Martí, con la ley y el machete

Juan Nicolás Padrón
26/1/2018

Martí tenía 17 años cuando el 4 de abril de 1870 ingresó en presidio condenado a seis años de trabajos forzados por sostener en un Consejo de Guerra que él había sido el autor de una carta enviada a un compañero de escuela en que se le acusaba de apóstata, por haberse alistado en el ejército español. Desde ese momento supo en carne propia los rigores de las leyes coloniales aplicadas en Cuba, y a partir de entonces su rebelión fue mayor contra la falta de derechos. Es coherente que, al año siguiente, cuando el padre logró la deportación hacia España, en Madrid publicara el folleto El presidio político en Cuba, una de las denuncias más vibrantes y estremecedoras contra la violación de los más elementales derechos del ser humano en una cárcel; con un naturalismo conmovedor mostraba el rostro más dramático del colonialismo peninsular. Conectado con este espíritu revolucionario e indagador, Martí solicitó matricular en la Universidad Central de Madrid, como alumno de enseñanza libre, las asignaturas de Derecho Romano y Derecho Político, entre otras; incluso, se inscribió muy rápido en el segundo curso de Derecho Romano. Al año siguiente ingresó como estudiante de Derecho Civil Español y Derecho Mercantil y Penal; por esa época, circuló una hoja redactada por él y firmada también por Pedro J. de la Torre y su amigo Fermín Valdés Domínguez, que condenaba el horrible asesinato de los estudiantes de Medicina en Cuba.
 

 Martí tenía 17 años cuando el 4 de abril de 1870 ingresó en presidio
condenado a seis años de trabajos forzados. Foto: La Vanguardia

 

En 1873 publicó un segundo folleto, también en la capital española, en que retaba a La República Española ante la Revolución Cubana, una reclamación moral cuyo análisis a la luz del Derecho era incuestionable, pues se trataba de un desafío al proceso liberal progresista del llamado Sexenio Democrático (1868-1874), que, a finales del año siguiente, desapareció con la restauración de la monarquía de los Borbones. En Zaragoza se graduó en 1874 como Licenciado en Derecho Civil y Canónico, con una tesis titulada “Del derecho natural de gentes y civil”. Como se puede comprobar por este itinerario, sus estudios y acciones estuvieron muy pendientes de conocer y actuar sobre temas legales y de la justicia; antes de tener la suficiente madurez como revolucionario y terminar como organizador de una guerra de liberación nacional, se había formado como profesional del Derecho, un aspecto esencial para comprender el sentido de una lucha revolucionaria desde esas razones y una conciencia fundamental para adoptar muchas decisiones posteriores.

En 1875 Martí llegó a Veracruz, México, procedente de Nueva York. Allí comenzó a darse a conocer en las publicaciones periódicas y como brillante periodista y polemista, y también, a incursionar en el teatro como autor dramático que estrenó con éxito la pieza Amor con amor se paga en el Teatro Principal. De ese año son las publicaciones en la Revista Universal. En 1872 había muerto Benito Juárez y ya se estaba poniendo en marcha la gestión de una rebelión por parte de Porfirio Díaz que tuvo éxito en 1876. Al vivir la violencia en la capital mexicana y conocer cómo se imponía la voluntad de los caudillos, publicó: “Existe en el hombre la fuerza de lo justo, y éste es el primer estado de Derecho […] los sistemas políticos en que domina la fuerza crean derechos que carecen totalmente de justicia, y el ser vivo humano que tiende fatal y constantemente a la independencia y al concepto de lo justo, forma en sus evoluciones rebeldes hacia su libertad oprimida y esencial, un conjunto de derechos de reconquista…” (“Escenas mexicanas”, Revista Universal, México, 18 de junio de 1875, en José Martí. Obras completas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. 6, p. 234; todas las citas son de esta edición). A menos de un mes volvía sobre el mismo tema, ahora para alertar sobre un método que se había perfeccionado: “Hay algo que daña mucho el ejercicio de un derecho: la hipocresía del derecho” (“Escenas mexicanas”, Revista Universal, 15 de julio de 1875, O. C., t. 6, p. 275).

Como se conoce, Martí entró ilegal a Cuba el 6 de enero de 1877 en el vapor Ebro, de Veracruz para La Habana, con el nombre de “Julián Pérez” —su segundo nombre y apellido—, y permaneció clandestino en la Isla hasta el 24 de febrero de ese año, cuando partió para México rumbo a Guatemala en el barco City of Havana. Allí se presentó ante el presidente de ese país Justo Rufino Barrios, y consiguió trabajo como catedrático de Literatura Francesa, Inglesa, Italiana y Alemana, y de la Historia de la Filosofía en la Escuela Normal Central. En Guatemala pudo conocer la extraordinaria riqueza histórica y cultural de ese país, además de escribir una admirable monografía, posiblemente una de las más completas que se han realizado sobre esa nación; resultó ineludible referirse al Derecho: “En los pueblos libres, el derecho ha de ser claro. En los pueblos dueños de sí mismos, el derecho ha de ser popular. […] Y eso quiere, y es, la justicia; la acomodación del Derecho positivo al natural” (“Los códigos nuevos”, Guatemala, abril de 1877, O. C., t. 7, pp. 101- 102). Al año siguiente publicó en México “Drama indio. Patria y libertad”, en que afirma: “Mil veces la justicia se ha perdido / por la exageración de la violencia” (O. C., t. 18, p.159).

Cuando llegó a La Habana procedente de Trujillo, Honduras, el 31 de agosto de 1878, esta vez de manera legal después que se hiciera válido el Pacto del Zanjón el 10 de febrero de ese año, ya sabía que no era justo suplicar derechos como una dádiva. El ignominioso Pacto, en que las fuerzas cubanas reconocieron su capitulación incondicional ante el ejército colonial y reconocían al gobierno de España como máxima autoridad en Cuba —salvado para la honra patria con la Protesta de Baraguá, que Martí calificara como “lo más glorioso de nuestra historia” en carta a Antonio Maceo el 25 de mayo de 1893, O. C., t. 2, p. 328—, había dejado entre algunos patriotas cubanos cierta resignación que era necesario remover. El 21 de abril de 1879, cuando Martí todavía se hallaba en La Habana, durante un banquete en honor al periodista Adolfo Márquez Sterling hizo un brindis en los altos de El Louvre contra el autonomismo; al proponerlo, dijo: “…los derechos se toman, no se piden: se arrancan, no se mendigan. Hasta los déspotas, si son hidalgos, gustan más del sincero y enérgico lenguaje que de la tímida y vacilante tentativa” (O. C., t. 4, p. 177). Seis días después, en homenaje en el Liceo de Guanabacoa al violinista Rafael Díaz Albertini, pronunció un discurso del que solo existen sus apuntes; sin embargo, no es difícil suponer cuán audaz resultó, cuando Ramón Blanco, Capitán General de la Isla de Cuba presente en el acto, aseguró: “Quiero no recordar lo que he oído y no concebí nunca se dijera delante de mí, representante del gobierno español: voy a pensar que Martí es un loco… pero un loco peligroso” (“Tabla cronológica de la vida de Martí”, O. C., t. 27, p. 195). El 25 de septiembre de ese año, Martí es deportado por segunda vez a España, y hacia allá parte en el vapor Alfonso XII.

El Apóstol de la independencia y la libertad de Cuba ya es un revolucionario maduro, dueño de todos los elementos culturales necesarios para formular una proyección emancipadora de la revolución cubana, teniendo en cuenta, entre otros aspectos, el Derecho. Prácticamente vivió en Estados Unidos desde 1880 —con unos cinco meses en Venezuela al año siguiente y otras visitas a Centroamérica y el Caribe en 1893— hasta que embarcó con destino a la Isla; su estancia en Estados Unidos, especialmente en la década de los 80, le permitió estudiar, opinar, publicar, participar en la vida cultural, social, diplomática y política de ese país, y colaborar con importantes periódicos de América Latina. En 1882 escribió para La Opinión Nacional de Caracas un ensayo en que, entre otros temas, refiere cómo se redactó la Constitución de Estados Unidos, basándose en un libro de George Bancroft que relata el método para hacerlo. Elogia su parte positiva cuando señala que puede durar y trascender porque “inspirada en las doctrinas esenciales de la naturaleza humana, se ajustó a las condiciones especiales de existencia del país a que había de acomodarse, y surgió de ellas. […]. Una Constitución es una ley viva y práctica que no puede construirse con elementos ideológicos” (O. C., t. 9, p. 308); y refiriéndose al libro, de la misma forma que recomienda su utilidad, advierte el peligro de la imitación ciega: “Y conociendo los orígenes de estas instituciones deslumbrantes, podremos acercarnos a ellas, o apartarnos de ellas, o alterarlas en la acomodación a nuestros países, o no acomodarlas, conforme al grado de semejanza entre los elementos de nuestras tierras en la época en que elaboramos su Constitución, y los elementos que decidieron a esta tierra a hacerla como se hizo” (Ibídem).

Pareciera que Martí ya estuviera pensando en una Constitución republicana para Cuba, y como si estuviera hablando consigo mismo, escribe: “Es verdad que los jueces tienen el deber de apegarse a la ley, pero no apegarse servilmente, porque entonces no serían jueces, sino siervos” (“Fragmentos”, O. C., t. 22, p. 247). Algunos temas relacionados con el derecho del preso y de las cárceles se tratan en los “Cuadernos de apuntes”, bien con varias páginas de reflexión teórica o bajo una preocupación práctica; vale la pena repasar en el número 1 las extensas cavilaciones sobre la inutilidad de la pena de muerte, y en el 3, sobre el panóptico para vigilar a los reclusos en una penitenciaría de Madrid. En una de sus meditaciones, se interroga: “¿Cómo se podrá reclamar un derecho si no se sabe definir su esencia?” (“Reflexiones”, O. C., t. 7, p 282). Y como si ya estuviera resumiendo aspectos para apartarnos de la imitación a la legislación de Estados Unidos, escribe en su “Cuaderno de Apuntes núm. 1”: “Las leyes americanas han dado al Norte alto grado de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!” (O. C., t. 21, p. 16).

Puede entenderse, también desde el Derecho, su abandono en 1884 del plan militar Gómez-Maceo, pues conocía los graves peligros que entrañaba para el futuro de Cuba el desconocimiento de un gobierno civil, aun en las condiciones de contingencia de la guerra. Sus principios civiles y anticaudillistas se pusieron a prueba cuando tuvo que escribirle una carta al general Máximo Gómez, a quien respetaba por su honradez, discreción y bravura, para pronunciarse en contra de la posibilidad del régimen de despotismo personal y caudillismo militar que vislumbraba: “Un pueblo no se funda, General, como se manda a un campamento. […] ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana? […] La patria no es de nadie…” (O. C., t. 1, p. 178 y 179). Posiblemente haya continuado pensando en leyes y derechos para Cuba, cuando escribía para periódicos de otros países; en La Nación, de Buenos Aires, el 16 de mayo de 1888 publicaba: “Los derechos se imponen para levantar los fondos necesarios al mantenimiento de la nación: no para favorecer, y esto con favor sólo transitorio y aparente, a un puñado de privilegiados con daño de la nación entera, y con el peligro de su misma paz” (O. C., t. 11, p. 439); o cuando en La Opinón Pública, de Montevideo, ratificaba: “En las repúblicas es un deber ejercitar todos los derechos” (O. C., t. 12, p. 247); o al pronunciar, el 26 de noviembre de 1891 en el Liceo Cubano en Tampa, como parte de la preparación ideológica para la guerra de independencia de Cuba, el polémico discurso “Con todos y para el bien de todos”: “…creo aún más en la república de ojos abiertos, ni insensata ni tímida, ni togada ni descuellada, ni sobreculta ni inculta […] yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre” (O. C., t. 4, p. 270).
 

 El Héroe Nacional de Cuba, el organizador y alma inspiradora de la unidad para la guerra. Foto: Internet
 

Ahora que se inaugurará oficialmente en el parque 13 de Marzo, entre el antiguo Palacio Presidencial —hoy Museo de la Revolución Cubana— y el monumento a Máximo Gómez, una réplica en bronce de la estatua ecuestre de José Martí de la artista norteamericana Anna Hayatt —cuyo original se encuentra entre Bolívar y San Martín, en el Central Park de Nueva York—, para conmemorar el 165 aniversario del natalicio del Apóstol, y además, continúa el proceso de actualización de la Constitución de la república que todos esperamos, como parte esencial y necesaria del ordenamiento del país, resulta oportuno recordar que ambos acontecimientos no están desvinculados de la realidad combativa y revolucionaria de Martí. El Héroe Nacional de Cuba, el organizador y alma inspiradora de la unidad para la guerra, con generales dispersos, combatientes enfrentados, emigración distante y patriotas desunidos, fue también quien más trabajó exitosa y efectivamente para reunir los recursos suficientes para hacer la guerra, pues nadie lo había logrado hasta ese momento, y por si fuera poco, marchó delante como combatiente de ella. No existen muchos monumentos en que se presente esta justa imagen de Martí a caballo, y hay que recordar que fue el propio Generalísimo Máximo Gómez, siempre estricto para conceder grados, quien propuso a sus oficiales —el 15 de abril de 1895, en plena manigua—, el otorgamiento a Martí del grado militar de Mayor General del Ejército Libertador.

Junto a esa condición de combatiente, el Derecho para Martí no fue ornamento, cumplido, hipocresía o forma de vida, sino sangre de lucha y sentido de la revolución; quizás por ello, con el alerta de la previsión para los de afuera y para los de adentro, el Delegado José Martí y el General en Jefe Máximo Gómez firmaron juntos el 2 de mayo de 1895 una extensa carta dirigida desde los campos libres de Guantánamo al director de The New York Herald, quien ofreció publicidad en su diario para la causa cubana, en la que explican con lujo de detalles el objetivo de su lucha patriótica y las razones de justicia que la animan, incluidas las legales, como para tranquilizar a la plutocracia de ese país, tan apegada a las leyes y muy conocida por Martí, y de paso, sosegar, por el momento, a los más ricos en la Isla; en ella, se afirmaba: “De la justicia no tienen que temer nada los pueblos, sino los que se resisten a ejercerla” (O. C., t. 4, p. 159).

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