Los italianos no se resignan a perder de vista a Alberto Moravia. Es una noción compartida por los que lo conocieron y los que no; sentimiento que trasmiten de una a otra generación y lo hacen saber a quienes, desde otras latitudes, tomamos el pulso a la vida cultural de la nación peninsular europea.

Las librerías abiertas tras el sacudón de la pandemia del coronavirus que no cesa, y las plataformas digitales en boga, promueven nuevas ediciones de los cuentos del autor romano y renace el interés por una novela suya que bordeó los límites de la permisibilidad moral, Agostino (1944).

Más no se trata únicamente de su jerarquía literaria. En estos días se le tiene como una referencia ineludible a la hora de valorar el legado de quien fue uno de sus grandes amigos, el cineasta y poeta Pier Paolo Pasolini. Es que cada vez que Pasolini vuelve a la noticia, como hace apenas unos días cuando La Habana acogió la Semana de la Cultura Italiana en Cuba, en que el poeta y cineasta estuvo en la agenda de los homenajes, Moravia asoma entre interrogantes.

“Moravia es Italia, pero sobre todo una ciudad, Roma”.

Como la que plantea por qué, siendo Pasolini tan cercano a sus emprendimientos intelectuales, al punto de fundar juntos en 1953 la revista Nuovi Argumenti, el cineasta no llevó a la pantalla ninguna de las narraciones de Moravia, algo que hicieron Vittorio de Sica, Luigi Zampa, Mauro Bolognini. Bernardo Bertolucci y el francés Jean LucGodard.

La oración fúnebre con que Moravia despidió a Pasolini ha pasado a la historia. Allí dijo unas cuantas verdades como estas: “Hemos perdido a un semejante. Alguien que se alineó con nuestra cultura, al lado de nuestros mayores escritores, de nuestros mayores directores de cine. Un elemento esencial de cualquier sociedad. Cualquier sociedad habría estado contenta de tener a Pasolini en sus filas. Hemos perdido, por encima de todo, a un poeta. Y poetas no hay tantos en el mundo. Solo nacen tres o cuatro en un siglo. Cuando termine este siglo, Pasolini estará entre los pocos que contarán como poetas. El poeta debe ser sagrado”.

Moravia es Italia, pero sobre todo una ciudad, Roma. Nació en ella en 1907 y la palpó en su atmósfera, sus tránsitos de ánimos y épocas, y los vericuetos más profundos. Quien quiera penetrar en la ciudad que padeció la dictadura fascista y respirar el irrenunciable aire de libertad que de un modo u otro manifestaban sus habitantes, debe leer La romana para comulgar con el espíritu incombustible de su protagonista, una mujer de la calle llamada Adriana. Puede que hasta le ponga el semblante de una rutilante Gina Lollobrigida, quien la asumió en 1954 en la película de Zampa que le dio vuelta al mundo.

En Roma deviene punto de peregrinaje la casa de Moravia, en la que vivió sus últimos 28 años, frente al Tíber y a un costado de la Plaza del Fante. Por fuera, gusta; por dentro fascina por la cantidad de cultura acumulada, estantes repletos de libros —la guía dice que suman más de 12 000— y la colección de objetos, documentos y retratos que hablan de la eterna curiosidad de su dueño, de sus amores e inquietudes, pero sobre todo de su irrenunciable condición romana. Visible sobre una repisa, el libro que redactó sobre el viaje a la India, al lado del que Pasolini escribió acerca del periplo que ambos emprendieron junto a Elsa Morante, esposa en ese entonces de Moravia.

Alberto Moravia junto a Pier Paolo Pasolini. Foto: Tomada de Rome Central Magazine

Para descubrir a un escritor nada mejor que sus libros. Pero ante un autor con más de una veintena de títulos en el terreno de la ficción y otros tantos de crónicas y reflexiones, la mayoría traducidos al español, no resulta ocioso orientar la aproximación a algunos de los hitos imprescindibles de su carrera. Además de La romana, para entender a Moravia nada mejor que Los indiferentes, novela de juventud que da el tono de lo que sería su evolución; El desprecio, El conformista, La desobediencia, El amor conyugal y La campesina. Debe hacerse una escala en Agostino, por le explosiva mezcla de erotismo y rebeldía social. Y tendrá que recalarse al final en El tedio, novela que para el español Manuel Vázquez Montalbán representa el hastío vital que poco tiene que ver con la asepsia moral del conformismo.

Una buena razón para, como suscribí al comienzo de esta nota, no perder de vista al fecundo autor romano, la ofreció el muy reconocido semiólogo y novelista Umberto Eco: “No ha desaparecido uno de los grandes viejos del siglo. Moravia fue hasta el final un gran joven. Vivía, se indignaba y se alegraba como si tuviera 20 años. Cómo ha podido conciliar esa energía y las ganas de vivir con el aburrimiento que proclamaba a cada instante se lo ha llevado como un secreto. Moravia se aburría de verdad, pero quizá como reacción era un goloso de experiencias, encuentros, viajes. Unas ganas de vivir contra todo”.