Mi llegada a Paradiso

Daniel Céspedes Góngora
6/7/2016

 

 

Disfrútese en Paradiso lo que se entiende con la razón y lo que no se entiende con la imaginación, y todo a la vez con los sentidos y con el apetito de un conocimiento inagotable, como si fuese el texto único que podemos leer en una isla desierta, y finalmente nos entregará algo más valioso que toda referencia cultural posible: una invitación a la sabiduría.

                               Cintio Vitier

 

A José Lezama Lima hay que merecerlo. No se puede llegar a su obra por capricho, equivocación o casualidad. Ello entraña una conciencia de alcance espacio-temporal que, sin embargo, no se reduce a lo muy temprano o tardío que has arribado a su escritura, sino al saber e interpretación aprovechados antes, desde la lectura como placer, religión y vocación; de la propia experiencia vital y de la ajena que se admira o rechaza por el pensar con la mirada, por el aprendizaje de oídas. Acercarse a él no con mucho o poco, sino con algo de ejercitación, no importa si fragmentado, aunque con miras siempre a curiosear frente a la posibilidad y probabilidad de la propuesta y (re)construcción de la imagen, primero relacionable y después dialógica, como las categorías amistosas concebidas por un Lezama conceptual y simbólico, continuamente provocador.

Entrar bien para no andar con él por gusto, sino a gusto. De ese peregrinaje previo depende cierta comodidad del lector que pide Lezama Lima. Y aun así el máximo gestor de Orígenes sigue tachado de complejo y complicado. Mas vale el atrevimiento, la aproximación preparada a su poesía y ensayística, a su literatura epistolar o a esa suma genérica que es Paradiso. Eso también puede ser “una fiesta innombrable” una vez que se gana la familiaridad con su propuesta narrativa y conceptual más célebre y referida, hasta por esos que no han querido o podido leerla. Pero quien llega oportuno a esta novela siempre regresa a su autor.


Foto: Internet
 

Reconozco que yo también, como muchos de mi generación y sé que de otras anteriores, me acerqué a Paradiso abriendo las páginas del famoso Capítulo VIII, el tan referido a lo supuestamente pornográfico. Lo leí harto entusiasta y turbado que me figuré por indigencia interpretativa y otras escaseces más, en primer lugar, una imagen errada y limitada de su autor. Luego, no entendía la dimensión de lo sexual o instintivo de esas páginas “preferidas” de un conjunto mayor. Por último, cometí el peor de los desatinos: generalicé no solo el tono sino el contenido del susodicho capítulo a toda la novela. Tres conclusiones demasiado sucesivas, a la vez que lamentables. Tenía 20 años y no estaba preparado de ningún modo como lector ni del Lezama de textos más breves, que por cierto desconocía, ni del autor de esa novela dificultosa en el lenguaje y extraña por contenido. Eso sí, lamenté que tan cubano escritor no fuera para mí en aquel entonces.

Volví a escuchar de Paradiso por sorpresa y me preocupé, pero como se asomó a través del cine me dejé llevar. No era por una adaptación o versión cinematográfica. La novela no llegaba tampoco como subtexto o pretexto. Era un estímulo de la trama, una provocación discreta desde un cuadro de Lezama colocado en la sala de un personaje y, sobre todo, por las alusiones e indirectas constantes al texto literario, a la vida de su autor. Fresa y chocolate era pionera en el tema de la tolerancia sobre la sicosexualidad gay y las diferencias expresivas. Y al mismo tiempo era (es) una película acerca de la amistad, el amor y el (re)aprendizaje como progresión cultural. Diego y David son jóvenes, si bien pertenecen a dos generaciones distintas. Ahora, el universo de saber de Diego es tan fascinante y amplio, accesible y cercano a la vez, que David decide aprovecharlo como cuando a un maestro se le acerca un discípulo, y no cualquiera, sino uno adolescente, no por edad aquí, sino por carestía intelectual. David tiene que crecer espiritualmente y ahí está Diego como mediador para incitarlo a servirse de la cubanía y universalidad irradiantes del Paradiso lezamiano. Resulta sintomático cómo Tomás Gutiérrez Alea logra enriquecer y hasta estimular el cuerpo plural de lo literario referativo y pasivo acerca de una novela en apariencia solo para una élite intelectual y de especialistas. Fresa y chocolate tiene ese otro mérito de recordar por homenaje, de aterrizar por consiguiente a un escritor muy distante por legendario e ¿incomprensible?

Tomás Gutiérrez Alea logra enriquecer y hasta estimular el cuerpo plural de lo literario referativo y pasivo acerca de una novela en apariencia solo para una élite intelectual y de especialistas.

Por lecturas continuas y disueltas en revistas y libros solemos entrar en Paradiso. Uno como lector termina engrandeciéndose por cuenta de las anécdotas y hallazgos de amigos o conocidos de José Lezama Lima, de intelectuales avezados que nos muestran otras maneras de leer y entender la novela. Impresiona —sin ánimo de ironía— el muestrario de opiniones ajenas. Sin embargo, lo inquietante de esta obra merece advertirse por iniciativa personal. No queda otro camino si de justipreciar con sinceridad se trata, sabiendo que un libro acontecerá distinto, según vayan incorporándose otras vivencias intelectuales. Esto es una generalidad que concierne y sobrepasa a Paradiso.  No está de más acotarla.

Lo inquietante de esta obra merece advertirse por iniciativa personal. 

Lo barroco simultáneo, la búsqueda del conocimiento por la imagen, “el henchimiento del hombre” por sus vivencias hiperbolizadas, la amistad afianzada en la conversación plural, los desplazamientos físicos por La Habana sentida, ciudad abierta a tanto y a todos. Los cambios internos a escala íntima, el gozo del lenguaje en el renombramiento de la realidad y las peripecias de entenderla por ese asociar mediante la imaginación, lo metafórico, la metonimia… se presentan en la novela cuales tonos, propósitos o conquistas que van dignificando, por pasajes valederos, al púber José Cemí, quien se complementa en la amistad compartida con Ricardo Fronesis y Eugenio Foción, aun cuando no ha hecho su entrada directamente Oppiano Licario.

¿Qué hace José Cemí? Ir tomando del mundo, por preferencia y oportunidad, una parte de su sustancia a fin de asentar un procedimiento poético que precisará luego compartirse. El encuentro con la imagen no es el de la eterna búsqueda o el del descubrimiento virgen, tampoco el de la mera contemplación, sino el de saberse atraído ya para un contacto que te quiere consciente, pues exigirá de ti colaboración. Se existe casi como otro más, pero vivir, como diría Oscar Wilde, “es lo más raro que hay en el mundo”, porque supone un empeño por diferenciarse y entenderse como hombre inusual y creador resuelto. “Solo lo difícil es estimulante”.

¿Qué nos queda si pretendemos apartar un instante la narración, las situaciones que movilizan y especifican los personajes de Paradiso? ¿Acaso la dramaturgia de muchos temas recorridos y pendientes?  Puede ser. Pero está el lenguaje como principio y medio, expresión y atractivo mismo. Será prudente regresar a este clásico mayor de la literatura hispanoamericana en diferentes etapas de nuestras vidas.