Muestra Joven ICAIC instaura revelaciones

Joel del Río
11/4/2018

Entusiasmo, desilusión, polémica, iconoclasia, reminiscencia, apasionamiento, y finalmente tranquilidad por la certeza del evento cumplido, realizado, fueron algunas de las substancias que adornaron la Muestra Joven del ICAIC, ocurrida del 3 al 8 de abril, en torno a las salas cercanas a 23 y 12. Hablo de tranquilidad y certeza porque, este año, al igual que a lo largo de los últimos 17, el evento logró “sentir el pulso” de las realizaciones emprendidas por los jóvenes y difundir sus obras, en esta corta medida que la Muestra significa, además de “estimular el conocimiento y la reflexión, así como potenciar el diálogo entre las diversas generaciones”.

Muestra Joven del ICAIC
 Los perros de Amundsen, documental premiado, logra una posición prominente
dentro de las menguadas filas del cine experimental cubano

 

Hubo mucho que escuchar y aprender, debatir y cuestionar, entre los jóvenes que asistieron a la Muestra, y entre aquellos otros, los cientos de ausentes, insatisfechos con el cine cubano, y al mismo tiempo, reacios a contactar con el relevo, a discutir y apreciar las obras de sus contemporáneos y pariguales. Este año aparecieron, sobre todo, varios puntos de apoyo para levantar la calidad y el prestigio del documental cubano. Sí, así de rimbombante suena, porque así de poderosas resultaron las obras, algunas de ellas bizarramente posicionadas en los umbrales del cine experimental y de vanguardia (Los perros de Amundsen; El proyecto), otras concentradas en ilustrar soberbios retratos de personajes y circunstancias (La música de las esferas; Dos islas; ¿Qué remedio? La parranda).

También se incluyeron en competencia un grupo de ficciones recomendables (Gloria eterna; La especie dominante) reforzadas por la presencia, fuera de concurso, del soberbio y angustiado largometraje de ficción Lobos del este, realizado en Japón por Carlos M. Quintela, el realizador de La piscina y La obra del siglo, quien ahora sujeta sus albedríos estéticos y narrativos a un ecumenismo que asombra e impresiona por su demarcada espiritualidad, preeminente en Japón o en Cuba. Porque dondequiera que existan seres humanos lacerados por la vejez, los recuerdos, o se sientan invadidos por cierta sensación de inutilidad y desconcierto existencial, Lobos del este puede resultar una obra útil, amén de bellísima en el plano estrictamente formal.

Al adentrarnos en el plano de la competencia concreta, y por lo tanto de los premios recientemente otorgados, habría que comenzar por la ficción, categoría en la cual triunfó, esperadamente, Gloria eterna, de Yimit Ramírez; cortometraje de corte distópico, muy influido por El proceso (el de Kafka y también el de Orson Welles) o por la orwelliana 1984, en una anécdota que intenta ser alucinante respecto a la extremada genuflexión del protagonista ante un poder deshumanizado y totalitario.  Sin embargo, la mayor eficacia de la puesta en escena se relaciona con el otro asunto dominante en Gloria eterna: la cosificación de los mitos y el culto desmedido a los héroes devenidos estatuas, lemas, uniformidad… el mismo tema que inspiró, hace más de cincuenta años, a Tomás Gutiérrez Alea en las primeras escenas de La muerte de un burócrata.

A pesar de que los personajes resultan completamente planos, abstractos y conceptuales (muy poco puede hacer Mario Guerra para volver a demostrar su indiscutible talento) pues devienen instrumentos manipulados rudamente por el realizador para comunicar su tesis, Gloria eterna consigue apelar al raciocinio del espectador con su inteligente, aunque demasiado obvio discurso, sobre ciertos símbolos ecuménicos devenidos universalmente instrumentos de sojuzgamiento y coacción.

En cuanto al documental, el reparto de los premios mayores se dividió entre Los perros de Amundsen; La música de las esferas y El proyecto. Con guión y dirección de Marcel Beltrán, La música de las esferas cuenta el viaje por Cuba que emprenden Regina y Mauricio, una pareja interracial progenitora del realizador. Ellos rememoran cuándo y cómo se conocieron, enamoraron y vencieron mil prejuicios, de modo que Beltrán consigue avenir los desafíos del documental de reflexión introspectiva y memoria, y por ello constata la respiración del tiempo y las significaciones esenciales, y percibe siempre, a través de hermosas composiciones, el tenue horizonte de apremios éticos y sociológicos. Múltiples trazos, voces, sugerencias y lecturas trascienden la autocomplacencia habitual en esta suerte de documentales que los autores consagran al viaje a la semilla.

La música de las esferas fue reconocida como la mejor obra documental de la Muestra junto con Los perros de Amundsen. En esta última, Rafael Ramírez persigue, y consigue, erigir un laberinto-collage, una suerte de arte combinatoria que vincula imágenes de archivo sobre expediciones polares con la recreación esteticista y artificiosa de un accidente mortal ocurrido a un torrero electricista. En el medio y a los lados, habita un piélago de referentes gráficos de la más diversa inspiración, apuntes religiosos, historicistas, casi siempre acompañados por una voz en off susurrante, que aspira a tender distintos velos de misterios sobre una sucesión de imágenes que ya era bastante oscura.

Tales definiciones fueron las que yo pude colegir y tal vez estén muy lejos de las intenciones del autor, quien renuncia, meticulosamente, a cierta lógica narrativa y representacional, para hacer gala de una erudición expuesta, a veces brillantemente, desde cierto caos acumulativo y aleatorio. Habrá muchos, muchísimos espectadores a quienes les parecerá el filme un juego turbio, presumido y fastidioso, otros tal vez admiren los planos estáticos o de acciones ralentizadas, y quizás habrá quien caiga hipnotizado por los efluvios de significados que se escapan justo cuando estás creyendo atraparlos.

Es posible que en nuestro contexto audiovisual tome cuerpo el síndrome RR, que consiste en elogiar desmelenada y acríticamente las obras antiguas y modernas de Rafael Ramírez. Estoy ciertamente convencido que muy pronto entraré a formar parte de tales militancias, por ahora, se impone reconocer la excepcionalidad de Los perros de Amundsen inscrita, desde ya, en posición prominente dentro de las menguadas filas del cine experimental cubano, gracias a la cuidadosa composición y angulación de los encuadres, mayormente estáticos, y al distanciamiento aportado por una banda sonora que repercute extrañamente sobre un acontecer narrativo de por sí metafórico.

La superposición de símbolos de muy diversa latitud e intención —con frecuencia interrelacionados a través de temas tan metafísicos como los poderes omnímodos de la creatividad, la muerte y la fe—, verifica un filme singular, un tanto altanero y obcecado por el vigor indiscutible de su distinción. Nadie podrá negarle numerosas virtudes, la primera: apartarse de estribillos, contingencias, lugares comunes, estereotipos y cotidianidades a que se aferra una buena parte del cine cubano más conocido y reconocido, independientemente de que la Muestra haya premiado ilustres predecesoras como Casa de la noche (2016, Marcel Beltrán) y Memorias del desarrollo (2011, Miguel Coyula).

Rafael Ramírez, y también Alejandro Alonso, se apartan ex profeso de las evidencias discursivas y la narración transparente que rigen la mayor parte del cine cubano, de ficción y documental. Cada uno se desmarca a su modo, y Alonso, en El proyecto (Premio Especial del Jurado, Mejor guion) recalca su capacidad para la autorreflexión y el metarrelato, es decir, comenta su capacidad de inventar  mundos y recrear atmósferas opresivas, melancólicas, y así, elude el registro convencionalmente realista, expositivo, para edificar, desde una visualidad que hilvana lánguidas alegorías, la omnipresencia de una perspectiva nucleada en la primera persona del singular.

Por supuesto que los arcanos visuales y la ruptura, el efectismo pictórico y la disyunción imagen-sonido marcaron pautas en la historia del cine por lo menos desde los años veinte, pero se impone reconocer, entre nosotros, ahora mismo, una cierta necesidad de experimentación visual y sonora, habida cuenta de la perentoria escasez de osadías y ensayos como los realizados por Alejandro Alonso y Rafael Ramírez, ambos distinguibles, sobre todo, por su empeño en revalidar la cualidad artística, y polémica, de sus obras en tanto sutileza que cuestiona e interroga, incógnita perturbadora, retrato de personajes y ambientes vistos con un espíritu más contemplativo que testimonial, en el entrecruce entre documental, ficción y cine experimental.

Todavía en los terrenos del documental, debe hacerse referencia a las menciones que en esa categoría recibieron dos realizadoras, Daniela Muñoz y Adriana Castellanos por, respectivamente, ¿Qué remedio? La Parranda y Dos islas. Esta última se concentra en un personaje y su historia, de modo que sus cuarenta minutos están protagonizados por Elvira, abuela de la realizadora, originaria de Islas Canarias y trasplantada a Cuba desde niña. A la altura de sus 102 años, Elvira intenta evocar la dolorosa travesía, colmada de penas y renuncias, con la ayuda memoriosa de su nieta cineasta.

Recién egresada en la Facultad Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual (FAMCA), Daniela Muñoz Barroso prefirió convocar a varios personajes, implicados con alma, vida y corazón en una de las más reconocibles fiestas populares cubanas. Espectacular ejercicio de antropología visual ¿Qué remedio? La parranda consigue reconstruir al detalle el entusiasmo y la adrenalina que impulsa a los dos barrios que compiten en el reconocido festejo popular. Y por encima de todo, destaca la voluntad de la cineasta y su equipo por participar del convite, sin perder la distancia crítica, lo cual nunca les impidió mostrar en todo su esplendor el jolgorio y los voladores, mientras se confirma el respeto por la costumbre ancestral y patrimonial, o el regusto en el derroche de luces y colores. Porque aun desde la menguada embajada de la ficción, o la muy estimulante del documental, la Muestra Joven también significa la impugnación a las quejas injustificadas, desconocedoras, que le reprochan al cine cubano la existencia de repetitivos estribillos temáticos, y de un lenguaje visual cansino y formulario. Si se conocieran más y mejor las mejores obras que participan en este evento de abril, tendría otro tono la polémica en torno al estado actual de nuestro cine. Pero cuando se juzga solo a partir de las indiscriminadas retransmisiones de ciertos títulos por televisión, pareciera que en Cuba solo se produce determinado tipo de películas. En la Muestra Joven hubo varias obras (muchas más de las que aquí menciono) concebidas desde la imprescindible crítica, la seducción, la excepcionalidad y la extrañeza.