Mis Habanas

Ricardo Riverón Rojas
20/11/2018

Yo, habitante del interior de Cuba, he estado en muchas ciudades que se llaman La Habana: todas distintas, llenas de sorpresas; delirantes las últimas, aún glamurosas las primeras; cada una testimonio de su tiempo.

Con 17 años, en 1966, conocí a mi primera Habana. Aquella era una ciudad llena de restaurantes, fondas, cafeterías, lumínicos, ómnibus Leyland cuyo costo era de cinco centavos, y si usted pedía transferencia para otra (un trasbordo) el precio subía a siete. Luces nocturnas, night clubes, músicas que flotaban en todos los aires. Y siempre el mar recordándonos que en aquella Habana podían navegar todos los sueños. Bola de Nieve tocaba en Monsegnieur, José Antonio Méndez cantaba en el Saint John, Meme Solís y su cuarteto en el Capri, y en La Zorra y el Cuervo era posible embotar con el jazz los cuatro sentidos que no son el oído. Las noches no dividían los días en unos y otros, pues el tiempo era continuo. Recién inaugurada estaba la heladería Coppelia, y mi especialidad preferida era la Canoa India, donde mi paladar de niño campesino, devenido adolescente, remaba hacia el ensueño sin añorar otro buque de mayor o mejor calado. Se celebraba la Olimpiada Mundial de Ajedrez en el Hotel Habana Libre, y ver a Bobby Fischer a dos pasos de mí me confirmó que los extraterrestres sí han visitado la Tierra.

Hotel Habana Libre. Fotos: Internet

En 1977, con 28 años cumplidos, tuve otra temporada en la ciudad. El brochazo aplanador de la Ofensiva Revolucionaria de 1968 había hecho desaparecer, como abducidas por la Nada, las fondas, los puestos de fritas, el trasbordo de los ómnibus (y casi los ómnibus), pero mi estancia en aquella Habana estuvo marcada, más que por la permanencia en la ciudad, por las fugas a las cercanas playas de Guanabo y Santa María del Mar, donde el mar, efectivamente, aún tenía visos de santidad, con ese azul sedante que en ningún otro sitio del mundo he visto nuevamente. Aún sonaban los ecos de dos de las canciones que más me han gustado entre las muchas dedicadas a la ciudad, ambas interpretadas por el cuarteto Los Zafiros: “Hermosa Habana”, de Rolando Vergara (Habana, a ti llega mi canto / como el gemir de violines / que solo tocan para ti), y “Canción a mi Habana”, de Tania Castellanos (Qué hermosa es mi Habana, al caer el sol, / bordeando la costa hacia el malecón. / Camino del túnel, en música el mar / su melancolía me quiere llenar). En los círculos sociales de las playas de Marianao se bailaba el mejor casino del mundo (y hasta el chachachá todavía), con los Van Van, la Aragón, Félix Chapotín, la Ritmo Oriental… Y la esquina de L y 23 se comunicaba directamente con el centro del Universo.

En los años ochenta, ya con los 40 rondándome por dentro y por fuera, recorrí frecuentemente una ciudad que aún, pese a las incertidumbres, gozaba de su ángel. Me detuve muchas veces, acompañado por poetas y —¡no faltaba más!— poetisas, en el bar Monserrat, que a pocos metros del Parque Central lucía su comatoso lumínico. Allí, entre algunos rones y la ingenua certidumbre de que la poesía nos salvaría de todo, nos atolondró la noción del tiempo (me refiero al tiempo histórico) y hasta nos ilusionamos con que todo seguiría como siempre, que la reconstrucción del alma, y no el pragmático sobrevivir, seguiría siendo la joya de nuestra corona, pese al derrumbe de casi todo lo que la sostenía. ¡Cuánto nos faltaba por ver y comprender lo que iba a ser La Habana, lo que ya no era! Asistimos, en septiembre de 1989, al Festival de Poesía de La Habana, con sede en la Casa de las Américas y una serie de lecturas nocturnas y delirantes en la sala teatro Bertold Brecht. Despedíamos así la década, con la cual se irían volando (o arrastrándose) las mejores utopías. Los noventa acechaban, con el llamado período especial como prueba traumática.

Ya en 1993 y 1994 La Habana era un lugar adonde solo íbamos —los de provincias— a gestiones impostergables, en tren lechero, con desgano y conciencia de un eclipse. Para los habaneros (aunque no solo para ellos) fue la época de los apagones de 12 horas, del cierre de los mercados, periódicos, editoriales, restaurantes; de los ómnibus con frecuencia superior a la hora y luego devenidos adefesio rodante al que se le llamó “camello”, de la invasión del dólar, de los secuestros de la lancha de Regla con el descabellado propósito de llegar al sur de la Florida, de ver a la gente fabricando precarias balsas en el Malecón —custodiados por la tolerancia de los guardafronteras— con el propósito de que los rescataran en alta mar y enviaran a Guantánamo, con meta final en Estados Unidos. Todo aquello trajo como amargo colofón lo que desde el exterior llamaron “maleconazo”. Recuerdo haberme sentado por esa misma fecha, en ese mismo Malecón, una noche en que todavía pensaba (como pienso aún, pero con variantes) en un futuro parecido a la vida, con el diagnóstico de “gente normal” para todos mis compatriotas.

Malecón de La Habana

Lo que vino después ya se conoce: La Habana es una ciudad que se niega a morir, que muere y resucita, aunque quede la herida que su “oscuro esplendor” cicatriza dolorosamente. La puntillosa y laboriosa restauración, capitaneada por Eusebio Leal, historiador de la ciudad, mantiene a toda costa su filosofía de terapia intensiva para el casco histórico. Y aun más allá.

Hay muchas Habanas que no conozco: la que vivió José Martí, por ejemplo, la de los primeros 50 años del siglo XX, con sus brillos, grises y tinieblas políticas, económicas y culturales. La Habana tiene más historia que la que alcanza a leer cada una de las vidas que la han recorrido. La Ciudad de las Columnas de que hablara Alejo Carpentier, la única donde —según sus declaraciones— José Lezama Lima lograba respirar, la que pintaron Amelia Peláez y René Portocarrero, con sus cuadros, y Jorge Mañach y Eladio Secades con sus crónicas —entre otros muchos artistas que la han magnificado— es una ciudad inabarcable.

Comenta la periodista Josefina Ortega, especializada en temas históricos: “La historiografía recoge varios momentos de la fundación de La Habana, desde que —según asegura la más popular de las leyendas— cincuenta hombres seleccionados por Diego Velázquez se establecieron, en un territorio llamado por los nativos Abana, en la costa sur de la Isla en fecha que unos precisan el 5 de julio de 1515, otros el día 25 del mismo mes y año, y hay quien recoge el año del señor de 1514”.

En torno al nombre, la fecha y lugar de fundación, aunque hay un gran laberinto de versiones, existe un aparente consenso que señala tres sitios de fundación: un primero —tal como afirma Ortega— en la costa sur, quizás donde hoy localizamos el Surgidero de Batabanó; luego —se dice— este fue trasladado a la desembocadura del río Almendares, en el actual barrio de El Vedado; y finalmente, al abrigo de una bella bahía de bolsa y alrededor de una ceiba donde hoy se sitúa el llamado Templete. El 16 de noviembre de 1519, con la celebración de la primera misa y el primer cabildo en esta locación de la costa norte, se declaró fundada la villa de San Cristóbal de La Habana, devenida capital colonial en 1589. En la actualidad aún los investigadores trabajan para determinar el sitio exacto de su origen.

La Habana tiene lugares y figuras emblemáticos, pero si me viera forzado a escoger, no dudaría en darle mi voto al Malecón, sobre todo cuando el sol se pone, y más tarde, cuando en las noches todos los fantasmas de la ciudad le regalan su bohemia. La fortaleza de San Carlos de la Cabaña, cuya construcción demoró tanto que el rey Carlos III solicitó un catalejo para verla desde el Palacio Real, pues una edificación que demorara y costara tanto debía verse desde Madrid, es otro de mis sitios preferidos. Tanto esta como el Castillo de los Tres Reyes del Morro y el de San Salvador de la Punta, que se edificaron para proteger a la ciudad de la furia de corsarios y piratas —ensañados con ella por ser el punto donde se concentraban los navíos del Nuevo Mundo para trasladarse, ahítos de riquezas y custodiados, hasta España— son también lugares que me hacen sentir la juventud de los siglos. Gracias a ellos La Habana se llegó a considerar la ciudad mejor fortificada de los nuevos confines americanos. No obstante, tal condición no impidió que en 1762 los ingleses la sitiaran, tomaran y mantuvieran ocupada hasta mediados de 1763, fecha en que la devolvieron a los españoles a cambio de la Florida.

El Palacio de los Capitanes Generales, el del Segundo Cabo, la Plaza de Armas y la de San Francisco, la Plaza Vieja, la de la Catedral, con iglesia incluida, junto a las calles adoquinadas y el espíritu alegre caracterizan a la hoy llamada Habana Vieja. Se considera este centro histórico como uno de los conjuntos arquitectónicos mejor conservados de América. Según consigna el sitio cubano Ecured, posee 88 monumentos de alto valor histórico-arquitectónico, 860 de valor ambiental y 1 760 construcciones armónicas.

Palacio de los Capitanes Generales, Plaza de Armas

Todos los cubanos somos habaneros, metonímicamente hablando. Cuando, en otros confines del mundo las fronteras internas se borran del corazón, pensamos en Cuba y nos sentimos de La Habana; desaparecen muchos resquemores. La Habana nos representa, a veces más como leyenda, pero también por su imponente presencia, pese al deterioro ambiental y constructivo de muchos de sus barrios, con ese mar que con cada embestida nos suplica reinaugurarla de los ojos hacia adentro.

Habrá otras Habanas, que espero visitar cuando la vida no sea tan solo recuerdos. Un día en que quisiera reencontrarme con todos los hermanos ausentes y presentes para cantarle a la nueva ciudad. Por ese día espero, con ese día sueño, en ese día pensaré siempre, poco importa si sentado en el Malecón, en la Gran Vía de Madrid, sobre el lago Maracaibo, frente a la catedral de San Basilio, o en el Zócalo de México D.F.