Natalia Bolívar y la soledad en sus manos

Nelson Herrera Ysla
5/8/2020

Su vida ha sido de confinamientos constantes, aun cuando la infancia y adolescencia hicieron de ella una muchacha querida entre los suyos, protegida. Su imaginación navegaba por mundos imposibles, raros, desconocidos, mientras estudiaba en colegios poseídos por concepciones rígidas acerca de lo que era una formación seria y formal. En su casa reinaban el buen gusto por la cocina cubana y española y por las fijaciones hacia la cultura en todos los campos de la creación, que la impulsaron a convertirse en un ser inquieto y ávido de conocimientos sin distinción de razas ni clases sociales. Descubrió temprano que le costaba trabajo distinguir a su nana, o a la señora contratada en su casa para cocinar y lavar, de aquellos amigos de clubs y casas de verano en Varadero todos los años: para ella todos los corazones que pueblan la tierra laten por igual. Seres humanos al fin y al cabo, debían recibir el mismo cariño y compromiso de Natalia Bolívar a cualquier hora de los días y las noches habaneras, dentro y fuera de aquella zona de Miramar donde vivió algunos de los mejores años de su vida.

Natalia Bolívar. Foto: Internet
 

Es que paladeaba la verdadera justicia, los reales dones humanos, como un rico estofado de mariscos en El Carmelo, pleno corazón de El Vedado, acompañado de espárragos al vapor, manzanas, uvas y jalea de frutillas con crema chantilly hacia el final de la cena. Asistía con beneplácito a los conciertos del Auditorium de La Habana, sumida en pálidos silencios orquestales, igual que a una rumba de cajón detrás del Castillo de Atarés, coronada de rones y pañuelos baratos en las profundidades —de una de las ciudades más cosmopolitas de Latinoamérica—, recomendada por su nana con pasión suficiente para enriquecer su cosmogonía espiritual, cultural, sus visiones abrillantadas de la vida.

Cuando la suerte quiso obsequiarle otros buenos momentos de placer y entretenimiento fuera de Cuba, entraba sin dudarlo a escuchar orquestas sinfónicas y barítonos en el Carnegie Hall de Nueva York, temblando de puras emociones mientras se aferraba al brazo de su tía, solícita siempre para adentrarla en los complejos territorios del arte en el mundo moderno. Para ella nunca hubo fronteras físicas, intelectuales o emocionales, con tal de experimentar con derecho propio lo que todo ser humano merece a plenitud. Llevaba consigo, sin darse apenas cuenta, orgullos solidarios y democráticos detrás de sus espaciosos vestidos de colores alegres y de esos cabellos que ya empezaban a alborotarse en la espuma caliente de los años cincuenta del pasado siglo.

 “Para ella nunca hubo fronteras físicas, intelectuales o emocionales, con tal de experimentar con
derecho propio lo que todo ser humano merece a plenitud”. Foto: Tomada de Bohemia

 

Siempre fue distinta a las demás muchachas de su colegio, pues le dio por pintar postales de Navidad para vendérselas al módico precio de un peso, desde la soledad esplendente de su cuarto, en una de las casas agradables de ese reparto Miramar, tan colmado de árboles enormes y anchas avenidas. Fue esa misma soledad la que la empujó a conocer un día a los estudiantes universitarios que, entre clases, competencias y exámenes, tramaban acabar con violencia el gobierno de turno en Cuba sin que sus padres lo notaran: para ellos seguía siendo la niña educada en los mejores deseos por alcanzar paz y bienestar en esta tierra de azúcar y tabaco, de playas extensísimas y piñas, naranjas y mangos de variados tipos y sabores. Con ellos se sintió entonces acompañada y hasta animada para confesarles también sus ganas de cambiar la vida, sus gustos personales y esa atracción por las religiones populares de origen africano —que llega hasta los días de hoy— cuando apenas se podían mencionar públicamente en un país donde, paradójicamente, coexistían ocultas y sincretizadas con el santoral católico bajo tantos pantalones, camisas y faldas de muchos de sus mejores hijos.

Fue entonces que descubrió otra familia diferente a la de su casa, en aquellas inolvidables tardes invernales, charlando alrededor de tortas de limón, empanadas de queso y café, en una terraza colorida y envuelta en glicinas, embeleso, malangas, isoras, y rosas de un rojo sereno. Lo que aparentaba Natalia ante los demás resultaba distinto a cómo era en el fondo de su corazón, pues una suerte de doble vida se encargó de practicar para familiares y amigos con tal de impedir que comprendieran a cabalidad aquel talante de mujer jovial, acicalada, de disciplina cívica, religiosa y social.

Pintaba en silencio desde entonces, desde la escurridiza soledad de las clases altas hasta el deslumbramiento de una revolución que estaba naciendo entre numerosos jóvenes universitarios. No se avergonzaba de recoger dinero para comprar armas y municiones, colchones de uso, sombreros, frazadas, pasaportes, guantes y bufandas para disfrazarse y burlar la policía en las noches de La Habana, esas donde ya rumiaba sus primeros amores con el peligro y la tantas veces cercana muerte, acechante siempre y nada distraída para quienes aman la vida en un contexto social azaroso.

“Lo que aparentaba Natalia ante los demás resultaba distinto a cómo era en el fondo de su corazón”.
Foto: Tomada de la página de Cubacine

 

Años más tarde, cumplidos algunos de sus sueños, madura y dispuesta a ayudar en los que le ofrecían al comienzo de la década de los 60, dejó de pintar flores, mesas y paisajes urbanos aprendidos en una escuela norteamericana de arte, para dedicarse a la creación y consolidación de instituciones y de una nueva manera de vivir en esta Isla bordeada por el mar Caribe y la corriente del Golfo de México. Y contribuyó a resguardar nuestro patrimonio artístico nacional: armó desde la nada museos e incluso trabajó, por incomprensiones e insanos juicios, en los oficios más extraños a su vida, y haciéndose de amigos que no la abandonaron en la implacable soledad en acecho nuevamente. La supo torear, suprimirla de su paisaje familiar hasta vencerla y empezar otra vida, esta vez nacida de lecturas infatigables, libros e investigaciones folclóricas sobre los orishas y toda la gran familia real e imaginaria que los rodea con signos y firmas, ritmos, colores, lenguas y platos de abundantes salsas y sabores.

Instalada en la paz de su hogar, músicos, poetas, pintores, investigadores, maestros cocineros, curas, teólogos, historiadores la visitaban apoyando el camino que había decidido tomar en lo adelante. Entonces aparecieron las invitaciones a ofrecer conferencias en variados lugares en Cuba y el extranjero, sorprendidos de lo que ella era capaz de hacer en su madurez intelectual y creativa. Así, pues, logró visitar España, nuevamente los Estados Unidos, parte de Europa central, África y sobre todo el empobrecido Haití, rico en cultura y tradiciones como pocos países en el mundo. Agradecidos viajes para despertar de nuevo en ella el interés por la pintura desde su abigarrada y esotérica habitación en el simpático y hospitalario apartamento en Miramar donde vive, casi un santuario del arte académico y la cultura popular cubana y donde no era extraño escuchar la voz de Lázaro Ross cantando en los atardeceres cada cumpleaños de Natalia. Y sorprendernos con sus hijas desbordadas en atenciones a cada visitante para que no faltara nada en esas celebraciones órficas de filiaciones egipcias y barrocas. Sucedía lo mismo, sucede aún, cada Nochebuena y Nochevieja en el año, a sabiendas que ella nos espera y contempla con atención y amores desde una soledad que muestra sus afinidades y esos pliegues de terciopelo azul que el buen padre Roberto bendice como si fuese, como que es, la Virgen de Regla al otro lado de la bahía habanera.

 “Es que no puede dejar de crear a sus más de 80 años. No puede parar”. Foto: Internet
 

Desde su butacón de madera pesada, desde su manuable andador hoy, me enseña Natalia su cuaderno de collages realizado en los primeros meses del año 2020 con algo de pena, modestia y complicidades de niña maldita. El confinamiento social implantado en Cuba y el orbe no le hace mella: por el contrario, la impulsa más todavía a derrotar esa soledad impuesta en circunstancias nada amables para una vida dedicada a celebrar la de otros, cercanos o lejanos, da igual.

Ese cuaderno es un libro, y al revés. Un libro de artista, por supuesto que lo es, y un cuaderno salido de unas manos imposibles de contener cada mañana, cuando ya los gallos anunciaron otro día de apesadumbradas noticias recorriendo el planeta como polvo del Sahara y aves de mal agüero. En cada una de sus páginas asoma una virgen, un dios recortado de una revista o de un archivo de salmos. Brotan por igual íconos rusos, europeos y medievales, animales de la selva africana, pajaritos volando, tortugas, pececitos diminutos, lentejuelas, cuchillos, naranjas, cruces cristianas… lo que mejor le guste a Natalia, que es la dueña de esos impresos, acostumbrados a que después ella les pinte los ojos o el cuerpo como quiere e intuye que debe ser. Nadie le ordena que lo haga. Es que no puede abstraerse de las imágenes infinitas que el hombre ha construido dentro y fuera de la tierra, desde Altamira hasta la revista Playboy. Es que no puede dejar de crear a sus más de 80 años. No puede parar.

Carece de sentido preguntarle por qué escoge esa y no aquella: no le interesa responder con alardes de inspiración, no. Ni con erudita sabiduría de investigadora. Ni de creadora que sufre su propia inspiración. No. Lo hace porque le sale de muy adentro y lo necesita como el helado de chocolate o la torta de pan dulce y frutos secos, tan conocida como Pannetone, y el café o las tajadas de mango que le traen sus hijas antes de que invadan el cielo los truenos y rayos del verano sofocante que padecemos. Eso sí que no lo soporta desde hace decenas de años. Entonces se levanta, pide permiso, te deja hablando solo como pescado en tarima, te mira y ríe, dice lo siento, qué va, me voy, y escapa a su cuarto para esconderse dentro del baño sin ventanas donde la “luz cegadora y los disparos de nieve” no logran derrotar sus miedos. Más le vale, pienso yo.

Cuando “todo pasa y todo queda”, felizmente, vuelve del largo pasillo de la casa rodeada por sus perros, dando palmadas de alegría con su ringlera de oraciones colgantes en cada collar que cuelga de su cuello blanco como la espuma porque lo de ella es andar, como canta Serrat, andar pintando y haciendo caminos sobre el papel… y no la mar.

No cede a las tentaciones de la expresión artística porque no anda remilgada en causas y razones que los críticos aducen para todo. Nosotros, los críticos, no sabemos qué decir frente a ella. A mí me pasa, pero no se lo digo: me siento pobre, desarmado de frases y palabras. Tú ni te imaginas por qué hago todas estas cosas, me dice: óyeme bien, es que no puedo dejar de hacerlo y ahora, todos confinados, más. Total, nada nuevo para mí: yo siempre he estado confinada, incluso en la cárcel por unas horas allá por los años 50, y metida día y noche en el Museo Nacional de Bellas Artes, esperando las orientaciones del nuevo Gobierno cubano instalado en La Habana cuando el triunfo de la Revolución y que nada se fuera a perder, o robar, o dañarse por torpeza o malas intenciones de alguien. Este confinamiento es de niños, de muchachos, me dice, comparados con otros de la vida. Aquí estoy, aquí me tienes, en este palomar, a cuatro pisos de la calle en tan lindo barrio con sus árboles y sus colibríes que regresan solos y en pareja. Todas las mañanas me levanto de la cama y agarro el libro de hojas blancas y los colores que me han regalado amigos y que yo he comprado en los viajes al exterior. Y ahí mismo empiezo. Después llega la hora del café con leche y medirme el azúcar en sangre al lado de esos pomitos de agua donde remojo pinceles si necesito suavizar las temperas… porque adoro las transparencias, no los colores planos. Mi mano se levanta y escoge la imagen para cada página: yo le sigo la corriente porque ella sabe lo que yo pienso. Mi mano es fiel a mi cerebro. Las quiero tanto.

Y busco y rebusco en viñetas almacenadas en gavetas y repaso las firmas religiosas africanas para mezclarlo todo porque todo está muy mezclado en esta vida. Aquí no hay nada puro. El que diga lo contrario no conoce a Cuba, al Caribe. En Haití yo caminaba alucinada por las calles, fascinada con lo que esa gente pobre hacía sin tener nada que llevarse a la boca para el desayuno y almuerzo. Allí la imaginación no cree en lágrimas ni en historias del arte. Las historias del arte son para la gente con dinero. Los pobres no las necesitan. Allí sacan todo para afuera de sus cuerpos, guiados por sus manos, sin curadores ni museógrafos: allí tú te puedes morir de hambre, tú, sí, tú mismo, te lo digo y bien. Allí te enfrentas al origen del arte y la cultura en estado puro, y ni te das cuenta. Wifredo Lam sí lo sabía. Ese sí sabía, era lo más grande que teníamos. Se volvió loco con ese país cuando lo visitó a su regreso a Cuba en los años 40. En esta casa me lo dijo muchas veces, sentado donde tú estás ahora o comiendo en la mesa con otros amigos. Todos los domingos venía a casa con los otros amigos también, y almorzaban que daba gusto verlos. Aprendí mucho con todos ellos. Yo le creía lo que comentaba Wifredo, te lo digo con sinceridad, aunque a veces me parecían exageraciones. Hasta que anduve por las calles de Port-au-Prince, yo misma con mi hija Natasha, y luego en la Citadel. Es para no creerlo hasta que no vas allá. Yo traje muchas imágenes haitianas populares, muñecas, objetos, esos “monstricos”, como les digo. En mi cuarto hay varios, son muy buena compañía, vete a verlos cuando puedas.

El arte es una buena compañía. Lo ha sido siempre. Mirar y mirar obras todo el día a tu alrededor, a cada rato. Desde las paredes de la casa te hablan, algo te dicen. Me sirven de inspiración, fíjate bien, mira como hay aquí en esta sala. Yo hago conexiones con ellas. No las de los teléfonos de ahora. No. Son conexiones con redes que tengo en la cabeza, debajo y arriba de esta trenza larga y delgada que corteja mi espalda. Son puntos de conexión, materia prima que me impulsa. Si me faltaran quedo en la página dos, tú sabes.

Ese libro de apuntes, notas, obras de arte, al fin y al cabo, y otros muchos que Natalia guarda para sí, no los enseña, no los muestra. La creación es una íntima satisfacción para ella. Un diálogo de ella con la vida, en el que no se mete nadie. Ama la soledad de su creación y no la parafernalia de las exposiciones, los vernissages, las ventas… aunque no rehúye el dinero si alguien le quiere comprar alguna obra. Hay que comer, tú sabes, me dice en voz baja para no escucharse. Se sonroja Natalia. Se ríe.

Un día las debes mostrar para que la gente vea lo que es capaz de crear el hombre y la mujer en soledad, le comento. Dios te oiga, bueno, quizás, puede ser, ¿tú crees que valen la pena?, me pregunta.

Así las cosas, probablemente ahora debe estar organizando —algo bien difícil para ella— esos cientos de imágenes que la rodean para endosarlas mañana, o esta misma noche, a las páginas de su libro personal, su agenda artística que muy pocos conocen. Cada vez que la visito veo otras nuevas. Qué cosa más grande, caballeros.

Qué no cesa, joder, dicen los españoles. “Es el rayo que no cesa”, escribió Miguel Hernández. Es Natalia Bolívar, pienso yo.