Veinticinco años de Teatro El Público: Lo que se sabe no se pregunta

Norge Espinosa Mendoza / Imagen: Yuris Nórido
7/10/2017

Dos funciones tuvo muy recientemente Antigonón, un contingente épico, en el prestigioso escenario del Kennedy Center, el famoso complejo de teatros y salas de concierto de Washington DC. Fue la primera vez que un director cubano llega a ese espacio privilegiado con una puesta en escena reciente, y ello ocurrió como parte de un programa de ese centro cultural que aspira a dar una idea del acontecer escénico contemporáneo a través de cinco figuras de respetable trayectoria, a la cabeza de las cuales está el maestro Peter Brook. Quiero imaginar ese instante como el inicio de las celebraciones que Teatro El Público puede ir organizando alrededor de sus 25 años, el primer cuarto de siglo de una compañía que desde 1992 ha sabido provocar e impulsar gestos y hallazgos en la cultura de la Isla, incesantemente.


Antigonón, un contingente épico. Foto Internet
 

En realidad, cuando se habla del 20 de mayo de 1992 como fecha oficial de la fundación del grupo, no se puede olvidar que ya en 1990 se estaba consolidando lo que luego obtendría el reconocimiento del Consejo Nacional de las Artes Escénicas. Con la Trilogía de Teatro Norteamericano que se presentó desde mediados de aquel año en la sala Covarrubias, Carlos Díaz protagonizó un hecho sin precedentes: unir en un arco tres espectáculos que removieron a La Habana, con ribetes de escándalo y admiración rendida como puntos extremos de sus impactos, para decirnos que había llegado un nuevo director. La formación junto a Roberto Blanco, como dramatista y diseñador de vestuario en Teatro Irrumpe; su paso por el Ballet Teatro de La Habana, y su empeño incesante en su pueblo natal, Bejucal, como animador de puestas de artistas aficionados a los que guiaba en producciones creadas sobre textos de autores tan exigentes como Sartre y Lorca, fueron impulsándolo al sueño de una compañía propia, algo que no se diluyó ni ante la crisis que el Período Especial nos impuso. Mientras otras agrupaciones se deshacían, mientras proyectos nuevos se abortaban, Carlos Díaz estaba allí, con sus fieles, para hacer realidad sus provocaciones más teatrales. Y aquí estamos hoy, festejando por todo ello.

Se llama El Público en homenaje a esa pieza del autor de Bodas de sangre, que es como un rosa náutica de todo lo que Díaz ha ido creando, y a la que regresa constantemente, como acaba de demostrar al graduar a jóvenes talentos de la Escuela Nacional de Arte con Así que pasen cinco años, una de las piezas más arduas del granadino. Se llama así, también, porque los espectadores son el eje de todas sus proyecciones, y no en balde el Trianón, cuartel de mando de la compañía desde fines de 1994, conecta el escenario y la platea mediante una pasarela que trae ecos del teatro japonés, la escena de variedades y la pasarela de haute couture. Se llama así, bajo la luna eclipsada que le sirve de emblema, porque de esa relación intensa entre público y espectáculo se cultiva, se promueve y se nos recuerda que el teatro existe en esas dos dimensiones, y la complicidad como acto de creación es la que hilvana esos dos niveles donde la realidad se trasciende y se impone como un espacio autónomo de libertades y demandas. Alguna vez he hablado de una poética de la complicidad para definir lo que Carlos Díaz ha cedido al teatro cubano. Revisar ahora desde la perspectiva de estos 25 años su trayectoria confirma esa idea, pero también desata otras interrogantes.

De la escena sobresaturada de signos y elementos visuales en gran formato al empeño donde un único actor es el máximo responsable de lo que la puesta quiere legarnos, de la relectura agresiva de un texto ya mil veces representado al riesgo de estrenar una pieza completamente inédita escrita por un veinteañero, de la estilización máxima del vestuario que toma ecos de Dior o Versace a la búsqueda de ropajes más cercanos a la idea del antifashion de Galliano o McQueen, de la caja negra donde pocos objetos ayudan a narrar la historia a tomar por asalto todo un edificio para hacer que los espectadores vayan de un sitio a otro en pos de las secuencias de una trama, de la búsqueda casi naturalista sobre un texto de Chéjov a la reinvención carnal y gozosa de una obra española llena de truhanes y prostitutas que terminaba con todo el mundo bailando al ritmo de “La Natilla”, Carlos Díaz ha ido creando un mundo propio, que no olvida los juegos y atrevimientos de las Charangas de su pueblo, pero los lleva a un punto de teatralidad que nos recuerda la necesidad del desborde, de la fiesta como espacio de liberación y mascarada, que es también una urgencia irrevocable del ser humano. Mago que guarda bien sus cartas marcadas, ha logrado mantener durante todo este tiempo la expectativa con respecto a cada nuevo montaje, y esa galería de atrevimientos sigue multiplicándose, sin perder el hilo de comunión con las nuevas generaciones de espectadores.

Si para otros directores el actor y el texto son el punto de partida, para Carlos Díaz la imagen lo es todo. El concepto visual de sus proyectos define la relación de todo lo que ahí se contiene, pero eso no quiere decir que haya quedado prisionero de esa voluntad. Jugando a no repetir seguidamente sus hallazgos, ha ido de una puesta como La Celestina a otra como Ícaros, narrada en tonos tan diversos. De un empeño como Las amargas lágrimas de Petra von Kant al unipersonal inspirado en las memorias imposibles de Adolfo Llauradó en ¡Ay, mi amor!, y de ahí a la crudeza de Las relaciones de Clara para luego retomar el aire festivo retornando al uso de los cuerpos desnudos en Noche de reyes. Actores y actrices como Carlos Acosta, Jorge Perugorría, Mónica Guffanti, Broselianda Hernández, Fernando Hechevarría, María Elena Diardes, Lester Martínez, Alexis Díaz de Villegas, Walfrido Serrano, Alfredo Alonso, Ismercy Salomón, Yailene Sierra, Héctor Noas, Yanier Palmero, Paula Alí, Georbis Martínez, Osvaldo Doimeadiós, viniendo de tantas escuelas y métodos, han sido sus aliados en numerosos espectáculos. El listado puede ser más largo, casi tanto que es infinito, porque Teatro El Público no se ha imaginado nunca como un espacio fijo, incapaz de asimilar otras presencias o que obligue a quienes lo integran a permanecer ahí indefinidamente.

En la memoria del grupo se imponen, como un álbum de espectáculos memorables, algunos de los mencionados y otros de recuerdo nítido, a partir de que con Las criadas comenzara la secuencia de su repertorio tras la fundación oficial. La niñita querida, Calígula, Santa Cecilia, Anna y Martha, Gotas de agua sobre piedras calientes, y hasta proyectos inconclusos como Peer Gynt, que algunos espectadores insisten en que algún día se muestre como obra terminada. En muchos de ellos se ha repetido el equipo de colaboradores: Vladimir Cuenca, Robertiko Ramos, Carlos Repilado, Alain Ortiz, Juan Piñera, Adela Prado, Ulises Hernández, Bárbara María Llanes, Xenia Cruz, Sandra Ramy, Abilio Estévez, Joel Cano, Esther María Hernández: diseñadores, compositores, asesores, coreógrafos, a los que se unen artistas de la plástica como Regis Soler o Rocío García. Las memorias de Teatro El Público llevan las marcas de todos esos creadores, y de técnicos, productores, vestuaristas, maquillistas y personal de escena que han juramentado con el director algo que no tiene que ver únicamente con el oficio, sino con su manera de entenderlo como un compromiso mayor.

Ni qué decir tiene que una trayectoria de 25 años incluye también tropiezos, silencios, roturas (como las del aire acondicionado que parecen ser cíclicas y que ahora mismo se repite para interrumpir la temporada de Harry Potter, se acabó la magia), y espectáculos no logrados. La crítica ha acompañado a Carlos Díaz en sus empresas, y teatrólogo él mismo, sabe cuidar ese diálogo hipersensible sin que falte en eso su gota de humor. Vivian Martínez Tabares, Marilyn Garbey, Osvaldo Cano, Amado del Pino, han sido varios de los que se han acercado en diversos momentos a su repertorio, y de esa alegría mutua o las tensiones compartidas sale otra página de la biografía de Teatro El Público, que merecidamente puede considerarse uno de los grupos más documentados por los especialistas a lo largo de su trayectoria de unos treinta títulos. Conscientes o no de ello, esos nombres también operan en la órbita de la compañía, como voces dispuestas al diálogo que cada título quiere abrir, a fin de no dejar a nadie indiferente.

He estado junto a él durante mucho tiempo. Tuve la alegría de ver cómo se instauraba la tradición de celebrar las primeras cien funciones consecutivas de algunos de sus mayores éxitos, con la tarja correspondiente que recuerda tal triunfo en la fachada del Trianón desde que La Celestina consiguiera ese récord. Ahora que se preocupa tanto por graduar a jóvenes estudiantes y le hago bromas al respecto, sé que está en ese momento nada fácil de la vida de un director en el que su vida y su casa son el teatro. Se pasa las horas metido en el Trianón, tratando de hilvanar otras estrategias con las que molestar o seducir a sus colegas de la escena. Para él, el teatro es un reino poblado de verdades que no se pueden ser acalladas, una reivindicación de lo que el ser humano puede mostrar desde sus actitudes más conmovedoras o terribles, un acto de desenmascaramiento total. Sabe lo que su teatro aporta a nuestra vida cultural (a la que el teatro en sí mismo debería importarle mucho más) junto a los colegas que desde otros grupos hacen una obra también digna. Todo lo que toca se convierte en teatro, ha dicho alguien de él. Me permito una corrección a esa frase: Todo lo que toca se convierte en Teatro El Público. Nos ha encantado de alguna manera terrible, como sucede en los cuentos de hadas a los que también regresa siempre. Por su culpa, cuando se le entregó el Premio Nacional de Teatro, se paralizó el tráfico en la calle Línea, bajo el trueno de los tambores de Bejucal que llegaron hasta allí para la celebración. Ha sido capaz de eso y mucho más, que el auditorio desconoce, en estos 25 años en los que, gracias a colegas y amigos como los de FUNDarte, ha comprobado que su magia no se limita a lo que ocurre en el escenario del Trianón, sino que también logra su impacto en otros cardinales. Es una historia de 25 años que no cabe ya solamente en ese viejo cine que él convirtió en teatro. Solo espero que se reabran esas puertas, en una nueva noche de función, para que su magia siga retándonos y seduciéndonos.