Mujer desde la cueva

Laidi Fernández de Juan
27/4/2020

Además de lo ya dicho, otras muchas cosas suceden en el interior de la cueva. No muchas, rectifico. Ciertos descubrimientos, adaptaciones, y alguna que otra serendipia ocurre, y para dejar constancia de estas peculiaridades, debemos contarlas. Dejo el tema del amor en la cueva para futura estampa.

De pronto, todo debe ser ahorrado. Más que antes, quiero decir. Las mujeres no estamos acostumbradas a escatimar cuando del lavado y cuidado del cabello se trata. En momentos “normales” primero usamos champú —el que más conviene según el pelo y según el precio—; luego, nos aplicamos crema de tratamiento —un ungüento que está en un pote que luego sirve para guardar el algodón de la manicura (tema que merece comentario aparte)—, y al cabo de unos minutos de enjuague con agua tibia, y antes del peinado, toca el turno a la crema anti-rizo, o pro-rizo, o protectora de tintes, según sea el caso. Eso… en tiempo “normal”.

Ilustración: Brady Izquierdo
 

Ahora, como todo amenaza con acabarse sin posibilidad de reposición, y, obviamente, no es cuestión prioritaria, todos los productos se ahorran al máximo, lo cual significa que se usan al mínimo. Y, sorpresivamente, descubrimos que el resultado es el mismo: el pelo queda igual con una gota de cada cosa, o incluso con solo dos de los tres productos. O con uno solo. O sea, que nos enteramos de que llevamos años gastando fortunas y tiempo, y resulta que los cabellos responden siempre mal. En otras palabras: no estábamos mejorando nuestro porte y aspecto. Solo consumíamos dinero en ilusión, tal como advertían los maridos, aunque pagáramos nosotras. Los tintes ocupan el sitial de honor de lo superfluo. Y, por supuesto, al no ser posible acudir a una peluquería, ni comprar coloraciones artificiales, decidimos dejar que las canas pululen. Ya era hora de que los químicos nos dejaran en paz, dirán los pelos. Y cada quien lo tiene como la naturaleza decidió.   

“Como todo amenaza con acabarse sin posibilidad de reposición, y no es cuestión prioritaria, los productos
se ahorran al máximo, lo cual significa que se usan al mínimo”. Foto: Internet

 

Pintarse las uñas, suavizar manos y pies, en fin, hacerse “la manicura y la pedicura”, es cosa del pasado. Tampoco es imprescindible, de modo que entre la ausencia de clientas y de especialistas dispuestas a jugarse la vida por dos pesos, y el continuo uso de cloro, de higienizante, de hipoclorito al 0.5%, de guantes, y el obsesivo lavado de manos, las cuatro extremidades de nuestro cuerpo muestran uñas camino a la transparencia y a la fragilidad irremediables. El hecho de descubrir que llevamos más de cuatro, o más de cinco, o más de seis décadas lavándonos mal las manos, es algo pavoroso. A estas alturas de la vida, que expertos en la materia tengan que mostrarnos en videos didácticos cómo es el correcto aseo de nuestras manos, produce ganas de llorar. Yo miro a mis pulgares y les pido perdón. Al igual que a las palmas de las manos, pobrecitas partes de nuestro organismo a quienes manteníamos sucias, creyendo que nunca se darían cuenta. Ahorita sale un libro de cómo debe limpiarse el ombligo, es cuestión de paciencia. Las sandalias, por su parte, deben estar al iniciar una protesta. Porque nunca habíamos hecho tanto caso a las suelas, y ahora, hay que frotarles cloro u otro desinfectante no más regresamos de pasear por el portal, o volvemos de la tienda.

Observar las tendederas en estos días, parece algo de la revista Punch. Si antes mostraban las conocidas sábanas blancas, hoy pueblan los cordeles, sandalias, chancletas y tenis ahorcados con palitos, nasobucos de diferentes colores, tallas y modelos (los hay de andar por casa, de salir a la farmacia, existen combinaciones infinitas), además de jabas, carteras, monederos, todo lavado con fruición. He visto periódicos puestos al sol, recibos del gas, cuentas de la luz, nylon, caretas de soldadores, gorras: un conglomerado de adminículos que nunca antes conocieron la esencia de una lavandería, ahora son expuestos en la tendedera, antes de ser usados, leídos o analizados. Como si el camarada Sol fuera una bola clorada, mágica, todopoderosa. Es cuestión de fe.  

 Si las tendederas antes mostraban las conocidas sábanas blancas, hoy pueblan, entre otros objetos, los nasobucos
de diferentes colores, tallas y modelos. Foto: Tomada de Venceremos

 

Otro tema lo constituyen el aroma y el ruido ambiental. Hasta hace pocos meses, el aroma del café nos despertaba, y el sonido de la válvula de la olla de presión, junto al olor que salía, indicaba que en los altos se hacían chícharos; al lado nuestro, frijoles colorados, y de nuestra cocina se desprendía el olor característico del arroz amarillo, o de rositas de maíz. Ahora, todo huele a salón quirúrgico mezclado con piscina. A desinfectante, a cosa agresiva pero superhigiénica. Y se escuchan los ruiditos de los spray, de los clásicos aparatos de flit, el racarraca de los cepillos de lavar, y el chapoleteo que produce pisar frazadas embadurnadas en soluciones antisépticas.

Los que fuimos becados durante varios años, sabemos que un tubo de pasta dental, por ejemplo, es infinito. Que luego de ser exprimido hasta su empuñadura, siempre quedan restos cerca de la tapita, y que, en todo caso, es posible abrirlos por detrás: siempre habrá material disponible. Y que un jabón de baño, aparentemente consumido, recobra parte de su forma al calentarse en un jarro, aunque, como es lógico, adquiera forma de jarro. Los desodorantes, por su parte, también tienen sus trucos: los que son atomizadores, duran para siempre. Si se les acaba el producto antitranspirante, no importa, el vientecito que exhalan sirve igual, y los otros, de bolita, de barra o en crema, por el estilo. Es cuestión de autosugestión.

“Sabemos que hay que comer lo que haya, lo que queda, lo que se pueda, sin remilgos”.
 

Y sabemos que hay que comer lo que haya, lo que queda, lo que se pueda, sin remilgos, como ahora. Espaguetis sin queso ni puré de tomate, pan de dos o tres días después de su fecha de caducidad, agua con azúcar prieta, lechuga sin aceite, y café recalentado. Y, por último, está el tema de los medicamentos. Ninguno vence, para empezar. Mi amiga Hilda está utilizando salbutamol del año 2015; Fefa mejora la mala digestión del pan viejo con metoclopramida en gotas con fecha 2017, y me alivio la migraña con paracetamol expirado hace más de cuatro años. Los llamados “amansalocos” por mi amigo Víctor, o sea, ansiolíticos y antidepresivos, resultan igualmente eficaces si se consumen a la mitad de la dosis recomendada, y sin mirar la fecha de caducidad. Es cuestión de ahorro. Hablando en plata, no es tiempo de ceremonias, ni de ponernos “mikimiki”: si para salvar la vida hay que adaptarse a nuevos hábitos, pues que así sea. No tendremos una segunda oportunidad. Y, en caso de que la tengamos, ya habrá tiempo para retomar las costumbres. Por el momento, a quedarse quietos en base. O sea, en la cueva, como la virgen de ojalá que llueva.