Múltiples rostros de la plástica holguinera

Erian Peña Pupo
24/12/2020

Dos exposiciones —además de Espacios compartidos II, de Eduardo Leyva, en el Centro Provincial de Arte— destacan en el contexto plástico holguinero con el protagonismo de los jóvenes creadores: Rostros, de Aníbal de la Torre Cruz, expuesta en la sala Fausto Cristo de la sede provincial de la Uneac; y Azul y Gris, en el espacio galérico El Zaguán, perteneciente al Fondo Cubano de Bienes Culturales. A ambas nos acercamos, al ser muestras que, desde sus peculiares poéticas, exploran las posibilidades del retrato.

Aníbal de la Torre, las puertas (los misterios) de la fe y el arte

“Autorretrato”, de Aníbal de la Torre. Fotos: Cortesía del autor
 

Aníbal De la Torre posee una poética reconocible a vuelo de águila en el panorama visual holguinero y, de por sí, cubano. Basta con detenerse frente a una de sus piezas para darnos cuenta que, si bien cada una es diferente, estos rostros que ha captado exploran idénticos temas y, al mismo tiempo, dan cuerpo a una singular cosmovisión: el individuo (el creador) que asume la fe en la religión yoruba y que la expresa mediante el arte.

Palpamos —como si estuviéramos escudriñando, buscando algo más allá— esta simbiosis (fe/arte) en la muestra Rostros, expuesta en la galería Fausto Cristo de la sede provincial de la Uneac en Holguín, donde Aníbal reúne trece piezas en gran y mediano formato que nos reafirman, en primer lugar, su capacidad como dibujante y retratista —a partir de un trazo conciso, una línea depurada e impresionista— y la intención de capturar ese “algo más” que buscamos y encontramos en la fuerza del rostro.

“La espera”, de Aníbal de la Torre.
 

Sus rostros (literalmente las deidades yorubas, los Orishas, se llaman “dueños de la cabeza”) no son meros retratos, son reflejos del alma; digamos, más bien, una especie de puente entre quien nos observa desde el lienzo y quienes, desde este lado del umbral, intentamos comprendernos a nosotros mismos. Aníbal ha ido consolidando su mirada —fraguándola, mirándose a sí y, claro, encontrándose en las posibilidades de esta mixtura— luego de las búsquedas a las que se somete todo artista y del crecimiento que han resultado sus muestras anteriores (unas quince personales y, además, un promedio de 80 colectivas, nacionales y foráneas).

Las obras de Aníbal, las miradas que nos observan, reflejan sus estados de ánimo, atrapan —cuestión difícil, sin dudas— la espiritualidad que los asecha: los miedos, las alegrías, las esperanzas… que perviven en cada cual y que dan cuerpo a la cosmovisión del artista. Para esto el creador conjuga elementos propios de la religión yoruba como clavos de línea, garabatos, herraduras, caracoles y girasoles que se “estampan en el fondo plano de colores pastel y que, a la vez, contrastan con el cinturón escapular, contenidos en un pequeño espacio abstracto con tonos sienas, sepia, negro y blanco, colores que he venido sistematizando en las muestras anteriores”, comenta el artista, graduado en la Escuela de Instructores de Arte (2004) y de Estudios Socioculturales en 2013.

“Trance (II)”, de Aníbal de la Torre.
 

Otra cuestión evidente en su obra —además de que su pequeña hija y su esposa, la también creadora visual y curadora de esta muestra Annia Leyva Ramírez, sean modelos en algunas de las piezas, como “Madona con Iré” y “Musa de luz”— es la frecuente autorepresentación, la mirada hacia el propio yo y sus interrogaciones: “Casi siempre estoy así, de manera evidente, como reflejo del individuo que asume la fe en la religión yoruba”, asegura quien nos mira desde la portada del catálogo (“Autorretrato”) o desde el cartel de la exposición (“Roseado de fe”).

El culto sincrético no es excusa en estas piezas, es asunción de fe, marca de poética, simbiosis de rostros / fragmentos de alma con elementos de la cultura yoruba. Así lo dibuja o inserta Aníbal: como complementos (caracoles, yute) en las obras, tomando en cuenta que desde África llegó a América en los barcos cargados de esclavos una cultura que, en el transcurso del tiempo, sincretizó religiones preexistentes de base africana, con el cristianismo y la mitología amerindia, entre otras.

“Los rostros desde el lienzo invocan a penetrar en el misterio más insondable”, escribió en las palabras del catálogo el escritor José Conrado Poveda, y a este misterio nos convida Aníbal con la seguridad de que un rostro no es una ventana, es una puerta abierta con el riesgo de que, frente a una de estas piezas, nos encontremos nosotros mismos.

Ramón de Jesús Pérez de la Peña y la sencillez impresionante del azul y el gris

“Chica en azul (II)”, de Ramón Jesús Pérez de la Peña.
 

Con Azul y Gris, expuesta en la galería El Zaguán, del Fondo Cubano de Bienes Culturales (FCBC) en Holguín, el joven artista holguinero Ramón de Jesús Pérez de la Peña realizó, luego de aparecer en varias muestras colectivas, su primera exposición personal.

Toda primera muestra personal marca un antes y un después: es una especie de parteaguas que pone una obra que hasta ese momento ha formado parte de la curaduría de un proyecto colectivo, a ocupar un sitio privilegiado, mostrar un corpus propio. Y toda primera muestra es una osadía, una interrogante, una búsqueda en la que el artista se “ofrece” y se expone a la mirada acuciosa de quien escudriña en la propuesta que nos ofrece.

“Cronos”, de Ramón Jesús Pérez de la Peña.
 

Ramón de Jesús salió airoso en este primer juego (apuesta) de colores y texturas, ese espacio de confluencias de rostros y formas expresivas que es su primera exposición. En Azul y Gris (colores psicológicamente fríos y en el caso del azul, primario) predominan dos líneas, que al mismo tiempo se complementan en una sola poética: por un lado los retratos y por otro la pujante fuerza de sus abstracciones. Sus obras son rostros mayormente femeninos, como sacados de revistas o sesiones de fotos, como modelos que posan desprejuiciadas frente a él, sabiendo que “atrapará” la sensualidad de los ojos, el labio insinuante y procaz, la levedad del momento, la fragilidad del cuerpo, la osadía… Pero al mismo tiempo, estos rostros femeninos evaden el kitsch de la primera mirada, para cargarse de complementos, de manchas de color, de relieves y mixturas… No son rostros abstractos, pero en la figuración —en esas miradas femeninas como las de Frida Kahlo y Marilyn Monroe, que es excepción en el rostro del Lennon de “Imagine”— encontramos la base de la propia abstracción con que va poblando su pintura; donde, además de las cualidades físicas que captura, la expresión cobra fuerza (es como si la luz del trópico, siempre subversiva, lo inundara todo).

Por otra parte, lo que más me llama la atención de la obra de Ramón de Jesús Pérez de la Peña son sus abstracciones cargadas de fuerza y lirismo, influenciadas principalmente por el action painting y el color field painting; imágenes que desde la no figuración que sí encontramos en sus otras piezas, intentan expresar mediante el color y la materia del cuadro, sensaciones como el movimiento, la velocidad y la energía (el “automatismo” de Jackson Pollock, que redujo su gama cromática prácticamente al negro, el blanco y el gris azulado y los brochazos irreverentes de Franz Kline, por ejemplo, son palpables en piezas como “Cronos”, “Encuentro I y II” y “Semana”). Incuso donde más autonomía alcanza precisamente Ramón de Jesús es en esos paisajes abstractos que pueblan su mirada, como vemos en piezas como “Mi primavera”, “El cuarto de Tula”, “Cromos” y “Tu piel”.

“La francesa, de Ramón Jesús Pérez de la Peña”.
 

Ramón de Jesús Pérez de la Peña, graduado de la Academia Profesional de Artes Plásticas El Alba y con formación en los estudios de animación Anima de Holguín, no plasma imágenes o retratos femeninos en óleo sobre lienzo al azar: en sus obras vemos momentos, emociones, acciones, pensamientos e inquietudes que captura, a veces con la rapidez del trazo o la acción inmediata, con las influencias de los maestros de la abstracción, pero sin depender, en su esencia, de ellos. Los colores, que conoce y explota, la espátula, el brochazo, la línea segura en el dibujo, las gotas y trazos que pueblan la orografía de su arte, son acaso excusas para mostrarnos las formas que no vemos siempre, pero que rigen nuestros días con la sencillez impresionante del azul y el gris.