“Yo conozco tus obras, he aquí, he dejado una puerta
abierta delante de ti, la cual ninguno puede cerrar”.
Apocalipsis 3.8

Pocas veces una obra de arte es tan oportuna como el filme No mires hacia arriba (Don’t look up), que recién acaba de estrenar la plataforma Netflix. Probablemente esa sea su virtud más poderosa, ya que se vive un momento plagado de realidades que se toman como metáforas y viceversa. Es la era de los relatos, en la cual no interesan los hechos ni el debate duro, sino la emoción, imponer un proceso cognitivo donde prime la voluntad irracional por encima del análisis y de la confrontación. Esta cultura woke, que toma su nombre del verbo despertar (to wake up, en inglés), genera colectivos de iluminados alrededor del mundo, quienes son víctimas y a la vez victimarios en una espiral de mentiras capaz de regir la toma de decisiones en torno a temas vitales. No mires hacia arriba aparece en la era de la pandemia de la Covid-19, cuando la comunidad internacional muestra a todas luces que, lo que debiera ser la lucha contra este flagelo, está plagada de intereses mezquinos, mercantiles, que impiden la erradicación total del virus. Sin embargo la cultura de los “despiertos” es capaz no solo de justificar la inacción, el desastre, la muerte, sino de romantizar el fenómeno.

No mires hacia arriba (…) aborda la forma en que la relativización de todo es capaz de eliminar, en términos psicológicos, verdades como templos y crear matrices que las sustituyan”.

Un meteorito se dirige a la Tierra e impactará, provocando la extinción de la especie. Dos científicos son capaces de predecir el choque, pero atraviesan una serie de episodios absurdos, en los cuales la élite política, cultural y económica le saca rédito al final apocalíptico. Cada plan para salvar el planeta halla un escollo en los intereses individuales de quienes integran los círculos de poder. Tal es el argumento del filme de Adam McKay. Cualquier parecido con la tragedia pandémica no fue casualidad: las demoras en la certificación de vacunas por organismos internacionales, la financiarización y agilidad con que se expandieron los fármacos de las grandes empresas para su comercio, la especulación bursátil en torno a los valores del sistema de salud, la carencia de programas serios de inmunidad en continentes empobrecidos; todo eso y más integra la metáfora cinematográfica. Un filme en el cual el mayor magnate de Estados Unidos aborta las misiones que intentarían destruir el meteorito, pues él entiende que con los fragmentos del pedrusco espacial puede hacerse dinero y quiere que estos caigan sobre el océano. En la misma cuerda, vemos una presidenta de la nación primeramente interesada en ocultar la noticia del impacto pues perdería las elecciones y cómo luego, para tapar un escándalo personal, se interesa en la divulgación del suceso. La inminencia de la muerte no mueve un ápice a una humanidad que se encierra en los estancos de la cultura woke, surgiendo grupos sociales negacionistas del desastre, quienes no van a mirar hacia arriba, donde resplandece incólume la luz del cometa que se acerca.

Metáfora que sustituye a la realidad porque conviene a intereses que controlan los relatos. Hegemonía cultural en su estado puro, sin cuyos resortes no se puede explicar el impacto de un filme como este. En las últimas décadas se evidencia cómo opera de tal forma la cultura woke, que va desde la cancelación de personas, grupos e ideas hasta imponer determinadas prácticas y creencias aunque vayan contra la razón, la ciencia y el bien común. ¿Qué diferencia hay entre le sectaria campaña de no mirar hacia arriba y los terraplanistas de hoy? Ambos colectivos se encierran en una fe, en un sistema circular, para no asumir una derivación dialéctica e histórica en la relación entre el hombre, la sociedad y la naturaleza. Los eslabones del pensamiento quedan rotos y se impone una metafísica inmanente, un apotegma religioso sin dioses. Pero más allá de la denuncia, de la ridiculización del fenómeno sociocultural, ¿es la generación woke un proceso inevitable, propio de la dinámica lógica de este momento? Varios puntos, de hecho presentes en el filme, evidencian el encadenamiento entre política, psicología de masas, élites económicas y complejo científico y tecnológico. El entramado trae como derivaciones un mundo posmoderno de interpretaciones que no operan según un azar, sino a través de canales de intereses corporativos.

“¿Qué diferencia hay entre le sectaria campaña de no mirar hacia arriba y los terraplanistas de hoy?”.

Por eso el filósofo marxista Slavov Zizek afirma que es hora de decirle no a la cultura woke y su manera de entender y practicar la realidad. No mires hacia arriba, con los platós de televisión como nueva iglesia, púlpitos inamovibles, aborda la forma en que la relativización de todo es capaz de eliminar, en términos psicológicos, verdades como templos y crear matrices que las sustituyan. Uno de los propios científicos que intentan convencer a la humanidad acerca del choque cae en el engaño y es fascinado por un tiempo en las aguas del tormentoso río de la fama. Su romance con una presentadora funciona como expresión dramatúrgica de ese enamoramiento bobo, sin contenido, que detiene la razón, que coloca a la humanidad en los estancos culturales de la inconsciencia. Lo macabro del filme es que casi todo lo que allí se dice ya lo estamos viviendo. Si otras ficciones apocalípticas (el caso de Idiocracia, por ejemplo) basaron su nivel de absurdo en el distanciamiento, en lo ilógico de sus propuestas, esta lo logra reflejando el presente con fidelidad. Una escena es ilustrativa de la naturaleza del sistema: ambos científicos son engañados durante su primera visita a la Casa Blanca por un militar que les cobra por unos servicios que son en realidad gratuitos. La mentira no solo se expresa a un nivel macrosocial, sino que está a cada paso en los entresijos más inimaginables. Un detalle que irá replicándose a lo largo de la trama hasta alcanzar proporciones planetarias, de unas consecuencias devastadoras.

“La mentira no solo se expresa a un nivel macrosocial, sino que está a cada paso en los entresijos más inimaginables”.

El tono crudo de la obra nos dice que por ese camino podemos quedarnos sin opciones. La espectacularización del fin del mundo, su banalidad mediática, serían los últimos sonidos antes de que el maremágnum de fuego se trague la civilización. Curioso caso de una humanidad que se dice guiada por razones, mayormente atea, cuyas bases son los avances tecnológicos, pero que cae en su propia fe absurda hacia elementos perecederos y sin contenido, como unas elecciones presidenciales o la marca de un auto. De tal forma, uno de los logros del filme es presentarnos la cultura woke como resultado del capital en su estadío más absurdo y contradictorio. Si, para algunos teóricos políticos de la derecha conservadora, la generación canceladora y de cristal es fruto de una izquierda progre, en realidad se trata de la basura ideológica que resulta de décadas de vaciamiento moral, de bombardeo de antivalores y de experimentos culturales.

“Lo macabro del filme es que casi todo lo que allí se dice ya lo estamos viviendo”.

¿Recuerdan a Elon Musk y su proyecto de colonizar Marte en diez años? Pues en el filme también está presente este dato, reflejado como la opción de los ricos ante un panorama apocalíptico. Eso explica el desinterés de los círculos gobernantes por la salvación del planeta: al final de la cinta escapan en una nave hacia otra dimensión. De tal manera los conflictos que hoy se expresan en los medios y en la praxis social tienen un correlato crítico en la obra cinematográfica, solo que no se nos ofrece alternativa ante una oleada creciente e imparable de absurdo que impacta en la supervivencia de la especie. No sólo hay paralelismos inevitables con la Covid-19 sino con el cambio climático. Y es que el desastre también puede ser vendido, expuesto como algo atractivo y con un rédito comercial. ¿Verán los burgueses del futuro desde una nave cómo los proletarios morimos aplastados dentro de este mundo?, ¿cobrarán los boletos para presenciar el suceso como si se tratara de un circo? En el filme no se dice, pero una de las ideas que se imponen a través de los medios y que es central en la cultura woke de la pandemia resulta la del planeta como “entidad consciente”, que se sacude a la molesta humanidad y le envía oleadas de desastres, porque “el virus somos nosotros”. Aunque se trata de un total disparate, esta línea se vende como moral y aceptada en eventos ecológicos, en cumbres y en movimientos sociales. Además, es una de las justificaciones para abogar por un despoblamiento, meta que el capitalismo tiene predilección por cumplir y que de hecho lleva adelante desde siempre.

Esta película viene en medio de un tiempo en el cual se habla de otras oleadas del virus de la Covid-19. Las redes sociales se inundan de teorías de la conspiración (incluyendo la propia línea de mensaje oficial de la Organización Mundial de la Salud, que tampoco sostiene fundamentos convincentes sobre el origen natural de la enfermedad). A quienes aún les interesa hallar la verdad detrás del espectáculo solo les queda seguir la madeja de los intereses dentro de un sistema cada vez más complejo y que se reajusta a través de ingenierías de masas y maniobras. La cultura woke no solo atañe a grupos radicales llamados progres, sino a estamentos en internet como la derecha alternativa (alt right), que dispone de redes como True (propiedad de Donald Trump) donde se tejen conspiraciones cada vez más irracionales. Historias como las de Q Anon o militancias como los Proud Boys apuntan hacia dirimir las contradicciones reales en un plano fantasioso, sin mirar hacia arriba, o sea, a lo verdadero. El meteorito es una metáfora total, abarcadora, autorreferencial, que demuele la hipocresía y desnuda el panorama de un universo de relatos estúpidos, donde se dirimen las decisiones. En la misma cuerda de las mitologías acerca de reptilianos o de hombrecitos grises que habitan entre nosotros desde tiempos inmemoriales, el abordaje y por ende las soluciones posmodernas de la cuestión política le añaden más fuego al apocalipsis.

“A quienes aún les interesa hallar la verdad detrás del espectáculo solo les queda seguir la madeja de los intereses dentro de un sistema cada vez más complejo y que se reajusta a través de ingenierías de masas y maniobras”.

En una era que rechaza con fuerza otras visiones idealistas concernientes a las grandes religiones, se construye un panteísmo desde el relato para expresar en términos emocionales lo que debiera ser racional y concreto. En otras palabras, opera una hechicería interesada y banal, cuyos sacerdotes nada ingenuos saben calibrar bien las consecuencias y los réditos. En dicha lógica, es de esperar que se incremente la cultura woke, que confunde likes, comentarios y compartidos en redes sociales con consenso, verdad y hallazgo científico. La democracia occidental ha encontrado su némesis en los entresijos de un fenómeno de espectáculos y de bulla en el cual el voto es ahogado por la farándula. De tal forma, estar despierto (to be wake up) es dormirse, adentrarse en una dimensión irreal donde las frases y el lenguaje sustituyeron lo histórico concreto. A fin de cuentas, tal es el compromiso principal de la posmodernidad, la muerte del suceso y el reinado de las palabras, donde lo que no se nombra, no existe. De ahí la campaña de la presidenta en No mires hacia arriba para que nadie mencionara el meteorito.

“Estar despierto (to be wake up) es dormirse, adentrarse en una dimensión irreal donde las frases y el lenguaje sustituyeron lo histórico concreto”.

Se está ante una creación que pretende en pocos minutos darnos un vistazo desalentador acerca de la manera en que aceptamos borreguilmente este mundo y su sistema de castas. Los científicos, ya convencidos de que nada queda por hacer, se retiran a la casa familiar y cenan y hablan sobre cosas intrascendentes. La luz del cometa aumenta en el cielo, pero es ignorada, para la gente común nada sucede. En la última noche de la humanidad sobre la Tierra, no hay sobresalto, ni siquiera tristeza.

El director logra acercarse con asertividad al tema y lo refleja cabalmente. Apocalipsis es una palabra griega cuyo origen no contiene una entraña terrible, ya que significa revelación. En la isla de Patmos, el autor del libro sagrado de la Biblia recibió esas visiones sobre el desenlace del mundo, que se expresan a través de metáforas. Cada señal evidente en el filme No miren hacia arriba deberá verse de forma pedagógica, no alarmante ni solo risible. La ganancia reside en no hacerle caso a la frase imperativa que reza como título, sino mirar de frente la verdad y criticarla. Quizás entonces no nos sorprenda el fuego del cometa, ni el colapso sanitario de la Covid-19. La solución para esta cultura canceladora woke es, paradojas de la historia, despertar.

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