No redondees

Laidi Fernández de Juan
5/4/2019

La tendencia a “redondear” precios, costos, e incluso el dinero llamado “vuelto”, pulula en tiendas y mercados agropecuarios. Si, por ejemplo, compramos un artículo cuyo valor es 4,50 CUC, y extendemos un billete de 5 CUC, es frecuente que en lugar de devolvernos 50 centavos, nos digan “te doy cuatro caramelitos de diez centavos cada uno, mi china, y te debo el resto”. Así, tranquilamente. Si se nos ocurre reclamar (“No como caramelos, mi reina, dame el vuelto en metálico, y completo”), se arma la desagradable. Por un lado, la tendera alude que no es su culpa no disponer de menudo, y, por otra, la propia cola de clientes defiende a la cajera, con el pasmoso argumento de “coopera, mija, agarra tus caramelitos y endúlzate el día”.

Ilustración: Zardoyas
 

En los agromercados ocurren situaciones más o menos similares, aunque se toman medidas para evitar robos y desmanes. No todas las tarimas disponen de pesas digitales, para empezar. Y aquellos dependientes que sí tienen, se resisten a pesarnos lo que acabamos de comprar a su colega de al lado. No quieren enemistarse con quien comparten espacio, y eso es hasta cierto punto comprensible, dando por sentado que YA saben que nos han timado. La solidaridad entre vendedores debería ser ejemplo para nosotros, los compradores. Pero no ocurre así, desdichadamente, como si fuéramos enemigos en bloque. Eso de “no buscarse problemas” es fomentar el caos, porque todos somos responsables, y por tanto, todos debemos exigir, colaborar, protestar ante lo mal hecho, y demandar nuestros derechos. En los agros, como iba diciendo, nos enfrentamos a la posibilidad de ser robados “a la cara”, sobre todo si los productos son pesados en esos platos antiguos y deformes que parecen del tiempo de la conquista. A vista de águila, el vendedor nos dice “200 pesos” como si estuviera vendiendo lingotes de oro. Pero se trata de cinco libras de tomates y seis de cebollas.

“¿CUÁNTO?”, preguntamos al borde de un ataque de nervios. “Bueno… espérese, déjame chequear”, nos responde el vendedor de lingotes. “No, disculpe, son 180 pesos”, “¿ESTÁ SEGURO?”, insistimos. Es entonces cuando descubrimos que la muchacha de al lado, que vende zanahorias, tiene una pesa digital, y hacia ella nos dirigimos. Se muestra retraída (la vendedora, no la pesa), con el argumento de “No me gusta esto, compañera… mejor vaya a la pesa de comprobación, a la entrada del mercado”.

Y hacia allí me dirijo, segura de que existe un error. Efectivamente, existe la pesa digital para que los consumidores comprobemos que hemos sido estafados. Un señor gordo y en camiseta custodia dicho equipo. Y ayuda a colocar la mercancía, y, de paso, a interpretar lo que dicen los dígitos. “4,50” marca cuando depositamos las supuestas 5 libras de tomates. “4,50 equivale a 5”, nos dice como si enunciara la Ley de la Gravedad. ¿CÓMO?, pregunto. “Bueno, compañera, es un redondeo”, añade. “Anjá, eso es nuevo en matemáticas”, afirmo, mientras coloco la otra jaba con las hipotéticas seis libras de cebollas. La pesa digital marca 5,40. ¿ESTO TAMBIÉN SE REDONDEA?, indago. “Claro, todo se aproxima”, responde el custodio digital. DE ESO NADA, advierto, y regreso a la tarima donde se usa el plato decimonónico. Al llegar, dicho vendedor esboza sonrisa sardónica cuando nos reconoce. “Te estaba esperando, china, creo que me equivoqué, ¿verdad?”.

“Pues sí, eso parece, mi chino, resulta que no me gustan las redondeces, así que me pones lo que falta”. “Claro, claro, nena, sin lío, sin lío”. Queda zanjado el asunto, pero hemos consumido el doble del tiempo planificado, además de que cargamos con el disgusto de saber que la desconfianza pesa mucho más que las cebollas y los tomates por los que fuimos al agro esa mañana. Obviamente no podemos aspirar a que en cada comercio, sea público o no, imprescindible o de cosas caprichosas, antiguo o recién inaugurado, haya un cuerpo de policías velando por el cumplimiento de lo establecido. Nos toca a nosotros hacer valer nuestros derechos, nos corresponde demandar, denunciar y emplazar a los pícaros, porque, hablando en plata, no son tiempos para ceremoniales, sino para dejar bien claro que nadie puede pasarnos gato por liebre. Como diría el gran Juan Formell: Está bueno ya de abuso.