El título de esta nota puede sonar a plegaria descabellada. No lo es. Ni siquiera es un axioma gratuito para alabar al músico, a sus seguidores, con él no se pretenda buscar la aprobación de los lectores o los editores. Para nada. Es una verdad tan fuerte como un templo. Cuando uno escucha el nombre de Chucho Valdés siempre piensa en el piano; lo ve sentado ante el piano. No es para menos. Chucho y el piano se han logrado fundir de una manera que muy pocos hubieran imaginado.

Él siempre ha contado sus inicios en la música desde la temprana edad de los tres años imitando aquella música que prodigaba la radio; que en ese entonces era el principal promotor de música en todos los países. En Cuba eran los años dorados de los conjuntos soneros, de las danzoneras, de las incipientes orquestas jazz band cubanas, los grandes boleros y la exposición al mundo de los ritos afrocubanos por Fernando Ortiz.

Esos años 40, en los que tuvo la suerte de nacer, estuvieron signados por acontecimientos trascendentales para la música cubana: Antonio Arcaño funda su charanga “ortofónica” e inventa “el danzón de nuevo ritmo”. Dámaso Pérez Prado abre las puertas al mundo de un género llamado Mambo (que provocará una de las polémicas creativas más interminables de la música cubana en lo referente al origen y los padres de un ritmo o género, entre él, los hermanos López —Israel, Cachao” y Orestes—y que también involucra a Arsenio Rodríguez). Comienza la llegada de grandes e importantes músicos cubanos a los Estados Unidos, la ciudad de New York es el epicentro de esta oleada migratoria, y ello traerá una revolución en el jazz con el encuentro Chano/Gillespie propiciado por Mario Bauzá. Y como cierre de esta década aparece el filin.

“Sabe nadar en todas las aguas musicales y domina casi todos los estilos conocidos”. Foto: Internet

Pero todas sus biografías dan por sentado que fue tres años después, contando con seis, que le entró de a lleno y en serio a la música. Hablan, también, de cómo a los diez años su padre, el gran Bebo Valdés lo presentó “en sociedad” en el cabaret Tropicana, imitando el estilo de otro grande del piano, Antonio María Romeu, al interpretar uno de sus danzones más memorables. Y que aún no pensaba afeitarse el bigote —contaba con 16 años— cuando le cedieron la banqueta en uno de esos pianos verticales que tocaban las orquestas en los años cincuenta. Era un jazz band llamada Sabor de Cuba y la dirigía su padre.

Aceptemos que es, fue y será, todo un niño prodigio, un adolescente avezado, un joven inquieto, un hombre maduro reposado y ahora que cruza la puerta de los 80 años, un sabio. Tengamos presente que sabe nadar en todas las aguas musicales y domina casi todos los estilos conocidos y me atrevería a decir que si mañana inventan alguno nuevo y aún mantiene esa lucidez que le define, lo aprenderá, lo dominará e innovará para su propia satisfacción.

Convencidos de esa capacidad suya de mutar, o de metamorfosear dentro de la música; propongo hacer un viaje, lo menos extenso posible, por algunos aspectos fundamentales de su vida que han marcado y definido su impronta dentro de la música cubana. Asumamos un lapsus de 30 años y comencemos en los años 60.

I

Ha escuchado o leído acerca del Club Cubano de Jazz.

El Club Cubano de Jazz (CCJ) nació a mediados de los años cincuenta en La Habana, y tenía como fin fundamental reunir, o convocar, a todos los músicos interesados en el jazz. Uno de sus principales promotores fue el saxofonista Armando Romeu, que en ese entonces era el director de la orquesta del Cabaret Tropicana.

Romeu, que era un entusiasta del jazz desde los años 20 y había sido miembro de algunas de las primeras jazz band creadas en Cuba, logró que los propietarios del cabaret le permitieran organizar aquellas sesiones de descargas los domingos en la tarde. Solo le pongo un ejemplo de la impronta del CCJ en la música cubana de todos los tiempos: los músicos que intervinieron en las serie de discos Descargas Cubanas eran miembros de CCJ.

No pretendo contar su historia, solo acercarlo a un acontecimiento determinante en la vida profesional de Chucho Valdés. Sepa usted que él y el saxofonista Francisco Rivera (Paquito) son los únicos músicos cubanos que debutaron en una de sus tantas descargas siendo apenas adolescentes.

Según contaba Leonardo Acosta, Chucho no faltaba a aquellas citas dominicales y siempre sorprendía ejecutando alguna pieza de moda dentro del género a las que imprimía ya su particular modo de tocar; además destacaba su capacidad para incorporarse a cualquier ensamble de modo armónico.

Ese mismo CCJ, que tuvo una vida itinerante después de salir de Tropicana a comienzos de la década siguiente, fue responsable del viaje a Cuba de importantes músicos norteamericanos. Se comenta que incluso Nat King Cole estuvo en una de sus sesiones durante el tiempo que estuvo contratado por el cabaret Tropicana.

De ahí salió su primer proyecto orquestal puramente jazzístico. Un trío donde intervenían el baterista Emilio del Monte y el bajista Luis Rodríguez.

El negro, su música, sus ritos y las leyendas que le preceden y lo alimentan, dejaron de ser un tabú”.

Años después, en 1964, dos miembros de ese club, el pianista Fernando Mulens y el director de orquesta Rafael Somavilla le invitan a ser parte del grupo de pianistas que crearían la música del disco Piano y ritmo; donde también intervinieron, entre otros, pianistas de la talla de Peruchín, Samuel Téllez. También graba su primer disco dedicado al jazz titulado Jazz nocturno, que marca el debut de su primera formación proyectada al futuro y a la que llamó Chucho Valdés y su combo; de corta duración pero antesala de lo que en los años siguiente habrá de proponer.

Estos discos, solo disponibles para coleccionistas, pues nunca más se han vuelto editar o reprisar en colecciones, son parte de la joya pocas veces vista o escuchada de su carrera profesional.

II

Yemaya asesú… asesú Yemaya…

Si en algo estamos todos de acuerdo es que corresponde a Don Fernando Ortiz el mérito de haber dignificado, estudiado y habernos llamado a tomar conciencia de la importancia de las raíces africanas en nuestra cultura, y la música en particular, más allá de folklorismos de ocasión, visión edulcorada de lo negro/africano/cubano (él lo definiría como “lo afrocubano”).

El negro, su música, sus ritos y las leyendas que le preceden y lo alimentan, dejaron de ser un tabú.

Para tener una referencia clara de los aportes afrocubanos a la música desde comienzos del siglo XX es menester partir de la incorporación de la clave abakuá al son por parte de Ignacio Piñeiro; del sonido característico del tres de Arsenio Rodríguez y esos pasajes lucumíes que trasportó del tambor a las cuerdas de su instrumento; de palabras y giros idiomáticos recogidos y popularizados por diversos cantantes, negros y mulatos en su mayoría.

Implica, también, entender la personalidad de Chano Pozo y de los rumberos de aquellos años, y la irrupción en la vida musical de dos fenómenos importantes y trascendentes: primero que todo la entrada de los tambores de Jesús Pérez y Trinidad Torregrosa tanto al cabaret Tropicana como a los predios académicos; y como segundo elemento la labor de difusión de Fernando Ortiz junto a Merceditas Valdés, más allá de su círculo intelectual.

El primero redefinió el concepto “de lo negro” dentro del mundo del espectáculo nocturno cubano. Era totalmente auténtico. El segundo abrió los horizontes sociales al futuro.

Chucho Valdés bebió del primero en esos años en que acompañó a su padre a Tropicana, que fue parte de su orquesta y que le acompañaba desde niño por el hecho de vivir en un barrio donde la santería y todo el mundo mágico-religioso que emanaba era el pan nuestro de cada día de muchos de sus habitantes.

Toda esa información recogida, almacenada, vivida, tuvo su primera manifestación en el mismo momento que compone “Misa negra”. Era el año 1969. En ese entonces los estudios de lo afrocubano eran parte fundamental de la vida cultural cubana. Dos años antes el guitarrista Sergio Vitier había fundado el grupo Oru con el fin de experimentar, desde una vanguardia musical, lo afrocubano, en ese empeño le acompañó Jesús Pérez. Pero también se hacían públicos los estudios del Instituto de Etnología y Folklore y es el año en que muere Fernando Ortiz.

“Chucho y el piano se han logrado fundir de una manera que muy pocos hubieran imaginado”. Foto: Internet

Su segunda epifanía musical, y la más trascendente, es la que involucra al grupo Irakere y la figura de Oscar Valdés, conocedor y practicante de muchos de los ritos y religiones afrocubanas. Chucho convierte en música de vanguardia, en puntos de giro dentro del jazz, todos los conocimientos suyos, los aportes de Oscar Valdés y sus primeras experiencias como futuro iniciado en la santería. Transporta los diversos instrumentos que tiene a su alcance el sonido de todos los tambores.

Hay una visión de lo afrocubano en la música popular antes de Chucho y otra posterior a él. Si lo duda revise la obra de Irakere, o la que posteriormente ha grabado tanto en solitario como con algunos de los diversos tríos que le han acompañado. Todo indica que esa tarea aún no la ha concluido.

III

El genio también debe dormir… y lo hace complacido.

Toda esa genialidad musical, ese reinventarse una y otra vez hasta el infinito, tienen una particularidad, y es su capacidad de mostrar respeto ante aquellos que le impresionan o a quienes admira. Bien puede ser la obra de Ignacio Cervantes, Manuel Saumell, Ernesto Lecuona o el caso de Arsenio Rodríguez. Está también el respeto por sus contemporáneos y por aquellos que vieron en su trabajo una ruta.

Tres ejemplos necesarios.

Primer acto. En los años ochenta decidió junto a Irakere hacer una versión del “Guayo de Catalina” de Arsenio Rodríguez. Tras una profunda reflexión, su solución fue crear una introducción a piano a ese son clásico donde primaba un gran solo de piano de un marcado acento impresionista. Debussy y Ravel a golpe de son montuno. Insuperable.

Segundo acto. A la muerte del pianista Emiliano Salvador decide homenajearlo y tocar sus obras. Dos opciones, o imitarlo o versionarlo. Según sus propias palabras Emiliano es inimitable. Escribe y estrena su obra “A Puerto Padre” —una versión— en el Festival de jazz del año 1993. Sin proponérselo hace una sinfonía con parte importante de la obra de este pianista. Algo sublime que termina con una relectura del danzón “A Puerto Padre”, donde aflora su vena de concertante.

“Aceptemos que es, fue y será, todo un niño prodigio, un adolescente avezado, un joven inquieto, un hombre maduro reposado y ahora que cruza la puerta de los 80 años, un sabio”.

Tercer acto. Irakere va a acompañar al trovador Silvio Rodríguez en su gira de conciertos en Chile. Refuerza la banda con el grupo Diakara. Chucho toma en sus manos las partituras escritas por el pianista y flautista Oriente López, director del grupo Afrocuba, que anteriormente había acompañado a Silvio. Su propuesta es mantener esos arreglos y orquestaciones sin mover o aportar una nota. “Son perfectos”, declara a sus músicos el día que comienzan los ensayos.

Si usted escucha el disco resultante de estas presentaciones y compara las ejecuciones anteriormente grabadas encontrará mínimas diferencias, sobre todo en determinados colores en ciertos paisajes. Lo mismo se puede decir del trabajo que haría años después cuando sustituyó a su padre, Bebo Valdés, en el disco que este hiciera junto al cantante español Diego, El cigala.

Estos son algunos puntos a considerar en el mismo momento que decida recordar que hace 80 años Chucho Valdés está en el centro de la música cubana y el jazz universal.

Si ha llegado hasta esta última oración le surgirá una pregunta. Y el mambo influenciado, ¿dónde está? Sencillo. Es el tema musical que he escuchado mientras escribía estas líneas.

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