Ha muerto en Euskadi el gran dramaturgo Alfonso Sastre. Emerge ahora su larga y fértil trayectoria, siempre útil y fiel, cuyas fortalezas, de obra y su vida, perdurarán.

En esta hora, mi recuerdo más cercano, más estrecho, de su persona, también de su entrañable Eva Forest y los dos hijos comunes, más la reiteración de una idea que es hondo sentimiento: el autor de Escuadra hacia la muerte solo me inclina a la más profunda reverencia.

Alfonso Sastre, en Madrid, 2007. Foto: Tomada de internet

Fue el núcleo de mi mensaje personal el 20 de febrero de este propio año al cumplir sus 95 años. Desde Cuba, su tierra amada, lo felicitaba con toda admiración, por su inalterable consecuencia artística, humana y revolucionaria.

Ante su fallecimiento, solo puedo, en medio de los apuros del trabajo, re-publicar esta vieja nota que todavía lo ve de cuerpo entero:

Pensar bien es pensar mal

Nunca había contado que le debo, en parte, mi primera imagen teatral. En la pequeña sala de la casa de nuestra abuela paterna, Andrea Sáez, se arremolinaban mi prima Carmen y compañeros suyos de la Universidad ensayando una obra con marchas militares. Trataban de compaginar los cantos y el fuerte desplazamiento, sin duda obstaculizado por la estrechez del espacio. Llevaban trajes verdes y unos cascos blancos metálicos que nunca olvidaré. Yo era muy pequeño y me asusté sin exteriorizarlo. Título y autor los supe años después. Se trataba de Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre.

El recuerdo era tan vívido que en la primavera de 1987 no quise perderme la oportunidad de conocerlo y, sin permiso, me senté a su mesa en el Salón Rojo del Capri, durante los días de mi primer Festival de Teatro de La Habana. No impuso distancia alguna, tal vez correspondiendo el gesto que supo dictado por la admiración. Conversamos entonces de la escuela, de los estudios nuestros, míos y de mis compañeros.

En estos días la remembranza ha sido inevitable porque lo he redescubierto en toda la entereza que le conocí y que, desde luego, también supe por libros y conversaciones con amigos españoles.

Y es que en los tiempos que corren asombra por muy escasa la consecuencia y la organicidad. Sastre es capaz de decir y sostener a estas alturas muchas cosas que no están de moda. Por ejemplo, que toda violencia no es idéntica y no debe ser medida con el mismo rasero. Que no es lo mismo la violencia de los ricos contra los pobres que la de estos contra aquellos. Dios, hace años que no escuchaba eso. No podía escucharlo ni leerlo porque, como él mismo explica con honestidad y brillantez en su texto “Los intelectuales y la práctica”, el acto de pensar se ha convertido en un “oficio bien”.

Ante ello ha señalado que su “modo de pensar bien es pensar mal”. Es decir, a contracorriente de las numerosas liturgias actuales para justificar inmoralidades o, simplemente, sumarse sin muchos matices a los dictados del poder.

Él sí es capaz, sin embargo, de hacer distinciones. En la misma conferencia impartida en la Semana de la Filosofía de Pontevedra que da origen al mencionado texto, apunta una cenital disquisición sobre el punto de vista del creador frente a su propia obra y frente al panteón teatral universal. Escucha, comprende, salva a personajes clásicos de la literatura dramática: Medea, Jasón, Antígona, Creonte, o a las masas de Fuenteovejuna o a los grupos enfrentados de La muerte de Dantón, envueltos todos en situaciones de violencia, protagonistas o víctimas de ella. Pero Sastre sabe que la ficción, sin ser neutral, es terreno de “otra vida” cuyas leyes no pueden ser medidas por cartabones. Se permiten diferencias, por supuesto, entre un análisis estético y uno político, entre su visión puramente artística y su percepción como intelectual de los fenómenos históricos y de actualidad. Porque el arte, y tal vez el teatro aún más, es reino de riqueza infinita para comprender el alma humana sin las exigencias perentorias de coyunturas, de una realidad o de un momento preciso, tal sí lo exige la jurisprudencia, por ejemplo, aunque ello no exime al arte de su contenido social ni de ser percibido siempre de acuerdo con aquellas. 

“(…) su ‘modo de pensar bien es pensar mal’. Es decir, a contracorriente de las numerosas liturgias actuales para justificar inmoralidades o, simplemente, sumarse sin muchos matices a los dictados del poder”.

De hecho, Alfonso Sastre personifica muy bien esta “dualidad”. Su obra no es en modo alguno esquemática, reductiva, ideologizada, lo cual no quiere decir que carezca de una filosofía y un punto de vista propios. Basta leer Escuadra… y La mordaza para comprobar su legítima comprensión y defensa de la paz y la vida, pero sobre todo del hombre en tanto ser humano concreto, jamás abstracto. Mas también basta que sepamos de su trayectoria para descubrir la irrenunciable vocación del intelectual incómodo, sin ambigüedades, revolucionario.

La obra de Sastre indaga con pasión en la culpa y sus motivaciones. Mas evoluciona con rapidez de una cierta perspectiva ontológica a una decidida toma de partido por la acción liberadora. Para el autor, el ser humano, esa criatura ambigua e infinita, tiene por sí mismo una capacidad de redención, a veces sustentada en el levantamiento contra la opresión y por tanto en la violencia legítima. Piezas como Muerte en el barrio, Guillermo Tell tiene los ojos tristes o Tierra roja lo ejemplifican.

Ello explica, en parte, que después de su triunfal debut de los cincuenta, y a pesar de contar en lo sucesivo con un amplio reconocimiento internacional, sus piezas van dejando de vivir sobre los escenarios españoles. Todo se prefiguró en su polémica con Buero Vallejo de 1960. Este defendía el “posibilismo”, la comodidad, lo “civil” frente a los márgenes del franquismo. Sastre, en cambio, se pronunciaba por un teatro capaz de incidir en la sociedad y enfrentar el régimen: el sendero de la violencia “estética”. Así Buero, sin dejar de ser un importante dramaturgo, se hizo habitual en las tablas ibéricas y Sastre se esfumó entre censuras públicas o veladas porque sus obras sucesivas expresaron desde el arte las posiciones defendidas por su autor. Su teatro se divorció de un marco profesional que discurría por otros caminos.

Y no solo por cuestiones atribuibles al contenido o las ideas expresadas en los textos, sino por la continua experimentación de lenguajes que realiza, de donde resulta la propuesta de un teatro renovador, heredero de Brecht y las conquistas de la posvanguardia, suficientemente lejos de los cauces transitados por el teatro español de la época. Ver si no La taberna fantástica o El banquete.

“(…) Sastre sabe que la ficción, sin ser neutral, es terreno de “otra vida” cuyas leyes no pueden ser medidas por cartabones (…)”.

Así Alfonso Sastre va convirtiéndose en un “marginal”, en un anillo de Saturno. Se va a vivir a Euskadi y se compromete con lo mejor de la causa vasca. Su vida, llena de vicisitudes por el sostenimiento firme de sus posiciones; su obra, marcada por censuras, cortes y un extraño silencio solo roto por su grandeza ineludible, nos revelan una singular coherencia. Por eso no me ha asombrado nada su firma al pie del apoyo a Cuba, en los mismos días, recientes, en que diera a conocer su excelente “Los intelectuales y la práctica”.

Aún hoy, cuando apenas su obra aparece sobre las tablas de su país, los reconocimientos a ella y a su figura resultan inevitables, como el divulgado por estos días Premio Max de Honor, otorgado por la SGAE, que ha provocado “deliciosos” comentarios de “buen pensamiento” por parte de la prensa española.

Yo no, yo le saludo el premio y mejor, y antes, todo lo que su teatro y él es y representa. Siga pensando mal, Alfonso Sastre.

Hoy podría decirse, no crea en su muerte, Alfonso, siga viviendo entre nosotros.

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