un relato.

El Autor, personaje principal de Un byte de adolescencia, se ampara en el Lector, a quien osa consultar sobre cuestiones vitales de la escritura y de su recepción. Mediante el Lector Edel Morales esboza una teoría del lector ideal, a la que incorpora ―creo― algunas nociones del francés Daniel Pegnac y su libro Como en una novela, un ensayo sobre la lectura en el que se postulan los derechos del lector, incluido el derecho a no leer. Como es sabido, acerca del binomio autor-lector han razonado además Vicente Aleixandre, Borges, Lezama, Dulce María Loynaz, Umberto Eco, Milan Kundera y Ricardo Piglia, por citar solo algunos. No debemos pasar por alto el detalle de que ese personaje, el Lector de la novela de Edel, nos engloba a nosotros: somos el Lector literal y personalmente y con nosotros dialoga, a nosotros nos cuestiona, nos chantajea y nos exige el Autor. En nuestra espalda viene a reclinar su indecisión y sus descubrimientos. Cuando, rebasada la mitad de Un byte de adolescencia, el Lector desaparece, desaparece, lógicamente, cada uno de nosotros. Esta es también la historia de la búsqueda del lector y de la culpa por no siempre encontrarlo. En esa evocación de Ezequiel Vieta y su gran novela Pailock alienta ese peligro, el de la desaparición del lector a causa de una mala manipulación del Autor.

Obviamente, hay muchos modos de desaparecer. Un byte de adolescencia se enfoca en uno de ellos: la desaparición por desnaturalización. De hecho, la historia de Ka es intervenida al menos en dos ocasiones, por dos agentes de la banalización, primero por la Editora; más tarde por la Productora, que amenaza con transformarla en una telenovela. Esos arreglos a que está obligado el Autor, personaje de este libro, aluden a las condiciones impuestas a todo autor en el reino de este mundo, el de las editoriales, la televisión y todos los mass media de talante tradicional por lo menos, un asunto en el que ha meditado Edel Morales en su condición de editor de una revista. Ese es uno de los planteamientos centrales de su novela: la querella entre estética y banalidad, entre originalidad y arquetipo, que sale a la luz a través de estas dos intervenciones violentas, demagógicas, fatales. Este libro es, por tanto, una crónica de la resistencia y de la pelea por la identidad. Aligerar a Ka es una exigencia de la Productora, pero aligerarla es mentir, desacreditar el amor y desacreditar el pensamiento. La persistente oposición entre el arte y las producciones en serie, de conceptos baratos, no se origina aquí en una actitud pedante, sino en la necesidad de preservar una verdad sencilla y terrible: los grandes amores, incluso aquellos que se alimentan de palabras, son irrepetibles y hay que llorarlos fuera de los sets de filmación.

En la historia del ensamblaje de Ka, la de los ojos grises, la vuelta a nacer, la resucitada por obra y gracia de una computadora, Edel Morales invoca a un grupo de escritores que le son afines por diversas razones: Senel Paz (casualmente, además, un reconocido guionista), Sindo Pacheco, José Martí, Emilio García Montiel, Lawrence Durrell, Fernando del Paso, Lezama y a sí mismo. Invoca también a músicos como Benny Moré, Bola de Nieve, Carlos Varela, Los Zafiros, Pink Floyd. Habría que ver si se trata de un palimpsesto, de una sobre escritura en la que el texto actual depreda al anterior, o si es una suerte de última cena, con un Cristo rotativo.   

Irónica, moderadamente lírica, resguardada además por el espíritu de Don Quijote de la Mancha, la madre de todas las novelas en lengua española, Un byte de adolescencia es una reflexión sobre el amor y en o menor medida sobre la forma de historiarlo; es además una advertencia sobre la tiranía del mercado en las praderas del arte, una pregunta acerca de la posteridad, una oración por la supuesta ―siempre supuesta― pureza del lector de libros y el esbozo de un postulado muy serio, que ya he tratado de formular en otras ocasiones más o menos así: la forma en que son contadas las cosas influye incluso en la manera en que las cosas han sucedido.