Misterios y pequeñas piezas: voces que vuelven

Roger Fariñas Montano
27/11/2018

Primavera, 2018. Camino junto a Abel González Melo hacia el campus de la Universidad Carlos III de Madrid en Puerta de Toledo. Falta poco más de una hora para que comience nuestra conferencia, así que nos sentamos en una terraza frente al edificio y pedimos algo de beber. Carlos Celdrán nos ha enviado su nueva obra, Misterios y pequeñas piezas, y es el momento oportuno para descubrirla.

 Foto: Internet
 

Encendemos la laptop y comenzamos la lectura. Confieso que las páginas iban pasando y suscitaban sensaciones raras de júbilo y efusión, pero también de miedo y delirio. Todo a la vez y de golpe. De pronto Madrid ya no se me parecía a Madrid, podía ser cualquier otra ciudad, París o incluso La Habana; no podía pensar solo en la voz de Carlos ni en las líneas que dejaba atrás, sino en que eran las voces de sus maestros, generaciones de maestros del teatro cubano, del mundo.

Luego, cuando llegué a casa, le envié un mensaje a Carlos diciéndole que me había encantado su obra. Él nunca supo, hasta ahora que me puede estar leyendo, todo lo que su texto me sacudió emocionalmente.

Otoño. Es 3 de noviembre y en La Habana acaba de suceder el estreno mundial de Misterios y pequeñas piezas, escrito y dirigido por Celdrán con su grupo Argos Teatro. Aún conmocionado tras las dos primeras funciones escribo estas líneas con la dicha de acompañarlos en el acto de evocar el verdadero arte y escuchar, como especie de cómplice ante un pacto macabro, estas voces delirantes que vuelven y tienen la capacidad de sofocar el deseo.

Carlos Celdrán posee un lugar privilegiado y bien merecido en el panorama teatral cubano, tanto por su labor de director como por la de docente y dramaturgo. Con Misterios y pequeñas piezas se aparta del mordaz tema de la diáspora familiar, abordado en su primer texto, Diez millones (https://www.lajiribilla.cu/articulo/uno-de-10-millones), y los desmanes políticos que suscitó en los 70 aquella histórica zafra que le sirvió de contexto para, de manera muy particular, ubicar el relato de su familia. Aquí el autor quiso “borrar las huellas, los nombres propios, la confesión propiamente dicha, el retrato biográfico, y dar espacio a la ficción, a la fabulación”, tal y como aclara en las notas al programa.

Sin embargo, Misterios y pequeñas piezas es una minuciosa reconstrucción de la memoria sensible, un exorcismo de aquellas múltiples voces que acompañaron durante años al autor en su firme idea de hacer teatro. He ahí una virtud del texto y del montaje, la de implicar al público en una especie de sentido común abstracto para sacar a la luz momentos elípticos de la memoria colectiva y así poder dialogar sobre y desde el teatro: sus estados de ánimo, su fascinación y sus abismos. Me parece acertado que se desdibujen los límites entre lo que es real y lo que es ficción, lo que vivió el autor y lo que reinventa en su escritura dramática.

Celdrán afirma a modo de sinopsis que la obra, que toma prestado el nombre de un espectáculo del Living Theater y homenajea a aquellos actores deslumbrantes, es una fábula donde “un joven lucha por encontrar su lugar en el oficio que lo salvará y le permitirá entender, revisitar, a sus maestros”. En el relato, A, estudiante de teatro (Daniel Romero) —intuyo que el alter ego del autor—, es ese joven que en sus inicios en el oficio tiene la oportunidad, no exento de molestias, de beber del magisterio del Director de teatro (Caleb Casas) y Ella (Yailín Coppola), dos importantes maestros de generaciones.   

Me interesa tratar aquí algunos temas centrales que gravitan alrededor de esta síntesis provocativa del autor, por el modo en que los recrea como telón de fondo de temáticas puntuales, como es el caso de la parametración a artistas, en la imagen del Director que se ve frustrado y en proceso reformativo bajo intensa presión. En medio de toda la incertidumbre, y de su relación con sus discípulos, que el autor insiste en nombrar A, B y C–estos dos últimos, asumidos por Víctor Garcés y Abel López, respectivamente–, también se aborda la sexualidad, especialmente la homosexual, llevada al límite porque se parte de un suceso trascendental: la noticia de que han sido detectados los primeros contagiados del SIDA en el país, y la existencia de una larga lista de nombres implicados como posibles contagiados. Estos temas vienen a conformar el anillo caótico que sustenta la ficción, poniendo el dedo sobre la llaga en sucesos que, regidos por un orden superior, sembraron —siembran en el momento de la representación— el temor en la juventud cubana y amenazaron con desestabilizar sus ideales.

Por tal motivo el espectador aquí no es un ser pasivo, se comunica sensorial y afectivamente con los códigos intertextuales de la representación. Estos actores, afinados por Celdrán, se distancian y rompen la cuarta pared para dialogar con el público, que pronto se sentirá observado, invadido, extirpado de su zona de confort, de su condición de simple espectador.

Y es que el autor-director transmuta y poetiza la realidad, logra evocar rostros y voces resignadas al anonimato y les brinda la oportunidad de encontrar un orden, un estado de civilización en el que desenmascarar, al menos durante el tiempo que transcurre la función, sus verdaderas identidades y conflictos. En el dilema entre lo que es real y lo que es ficción, en medio de escenas que recrean el ambiente teatral, donde el maestro hace ejercicios de actuación con sus discípulos y los alecciona, o en fuertes confrontaciones entre los propios teatristas, específicamente entre el Director de teatro y Ella en el “Festival de teatro”, donde lo justo es una cuestión de criterios y posiciones, los actores, los reales, penetran, como sugiere Meyerhold, detrás de la máscara, detrás de la acción en el carácter inteligible de la persona, para así poder distinguir su máscara interior. Actores que se dejan la piel y nos regalan retazos de sus propias biografías cada noche en cada presentación, responsables de crear personajes que luchan con —y aspiran a escapar de— los miedos.

Me parece de particular relevancia la enigmática relación entre el Director de teatro y el Siquiatra —alternan en este rol José Luis Hidalgo y Waldo Franco—, quien cuida-vigila-medica-controla al maestro. El médico es una especie de confidente impuesto al artista para que “organice” sus pensamientos sediciosos y ponga orden a sus ideales. La cuestión, el to be or not to be de este relato, es que el siquiatra-amigo-confidente lo acompaña hasta sus últimos momentos internado en el hospicio donde el intelectual, que una vez tuvo sueños y caminó a pie por el mundo, ahora pasa una vejez tranquila, controlada. En definitiva, lo que sabemos (¿nos hacen ver?) es que esta suerte de agente se implica afectivamente con su paciente, lo admira por su filosofía de vida y cultura, y por eso lo sigue visitando, le propicia la medicación, conversan y juegan al ajedrez. Pero lo fascinante es interpretar lo oscuro, lo oculto, aquello que no vemos a través del manto de la falsedad, y que la puesta en escena evidencia con maestría.  

Misterios y pequeñas piezas es un relato que en su resolución escénica potencia fuertes estacazos de existencialismo, provecho de su elocuente forma expresiva —mediante el cruce de diálogos y momentos en que se coquetea con lo narrativo–, que se perfecciona en el montaje gracias al trabajo de orfebrería, minucioso y minimalista, de la escenografía, imágenes y gráfica de Omar Batista, el vestuario de Vladimir Cuenca, las luces de Manolo Garriga y la banda sonora concebida por el propio Celdrán.

Una satisfacción de este montaje es la gesta de los actores. Un elenco equilibrado, unos más experimentados que otros, pero nivelados en lo somático y lo energético. Me detengo en la magistral intervención de Caleb Casas, quien encarna al Director de teatro y alcanza la máxima del maestro Vicente Revuelta de que el actor tiene que ser alguien extraordinario. Aun sin poder distanciarme demasiado de la emoción de estas primeras funciones, puedo decir que me sentí acompañando a su personaje en este viaje y haciendo el camino de Santiago, viajando a la semilla de su esencia espiritual e intelectual, sus abismos, tomándonos la libertad de hacer un pacto de biografías soberbio entre actor, personaje y espectador. Así como se sintió el Director de teatro frente al espectáculo del Living Theater, me sentí atravesado por la mirada de este actor que me transformó la vida. “¡Qué vida, qué fuerza la de este actor!”. Solo por esto ya ha valido la pena.

Misterios y pequeñas piezas no cede ante la naturaleza de su acritud. La sensación al salir es de un fuerte estremecimiento. Como si a una voz parafraseáramos, tanto Celdrán como los actores, usted y yo, el sabio proverbio bíblico: no gemiremos al final de nuestras vidas, cuando nuestros cuerpos y carnes se hayan consumido, ni diremos “¡Cómo aborrecí la disciplina, y mi corazón menospreció la reprensión!”. Escuchemos, sí, la voz de los maestros, y ante los que nos enseñan, inclinemos nuestros oídos.

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