Nuestra batalla es de pensamiento, y no puede prescindir de la verdad

Enrique Ubieta Gómez
7/11/2019

Hace unos días conversaba con un amigo sobre la impunidad con la que el imperialismo miente. No importa que al correr de los días se descubra la falsedad: la mentira permitió la acción deseada y dejó una huella en la conciencia de las masas. Reflexionaba que la guerra que se nos hace no es, en sentido estricto, de pensamiento, no es una batalla por la verdad, sino por la toma del poder y por su conservación; para el imperialismo, vale todo.

 
Foto: Tomada de Trabajadores.cu
 

Sin embargo, la guerra, la nuestra, sí es de pensamiento: no se dirime ante el enemigo, cínico y sordo; pero debe demostrar a los potenciales lectores-espectadores-oyentes que los mensajes que ha recibido son trampas que explotarán en sus manos.

Es una batalla que no puede prescindir de la verdad, del conocimiento —hay que elaborar estrategias, caminos, construir una conciencia crítica—, pero no debe confundirse con el debate académico. Esta doble condición —que solo existe para los revolucionarios—, crea divisiones que el enemigo aprovecha bien, porque no siempre coincidimos. El imperialismo, en cambio, desprecia la verdad, su intención única es mantener el poder político. El resultado es que la izquierda se divide y la derecha se une.

La unidad también es un hecho cultural que debe construirse sobre el reconocimiento de las identidades marginadas. Reivindiquemos toda la justicia (todo acto de justicia, por pequeño que parezca, es grande), y sobre ese presupuesto no nos dejemos arrebatar la unidad mayor: la de los oprimidos frente a los opresores. Porque el enemigo último, el decisivo, de todas las injusticias (aunque la herencia cultural extienda sus tentáculos más allá) es el capitalismo.

El mismo televisor que transmite un discurso de Fidel, de Chávez o de Maduro, de Evo, una hora más tarde transmite una película cuyo contenido ideológico, enmascarado, conduce en sentido contrario las emociones, los deseos, y las ideas del espectador.

En sus inicios, los consensos son más políticos que ideológicos, la prioridad es alcanzar el gobierno, lo que no es aún el poder; pero una vez logrado ese objetivo, el imperialismo empujará a los gobernantes a nuevas definiciones, que necesariamente requerirán de consensos ideológicos más comprometidos con un ideal.

Esa es precisamente una zona de la guerra en la que los revolucionarios no reparan lo suficiente: la batalla cultural, que es probablemente la más difícil y, a la vez, la decisiva. No existe sociedad nueva sin cultura nueva.

El socialismo, o es el triunfo de una cultura de vida diferente, o es nada. No se trata desde luego de la sustitución o el abandono de tradiciones artísticas y literarias —no hablo del arte y la literatura, aunque se presupongan—, ni de una empobrecedora pretensión de descontaminar la cultura nacional de influencias foráneas, en un mundo cada vez más globalizado. Por cierto, las concepciones sobre la economía, sobre la sociedad en todas sus aristas, son parte de la cultura.

Hablo de la necesaria transformación del proyecto integral de sociedad y también, del proyecto individual de felicidad y de éxito personal de sus ciudadanos, que en el capitalismo se asocia más al tener que al ser, al consumismo depredador, al individualismo destructor de individualidades. Podemos medirlo así: según sea el modelo de éxito personal de los ciudadanos, así será el modelo de sociedad que construimos.

Si los beneficiados de la justicia revolucionaria no logran cambiar el paradigma de vida —hegemónico en filmes, telenovelas, canciones, en las páginas “sociales” de los grandes diarios, y en general en los medios de comunicación y en las llamadas redes sociales, en fin, en la cultura que prevalece y reproduce los valores del sistema—; si la ilusión, palabra clave, de que los explotados pueden llegar a ser y a vivir como sus explotadores (la ilusión refrendada por los medios de que es posible el milagro de Cenicienta, visión por demás explícitamente machista) no se deshace, no se reconstruye, las revoluciones serán siempre reversibles.

Para ello es necesario entender que el socialismo tiene que hacer efectivas las mayores cuotas de democracia, pero de una democracia diferente a la burguesa, esa que ha reacomodado su primigenio carácter liberador al de simple protector de sus élites, valladar para el triunfo de los desposeídos. La nuestra es la democracia popular, y el acceso a ese tipo de democracia presupone una revolución cultural: transformar a las masas en colectividades de individuos, en protagonistas de su destino.

Los revolucionarios tenemos que construir un horizonte cercano —más pequeño que el de la Historia, que el de la Humanidad, y por eso más inmediato y demandante— que sea apetecible y alcanzable; pero no podemos renunciar tampoco a uno más lejano, más radical, más duradero, más humano, es decir, más revolucionario. Los que creen que el capitalismo no podrá ser vencido, han sido culturalmente vencidos, ya no son revolucionarios.

Sin un horizonte visible o imaginado, pero creíble, nadie remará con entusiasmo. Desde antes del primer día, hay que empezar a construirlo: si la cultura alternativa queda invisibilizada, cada conquista material solo aparentará ser un escalón en el ascenso social capitalista, y los “de abajo” seguirán soñando con ser “los de arriba”.

Por otra parte, el futuro necesita de un pasado, de ahí que se libre una enconada lucha en torno a los héroes y a las efemérides. El debate historiográfico en Cuba y Venezuela —lo digo solo a modo de ejemplo— sobre Martí y Bolívar, está transido de ideología: es también un debate sobre Fidel y Chávez, sobre el futuro de nuestros dos países y de Nuestra América. Cualquier interpretación del pasado está determinada por la visión de futuro de quienes la enuncian.

Sin embargo, nuestros hijos “aprenden” historia, a veces, de la peor manera: en los videojuegos, en las series, en las películas, que es el único lugar donde los soldados estadounidenses han logrado vencer a los vietnamitas. En ellos, los superhéroes sustituyen a los héroes de la historia; ellos cuidan el orden, la estabilidad del sistema y no son imitables. La prensa “social” sitúa como modelo imitable de éxito a los explotadores. Los revolucionarios tenemos otros modelos: “seremos como el Che”, decimos, y reafirmamos en las plazas de Cuba: “yo soy Fidel”.

La izquierda debe reescribir, recomponer ese saber, recuperar la mirada, la voz de los oprimidos: hacer que se reconozcan todos más allá de sus fronteras nacionales. Si queremos marchar unidos, debemos conocernos mutuamente. Tenemos una cultura rica y diversa, una historia hermosa, enemigos comunes y un futuro promisorio.

Muchas gracias.