Magia y realidad: pilares del legado maradoniano

Hassan Pérez Casabona
26/11/2020

Hay seres humanos que trascienden con creces cualquier límite. No caben, así de simple, en encasillamiento alguno. Esa condición no se les confiere por mandato divino. Es el resultado invariable de la ascendencia e impacto con que calaron, en primer lugar, en la cotidianidad, y los imaginarios, de quienes hemos tenido el privilegio de sentir sus pulsaciones.

Diego Armando Maradona es, en mayúsculas, uno de esos “elegidos” cuya capacidad para imantar se multiplica, en la medida que transcurre el tiempo. Su trayectoria vital no se verá nunca reducida a los 60 años de presencia física, que recién había cumplido el pasado 30 de octubre. De él, al igual que de otros genios que le precedieron, en las más variadas esferas, hay que hablar siempre en presente, a sabiendas de que con ello se comete una imprecisión cimera: a los creadores de este talente único se les necesita, irremediablemente, aún más en el futuro.

“Hay seres humanos que trascienden con creces cualquier límite. No caben, así de simple,
en encasillamiento alguno”. Ilustración: Brady Izquierdo

 

Su leyenda comenzó a tejerse desde la niñez. No en balde, con esa picardía que le fue intrínseca, le gustaba relatar que cuando estaba en las filas del invencible elenco de Villa Fiorito (llegaron a imponerse en 136 partidos), ya muchos le sacaban fotos por sus gambetas y disparos a puerta espectaculares. 

En lo adelante se sucedieron los actos de una sola puesta en escena. Esa que apenas se relanza a otra dimensión desde este 25 de noviembre del 2020, en que dejó de respirar en su hogar bonaerense.

El deslumbramiento que provocó, desde la incursión fundacional en su barrio, antesala de lo que haría más tarde en gramas de todo el orbe, no encontró asidero solo en su grandeza balompédica. Maradona, nadie tuvo dudas, era diferente. Y lo fue (acepto la corrección, será) en todos los sentidos.

El “balón que no se mancha”, como dijo con lágrimas en el inolvidable agasajo que le tributó su Boca entrañable y Argentina toda, en el hasta luego que se regaló como jugador activo, fue apenas el vehículo que lo transportó al corazón de millones de personas. Dejar el alma en cada toque, y hacer saber que su defensa del bando históricamente preterido era inalterable, le abrió de par en par las puertas más íntimas a nivel popular. Con sus primeros goles, y también con sus “confesiones” primigenias en favor de los de abajo, el Pelusa se echó para siempre en un bolsillo a hombres y mujeres, especialmente a quienes se partían las espaldas cada jornada para llevar un pan a la mesa.

En esa travesía, dentro de las canchas y en la vida, Maradona no se traicionó a sí mismo. Su grandeza está en su imperfección, pero también en la lealtad y en la coherencia con la que actuó, incluso en aquellos instantes más aciagos donde se quebrantó su salud.

En esos ámbitos, atlético y social, para él enhebrados como uno solo desde que echó a rodar su sinfonía, el “Diego de la gente” no asumió pose alguna. Fue desafiante, retador, revolucionario… Fue feliz, aun sabiendo que se desgarraba. Cada extravío personal no hizo sino afianzar la sintonía que estableció con sus seguidores. No había reproches de sus admiradores, solo el aliento para que recobrara fuerzas, que se revertirían luego en las que él les insuflaba para que ellos, millones de todos los colores, encararan las duras peleas a librar en los más variados escenarios.

Con el balón llegó a lo más alto del Himalaya. Es difícil siquiera imaginar que un día algún gol tendrá mayor repercusión que las dos dianas que le anotó a Inglaterra, en la Copa del Mundo de México, en 1986. Su “mano de Dios” y aquella corrida que le rajó la voz a Víctor Hugo Morales, repitiendo que quería llorar por lo que acababa de hacer este “barrilete cósmico”, son anotaciones de culto. Un país, en verdad un continente, se reivindicaba en no poca medida esa tarde de junio, del dolor que años atrás provocó la guerra en las Malvinas.

Por donde quiera que pasó, dejó una estela. Da igual que fuera en Argentinos Juniors, el Boca, el Nápoles, el Barcelona, el Sevilla… En todos los casos fue un guerrero dentro y fuera de los terrenos. El público, con fino olfato la mayor parte de las veces para captar las esencias, lo idolatró en cada una de esas urbes, y en otras muchas.

La Habana, esa puerta luminosa de una isla fascinante, en el decir del ilustre dominicano Juan Bosch, fue un sitio muy especial para él. Vivió entre nosotros y, en muchos sentidos, desde este lugar del Caribe se produjo un relanzamiento en su vida.[1] Los amores con el verde caimán eran de muy larga data. Su visita en 1987 fue el impulso que ya no lo apartaría de esta tierra.

En época de fakes news y postverdad, Maradona fue un látigo contra los poderosos que se cebaban en el trabajo de los que expoliaban, empezando por la cúpula de la FIFA. Su voz, en la denuncia y en la solidaridad, era un relámpago que surcaba mares. No titubeó en escoger de qué lado colocarse. Tampoco en cuál mantenerse.

Quedará para la historia su relación con Fidel,[2] Chávez, Evo, Lula, Maduro, Correa, Néstor, Cristina, Alberto… Sin medias tintas, ni diatribas. Su devoción por el Che, al igual que hacia Fidel, era más profunda que un tatuaje. Plantar bandera era una de sus especialidades y lo hizo por la Revolución cubana y la bolivariana cada vez que hizo falta, es decir, siempre.

Fue un militante de “zurda”, sin encartonamiento de ninguna clase. Su autenticidad, como lo que es genuinamente legítimo, fue una de sus grandes corazas. Su accionar en Mar del Plata, en el 2005, devino decisivo para que Chávez, en nombre de los pueblos nuestroamericanos, mandara al ALCA al carajo. Esa es una de sus tantas historias que tendremos que revisitar en lo adelante.

La narrativa que el “Pibe de oro” nos entregó, en ese punto en el que se fusiona la realidad con lo mágico, es un baluarte que no puede abandonar el morral de todo aquel que luche contra las injusticias. Su legado es robusto, precisamente porque no se forjó desde lo fatuo y lo complaciente. Fue el resultado de la manera peculiar con la que le dio el rostro a cada batalla. Ahí está la clave de su fascinación.

Maradona, que escogió para ascender a la inmortalidad el mismo día que Fidel, a quien catalogó como su segundo padre, tiene muchas peleas que librar todavía. Idealizarlo sería un sacrilegio que no permitiría. Reinventárnoslo, desde su irreverencia y compromiso, es el gol que se merece.

 

Notas:
[1] “Empiezo este libro en La Habana. Por fin me decidí a contar todo. No sé, pero siempre me parece que quedan cosas por decir. ¡Qué raro! Con todo lo que ya dije, no estoy seguro de haber contado lo importante, lo más importante. Acá, por las noches, mientras aprendo a saborear un Habano, empiezo a recordar. Es lindo hacerlo cuando uno está bien y cuando a pesar de los errores no tiene de qué arrepentirse. Es bárbaro recorrer el pasado cuando venís de muy abajo y sabés que todo lo que fuiste, sos o serás, es nada más que lucha […]. Sé que no soy nadie para cambiar el mundo, pero no voy a dejar que entre nadie en el mío a digitarlo. A manejarme… el partido, que es como decir digitar mi vida. Nadie me hará creer, nunca, que mis errores con la droga o con los negocios, cambiaron mis sentimientos. Nada. Soy el mismo, el de siempre. Soy yo, Maradona. Yo soy El Diego”. Ver en: Yo soy El Diego de la gente, Planeta, Argentina, 2000, pp. 11 y 307.
 
[2] “También tuve oportunidad de conocer a muchas celebridades, esa gente importante más allá del deporte. De todas ellas, me quedo con uno. El que más me impresionó, y no creo que aparezca nadie que lo supere, fue Fidel Castro, sin lugar a dudas […]. Recuerdo muy bien nuestro primer encuentro: fue el martes 28 de julio de 1987, casi a la medianoche. Nos recibió en su propio despacho, justo frente a la Plaza de la Revolución. Yo estaba tan nervioso que no me salían las palabras […]. Cuando ya nos íbamos, le miré la gorra, levanté las cejas, y él me cazó al vuelo, casi ni escuchó que yo le decía…  -Comandante, disculpe, ¿me la da? Se la sacó y me la iba a poner, directamente, pero se frenó… -Espera, antes te la firmo, porque si no puede ser de cualquiera. ¡Qué va a ser de cualquiera! Era la gorra del Comandante. Me la puse, saludó a toda mi familia, uno por uno, nos dimos un abrazo y me fui. Yo tenía la sensación de que había estado hablando con una enciclopedia. Haberlo visto había sido como tocar el cielo con las manos. Es una bestia que sabe de todo, y tiene una convicción que te permite entender, viéndolo nomás, cómo hizo lo que hizo con diez soldados y tres fusiles… […]. Nos volvimos a encontrar en la Navidad del ´94. Yo ya entré al Consejo de Estado como a mi casa, me estaba esperando. Ya estaba Gianinnita también. Fue una reunión muy linda, muy íntima. Me dio otra gorra, pero esta vez yo le regalé una camiseta número diez, del Seleccionado… Unos meses después, me llegó una carta a mi casa, con el membrete del gobierno cubano. Era Fidel que, de puño y letra, me pedía permiso para ubicar mi camiseta en el museo del deporte cubano. ¡Un fenómeno! Y, bueno, lo que hizo por mí en los últimos tiempos, en el 2000, no tiene nombre. Yo digo que esto de estar vivo se lo tengo que agradecer al Barba (Dios) y… al Barba (Fidel)”. Ibídem, pp. 296-298.
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