Mecánica de las naranjas, volumen de cuentos del joven narrador tunero Alejandro Rama, Premio La llave pública 2018, urge decirlo, a priori, es un libro sentido y sufrido. Un libro para sentir y sufrir. Un libro sagaz. Inteligente. Triste. Duro. Pero todo lo que hondo llega y se siente lo es. Y este libro fue escrito desde esa hondura. Desde sentir la hondura, ese bajar que —no pocas veces, dicotomía y absurdo mediantes— es subir. Quizá la Literatura sea precisamente eso: bajar para subir. O tal vez, viceversa.

Escritor cubano Alejandro Rama.

Así como no toda bellota hace suponer un bosque no todo libro viene a ser —y a hacer— Literatura. Este libro lo es —y la hace—. Su autor posee todas las herramientas y todo el sentir —no se precisa solo de herramientas, condición necesaria lo es el sentir, el escritor, en puridad, es un sentidor que desde su sentir, particularísimo, deja particularísimas constancias—, herramientas y sentir con las que, de la mano de esa lente con la que anuda y desnuda su mecánica, nos inunda de homologaciones de lo humano, las mismas que, desde texto y paratexto, juegan a transmutarnos en naranjas: naturaleza muerta. El título no lo es por mero capricho autoral. No olvidemos la novela —icónica— de Anthony Burgess; el film —igualmente icónico— de Stanley Kubrick. Y no olvidemos el símil. Desde la Botánica —fría y aparentemente no almada— se alude a esa otra mecánica —absurda y fantasmal— en que deviene la no almada mecánica humana. Lo que somos. Lo que sufrimos. Lo que hacemos sufrir. Porque todos —algunos para su pesar; otros para su deleite— somos —no pocas veces a un tiempo— víctimas y victimarios.

Diecisiete cuentos bullen —se diría que con la parsimonia del bonzo aúllan— en este libro. Minicuentos que no exceden de una o dos páginas —cuatro quizá sea el denominador paginal y cuantificable—, suerte de minimalismo que rara vez alcanza las siete páginas, providencia de maximalismo emocional e intelectual. Con este libro el autor nos desnuda. Si desnudo puede traducirse como quedar sin nudos,así, sin nudos, quedamos los lectores ante estos cuentos, conscientes de lo que aun desnudos y bivalvos nos limita.

Alejandro es un experto urdidor de títulos. Ahí están “Hélix and Jenkins”, “Continuo marchitamiento del ojo”, “Dicotomía Malkovich”, “Lucy perdida en alguna parte”, eso en un libro que no es sino un bien urdido díptico. Títulos henchidos de lo hipertextual para textos hipertextuales en un libro todo hipertextual. El título, y el todo, como sema. Como extensión de un semema. Eso nos dice la narratología es todo libro: la extensión de un semema. La primera sección de este libro resume las tentativas de acotar un edificio, tentativa que se traza y trenza —y trenzará, destrenzará y destrozará a sus lectores— desde el anhelo de diseccionar a los seres que moran-meran-miran-muerenen ese edificio; la segunda sección, Películas y canciones, de alguna manera las remeda.

“Este libro es la angustia de su autor. Leerlo ha desatado y hecho aullar la mía. Los lectores desambiguarán la angustia que a cada uno corresponda”.

Vivimos el instante más hipertextual de la historia humana, eso caracteriza nuestro zeitgeist, lo que Hegel alguna vez llamó “espíritu de la época”. No se vive-escribe-siente-sufre hoy día sin ser intertextual. Dasein, “estar en el mundo”, lo llamó alguna vez —mutatis mutandis— Heidegger. Un Dasein que en lugar de llevarnos a —tiernamente— (co)disfrutarnos nos impulsa —malsanamente— a (co)padecernos. El autor emplea la intertextualidad como símil, con ella arma —y desalma— un muy sagaz melange, ordalía en la que el movimiento browniano —de personajes, situaciones, alusiones y sentimientos— lo agitará todo en soberano desmadre. Julio César, un molusco hélix, un mono Bonobo, Jesús de Nazareth, Darwin, Beethoven, Strauss, Fujimori, Vargas Llosa, Kurt Kobain, Alejandra Pizarnik, Lennon: una ordalía intertextual.

Semoviente se denomina aquello que se mueve per se. Este libro lo hace. Es moviente porque nos moverá —y demolerá— a todos; es semoviente porque vibra de energía propia. No es un libro-caricia. Es un libro-aullido. Un libro-grito. Un libro-lágrima. Desesperanza. Angustia. Eso transpiran irónica y parsimoniosamente estas páginas. Freud nos legó la angst vor etwas, “la angustia por algo”. Este libro es eso: angustia. El algo, sustancia individual, la colocarán los lectores. Este libro es la angustia de su autor. Leerlo ha desatado y hecho aullar la mía. Los lectores desambiguarán la angustia que a cada uno corresponda: porque si la angustia —desde ese (co)padecer y ese (co)provocar— puede asumirse gregaria, es, sobre todo —y muy especialmente sobre todos—, individual. Pudiera citarse cierta angustia ontológica. La angustia de este libro —y la que deriva de su lectura— devendrá colisión-colección-cohesión de angustias. Cohecho de angustias, alcanzaría a decir un jurista.

Alejandro Rama es muy sagaz en linkages. En urdir-unir lo aparentemente no urdible-unible. En enhebrar lo no enhebrable. Desde lo no humano el autor alude a lo humano, lo desacraliza, colocándolo lo descoloca, lo mueve hacia esa descolocación en la que de motu proprio los humanos nos hemos descolocado. Alejandro Rama toma un escalpelo y desde el pelo hasta el pie nos delata.

En todo libro suelo privilegiar el estilo, algo, me temo, no muy preciado en nuestro entorno. Si imprescindible resulta desenterrar el sema, el sentido al que aludían los estructuralistas, imprescindible resulta aludir a los vericuetos de esa veleidosa sustancia denominada “estilo”, sustancia sin la cual no existe —repito, no existe, no puede existir— la Literatura. Alejandro Rama lo sabe. Este libro es una suerte de sinfonía en primera persona —sinfonía de un narrador en mitad de múltiples diégesis y diástasis—; el autor recuerda precisamente el modo de proceder de un músico cuando desde un tema dominante A se mueve a un subtema B, para regresar al tema dominante A y moverse a un subtema C, eso para, una vez más, regresar al tema dominante. Ese es uno de los recursos predominantes en este libro. Y lo anaforizante, elemento que llega desde la poesía y la retórica. Y no he citado la poesía por mero azar: Alejandro Rama, vaticino, ha armado su libro con el arte y el sentir de un poeta. Veamos si no esa pieza, estructurada desde lo anaforizante, “El día que me fui”, anaforización que lleva —se diría que a patadas— a un final terrible, duro, triste, anidado —también como una patada— en la última de las oraciones. El tema: la migración que nos amigaja,nos escinde en la vida para escindirnos de acompañarnos en las muertes.

“Armémonos de alma. Dejemos de ser —y de hacer— escombros y seamos —y hagamos— paisaje”.

El empleo de la anáfora hace presumir el ritornello de la poesía. Desde lo anafórico, desde el trenzar y alternar temas y subtemas, se arma la armazón de este libro. Alejandro nos ha aprehendido, y, a resultas de ello, nos ha metido ahí, en estas páginas. “El padre de Beethoven se llamaba Johann (no Strauss) y la madre María Magdalena (no la de Jesús de Nazareth)”, nos dice el autor. Linkage. El arte de hilvanar lo aparentemente no hilvanable: se hilvana la vida de Beethoven a la vida de un cubano del común, uno que mora y mira y muere en un edificio común, y todo ello linkado a la vida de un gato, un gato común, que —vaya alusión a esa unívoca dualidad entrevista por Martí, esa que podrían constituir Cuba y la noche— se roba —y he aquí la nochitud de la cotidianidad— ¡la carne de la dieta! Historia esta, a su vez, linkada: el personaje de esta historia suele sexear en el apartamento de Silvia, ninfómana que sexea en el cuento tercero, hermana de un mono Bonobo. Este no es un libro: es un vaso comunicante. Un vaso comunicante de angustias.

En algún momento el autor nos hace leer una frase tremebunda: “escombros que adornan paisajes”. Leer la frase fue saberme derribado. Me derribaron amores-paisajes hoy devenidos amores-escombros. Seamos valientes y sinceros: la sustancia de desecho de nuestros actos, eso son los escombros. El paisaje interior de nuestros semejantes —no pocas veces de los seres que amamos y nos aman— lo afeamos con los escombros, esos que llegan desde nuestro paisaje interior. De nuestros actos. Eso nos muestra Alejandro con su libro: toma todos los escombros —eso que somos, eso que hacemos, eso que nos hacen— y nos los lanza al hombro: lleva ese peso, nos dice, es tu responsabilidad, sube tu montaña, Sísifo. Un libro mea culpa. Debiendo ser —y hacer— paisajes somos —y hacemos— escombros. La vida no es sino el batallar entre la continua escombritud y el utópico afán de paisajismo. Quizá nombrando y denunciando la escombritud se luche por el paisaje.

En “Continuo marchitamiento del ojo”—vaya título ese: símil de la vida— se nos grita que todos somos maniquíes, tetrapléjicos en espera de algo trascendente, algo que no ocurre nunca. En “Mosquito” se alude a los veintitantos textos que podrían ser urdidos desde las veintitantas letras del alfabeto, textos contra la muerte, la desesperanza, la escombritud, aquellos que nos desaman. En “Dicotomía Malkovich” se nos dice: “Las muchachas a las que terminas queriendo… fingen que fuiste (o eres) alguien importante para ellas; y, a la larga, terminas quedándote solo”.

El personaje central de este libro, rodeado de seres-escombros, está ahíto de soledad. Este es un libro lleno de seres y personajes y henchido de soledad. Un libro continumm:un continuum de soledad. Soledad que no anula el respirar contiguo, no anula el (co)existir, no anula el (co)respirar porque solo la anula el (co)amar y el (co)padecer. Y eso ha logrado con este libro el autor: hacernos (co)padecer. Un libro que puede haga sentir a muchos de sus lectores la necesidad —¡sublime! — de (co)amar.

Uno de los personajes de este libro sostiene la necesidad de aullar, irse “a aullar al váter, a las paredes, a la almohada”. Así nos dice. Aullemos, sí. No pocas veces es preciso aullar. Es catártico, diría el psicoanálisis. Aullemos, mas… muy especialmente abstengámonos de ser víctimas y victimarios. Dejemos de ser moluscos helix y monos Bonobos. Dejemos de solo sexear sin mixturar el alma. Y amémonos. Y almémonos. Armémonos de alma. Dejemos de ser —y de hacer— escombros y seamos —y hagamos— paisaje. Desterremos la mecánica deshumanizante de las naranjas para abrazar —con la ternura de la que no pocas veces nos avergonzamos— el artilugio humanizante y ternural que nos hace humanos.

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