“…si alguien violenta los límites de Dios, esa persona se hará daño a sí mismo y a los demás”.
Al-Baqara, 229.

“…tiempo de destruir y tiempo de edificar; …tiempo de guerra y tiempo de paz”.
Eclesiastés (3:1-8)

Una vez más hemos presenciado un alud de muerte en la sagrada tierra del Oriente Medio. Cohetes. Bombardeos. Misiles. Destrucción. Israelíes y palestinos han guerreado —¡otra vez!— ahora por poco más de una decena de días. Desde 1948 ese es el escenario. Invariable. Repetitivo. Un escenario de horror. Reiterado. Los detonantes pueden mutar y es que esa —precisamente— es la naturaleza del polvorín: basta la mera chispa. Así como los olmos no producen peras, los polvorines producen explosiones.

Esta vez el casus belli lo fue el intento de las autoridades israelíes de expulsar a residentes palestinos del barrio jerosolimitano de Sheikh Jarraah y la dura represión en la muy famosa Mezquita de Al-Aqsa —ubicadaen la no menos célebre y sagrada Explanada de las Mezquitas—. Por más de siete décadas muchos han sido los casus belli. Demasiados. Muchos lo horrores, los cohetes, los bombardeos, los misiles, las muertes, las asonadas, las destrucciones, los heridos, los mutilados, los refugiados. En lo que respecta a Gaza, esa franja desdichada que deviene el sitio más densamente poblado —en puridad el gueto más hacinado y aislado del mundo— se trata de la cuarta conflagración desde el 2008.

Ataque israelí a Gaza, 14 de mayo de 2021. Foto: Tomada de La República

No pocas de las calamidades del mundo actual tienen por origen —de todas urge desambiguar orígenes y causas— tremebundos dislates. Piénsese, por ejemplo, en los más de 60 millones de kurdos que hoy mismo —y tras el reparto del mundo acaecido al final de la I Guerra Mundial— quedaron sin patria: el Tratado deSèvres lo prometió; el Tratado de Lausana lo escamoteó. Milagroso que desde tales —i.d. promesa y escamoteo— no haya sufrido —o sufra ahora mismo— el mundo mayores tragedias.

Los deslices generan tragedias. Sucesivas tragedias que en sucesivos deslaves suelen aplastar —sucesiva y trágicamente— a millones. En maléfica transustanciación el error se transmuta en horror.

Cometido el desliz urge la sabiduría, la templanza y la ética, esa que olvida ideologías, odios y sacros o espurios intereses en función de erradicarlo. Evitar las consecuentes y sucesivas tragedias. Los deslaves. Los horrores. Si humano es errar no es propio de humanos prolongar ad infinitum tragedias o procrastinar indefinidamente soluciones. Soluciones reales. Posibles. Definitivas. Y es que las reales son siempre las únicas posibles. Las posibles casi siempre las únicas definitivas. Las ideales suelen ser idílicas. Y lo idílico casi siempre imposible. Sin aludir a lo temporal. Temporal es colocar parches sobre una enorme herida, séptica y permanentemente abierta. Temporal es mantener mecha y polvorín incólumes cuando lo necesario y efectivo resultaría hacer desaparecer al dúo.

En 1948 se tuvo la impericia de cometer un desliz. Más bien una sucesiva cadena de deslices. Atendiendo a la violencia existente entre convivientes hebreos y árabes en la zona bajo Mandato Británico correspondiente a la región de Palestina, la ONU decidió estudiar el asunto. El Mandato Británico culminaba, los ingleses se retiraban y la zona era un hervidero de disparos, grupos armados —Haganah, Irgun, Legión Árabe— masacres y combates. Árabes y hebreos, por múltiples y aciagas razones, no lograban pacífica convivencia. Era menester hacer algo. Se creó la UNSCOP: el Comité Especial de las Naciones Unidas para Palestina. El encargo: estudiar el problema y proponer soluciones. La Comisión se conformó por un total de once países, en aras de expulsar contrahechos intereses no actuó en ella potencia alguna: ni uno solo de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. El 31 de agosto de 1947 el susodicho Comité concluyó labores. Una mayoría de siete países recomendó la creación de dos Estados, a saber, un Estado hebreo, un Estado árabe, con Jerusalén bajo administración internacional; tres países recomendaron la creación de un solo Estado en el que convivieran pacíficamente ambos pueblos; un miembro de la Comisión se abstuvo. El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de la ONU examinó lo recomendado. Tras ajustes varios se aprobó la propuesta, por mayoría: 33 votos a favor, 13 en contra, 10 abstenciones. En consecuencia la Resolución 181 estableció la partición de la zona bajo Mandato Británico en dos Estados: uno hebreo, otro palestino. La escisión tendría lugar una vez se consumara la retirada inglesa. Como acaece con las Resoluciones de la Asamblea General, la citada carecía de carácter vinculante. Tampoco contemplaba hoja de ruta, disposición práctica u organizativa alguna en función de tomar las pertinentes medidas y llevar a la práctica in situ la recomendada partición. Estados Unidos y la entonces URSS votaron a favor. Los países islámicos y/o árabes votaron —de manera unánime y en bloque— en contra. Los residentes árabes en la aludida zona se negaron a aceptarla y… lo hicieron saber alto y claro.

Los ingleses, previo al cese del Mandato en la zona —encomienda que databa desde el reparto del Mundo tras el fin de la I Guerra Mundial—, y que antes, en 1917, habían emitido la conocida Declaración Balfour que prometía un Estado hebreo en la zona —anulada por el Libro Blanco de 1939— no movieron muchos dedos para facilitar, organizar, normar o regular la escisión. No puede aducirse falta de experiencia: poco tiempo antes, en agosto de 1947, a partir de materializarse la retirada británica de la India, se declaró, con apenas un día de diferencia, la independencia —y consecuente escisión— de la India y Pakistán —un Estado hindú, un Estado musulmán—, cisma que involucró a cientos de millones de seres humanos en situación de no reducida beligerancia y que provocara además la migración —en una u otra dirección— más notable y express de la historia.

Se tiene delante el mapa resultante de la Resolución 181 y cunden las dudas y se soliviantan todos los asombros. El Estado árabe es seccionado en cuatro porciones: una al sur, fronteriza con Egipto; otra al suroeste comparte igual frontera además de gozar de costa al Mediterráneo; una tercera al centro-este, fronteriza con Jordania; y una al norte, fronteriza con Líbano, también con costa al Mediterráneo. Cada una de esas secciones se conecta con la contigua por una estrecha franja de tierra. El Estado hebreo, por su parte, es seccionado en tres porciones: una al sureste, fronteriza con Egipto y Jordania; una al centro-este, con costa al Mediterráneo, y una al norte, colindante con el Líbano, Siria y Jordania. Se repite idéntico absurdo: cada sección se conecta con la contigua a partir de un estrecho corredor. A la población árabe —en aquel instante ascendía al 67% del total— correspondió el 46 % del territorio; a la población hebrea —el 33 % del total de habitantes de la zona— correspondió el 54%, urge decir que del mismo el 45 % lo conformaba el hoy famoso desierto del Neguev.

Resulta un dislate que otros acuerden un plan cuando precisamente una de las partes directamente afectada, por demás parte mayoritaria, rechaza de manera unánime y categórica ese plan. Para muchos resulta un anacoluto el escabroso trazado de las fronteras y la sui generis asignación de territorios. Convengamos además que resultó desastroso no mover todas las piezas en aras de lograr el debido consenso y acuerdo entre las partes, para, una vez logrados beneplácitos y conciertos, al menos los mayoritarios, diseñar y aplicar las normas, los principios organizativos, las etapas y los pasos prácticos, aceptados y acatados por todos, en función de lograr la escisión exitosa.

Las naciones árabes declararon —en bloque cerrado— no aceptar aquello. Los fundamentalistas hebreos —por entonces en minoría— tampoco lo aceptaron: en voz alta y clara adujeron desear todo el territorio. Nadie movió ficha alguna para apagar la enorme deflagración que a plena luz y a los cuatro vientos se anunciaba. Los británicos anhelaban abandonar de una vez el polvorín y… optaron por el clásico e irresponsable lavado de manos del romano Pilatos.  

“(…) No habrá solución definitiva hasta tanto todos tengan —de hecho y de derecho— patria (…)”.

El error —más bien la aciaga cadena de errores— provocó la tragedia inicial: la guerra de 1948/ 1949. Tras ella el antiguo territorio bajo Mandato Británico fue militarmente ocupado por Israel —se apropió entonces del 77 % de lo que la Resolución 181 propuso resultara Palestina—, Egipto y Jordania. Lo óptimo habría resultado alcanzar entonces la solución definitiva. Justa. Equitativa. Mutuamente aceptada por las partes. No se logró. Tras aquella primera tragedia se echó mano por vez primera a la desde entonces muy socorrida solución temporal: el alto al fuego o la tregua. Solución temporal que, de hecho, pospuso —y aseguró— periódicas y cada vez peores tragedias. Se instauró el statu quo del polvorín: se creó un arsenal y se le colocó eficiente mecha en mitad de una zona pletórica de material inflamable y chispazos. Las tragedias subsiguientes, desde luego, no se hicieron esperar: llegó la llamada Guerra del Sinaí o Crisis de Suez, en 1956; llegó la Guerra de los Seis Días, en junio de 1967; llegó la Guerra del Yon Kipur, en octubre de 1973; llegaron las invasiones al Líbano en 1978, 1982 y 2006; llegaron las cuatro deflagraciones en Gaza —2008, 2009, 2012, 2014—.

Al error inicial y errores sucesivos, siguieron cuatro grandes guerras y sucesivos conflictos periódicos, cada uno finiquitado con el empleo de las ya clásicas y sucesivas soluciones temporales —treguas y altos al fuego—. Nunca la solución definitiva que asegure la convivencia pacífica de ambos pueblos, la integridad territorial, el respeto mutuo, la vida, el derecho de todos a la existencia, a la felicidad, al desarrollo. ¡Nunca la paz definitiva! El Acuerdo de Oslo —por un breve instante— lo pareció. Y cual espejismo vano o ilusión óptica… se desvaneció.

Por más de 70 años se ha permitido al error agigantarse. Echar raíces. Crecer. El error de un día es hoy alud tremebundo. Horror sin igual. La Guerra Fría, urge reconocerlo, sostuvo, estimuló, financió y armó a unos y a otros: desde enconados y encontrados intereses la zona fue el escenario de lo que en politología se conoce como guerra proxy. Ello prolongó/profundizó/ahondó la tragedia. El fin de la Guerra Fría no fue, sin embargo, el fin de la tragedia. Desde entonces una y otra vez se han procrastinado las soluciones. Las reales. Las definitivas. Y si bien con la muerte de la Guerra Fría murieron —aparentemente— sus concomitantes intereses ¡el tiempo hizo surgir otros! Relevo de intereses relega la paz. Mantener el statu quo de polvorín no es solución definitiva. Mantener a un pueblo sin patria y sin derechos no es solución definitiva. Creer que la solución puede llegar desde procedimientos militares no es solución definitiva. No habrá solución definitiva hasta tanto todos tengan —de hecho y de derecho— patria. Sin menoscabo. Mantener el statu quo de polvorín resulta privilegiar la inminencia de la deflagración y de la tragedia. Esa es la naturaleza de los polvorines. Para nada la naturaleza del homo sapiens. 

Misiles israelíes (izquierda) interceptando misiles de Hamás (derecha). Foto: Anas Baba/ tomada de Getty images

Las soluciones definitivas son indudablemente difíciles. Complejas. Arduas. Especialmente cuando se han amontonado tantas tragedias y las tragedias han alimentado tanto odio. Desconfianza. Temores. Mas… lo definitivo no puede obviarse en función de lo parcial. Lo realista no puede relegarse en función de lo ideal. Lo complejo no puede rechazarse en función de lo expedito. Urge tener la templanza y la inteligencia de privilegiar lo definitivo. La matanza periódica que emana del actual statu quo resulta inaceptable. Siete décadas es ya demasiado. Millones viven hoy sin patria y sin derechos. Millones viven aguardando un misil o un bombardeo. Patria, convivencia, reconocimiento y derechos —para todos— es la vía única y posible a la paz.

¿Ha logrado alguna de las partes en más de siete décadas la victoria, el feliz ejercicio de sus derechos y la paz definitiva desde el uso reiterado de la fuerza? No. Eso solo ha significado más sufrimientos, más muerte y más odio. ¿Es previsible o predecible la resolución del conflicto hoy mismo, u en el futuro, con el empleo de tales métodos? No. Ni unos ni otros pueden —en la práctica— resolverlo así. El poderío armado israelí tendría que asesinar a los tres millones de palestinos que ahora mismo viven en Cisjordania; a los dos millones que hoy residen en Israel; a los dos millones que dramáticamente se hacinan en la Franja de Gaza; a los 300 mil que moran en la muy sagrada Jerusalén —40 % de la población de esa ciudad es hoy palestina, en el caso de la llamada Ciudad Vieja ello asciende al 90 %—. Para un fundamentalista tal vez ello resulte factible. Para el mundo —y para la mayoría de los israelíes, vaticino— no lo es. Los palestinos no dejarán de luchar en aras de tener patria. El poderío militar israelí no puede borrar esa demanda. Demanda que se erige como inalienable derecho. No reconocer ese derecho es negar la paz. No reconocerlo significa afrontar —periódica y eternamente— la guerra. No creo que los ciudadanos de país alguno deseen periódica y eternamente la guerra. No existe la menor posibilidad de finiquitar el conflicto desde las armas. Semejante anacoluto sostiene per se guerra y muerte. Ad infinitum. Sostiene la ética y el statu quo del polvorín. Y lo hace no en beneficio de las partes en conflicto si no en detrimento de ellas y en artero interés propio. La única posibilidad llega desde el acuerdo justo, viable, pragmático y mutuo que garantice —definitiva e íntegramente, sin menoscabo de parte alguna— la existencia y convivencia pacífica de ambos Estados. Paz definitiva. Patria, derechos y paz. Para todos, con el respeto y salvaguarda de todos.

“(…) Los palestinos no dejarán de luchar en aras de tener patria. El poderío militar israelí no puede borrar esa demanda (…)”.

Dado que la geopolítica es un hecho, esa paz debe ser aceptada no solo por palestinos e israelíes. Debe ser aceptada y respetada —muy especialmente— por cada una de las partes que, en esta la larga y muy enconada tragedia, han tenido —y tienen— algún grado —menor o mayor— de participación o algún nivel —menor o mayor— de interés. No falta a quien seduzca el mantenimiento del statu quo, este, el del polvorín, el de los últimos 70 años. Desde ello se atiza aún hoy la posibilidad de una —idílica, quimérica, sangrienta, imposible e irresponsable— solución militar.

Urge que las naciones con influencia con las partes involucradas, las naciones con intereses, los organismos internacionales —la ONU, desde luego, en primera instancia; la Liga Árabe—, los Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea, Turquía, Irán, Líbano, Qatar, Siria, Egipto, Arabia Saudita, todo el Oriente Medio, el Magreb, el resto de las naciones árabes y/o musulmanas, y desde luego ¡palestinos e israelíes! se llamen a negociar. Olviden fundamentalismos. Controlen los odios. Las sospechas. La desconfianza. Los recelos. Los temores. Los prejuicios. Y… ¡destierren definitivamente las soluciones militares! Urge que cese —y se revierta— la concesión de tierras árabes al colono israelí —más de 650 mil colonos se han asentado en Cisjordania—. Urge se logre el regreso seguro, definitivo y feliz del refugiado. Urge una condición mutuamente aceptable para Jerusalén. Urge se acepte el derecho inalienable de ambos Estados a existir, a desarrollarse y convivir en paz. Para ello, desde luego, unos y otros deberán tener el enorme valor de hacer concesiones. Hacer concesiones demanda mayor valor y honor que disparar cohetes y ordenar bombardeos. Sentarse a negociar exige más valentía y badajos que aprestarse a matar. Exigir y lograr derechos en una mesa de negociación no es traicionar. Reconocer derechos mutuos tampoco. Son duras las concesiones. Difíciles. Para todas las partes. Requiere cambiar mentalidades. Mutar paradigmas. Reconfigurar estrategias. Remodelar tácticas. Olvidar intereses. Metabolizar odios. Quizá todo ello —tristemente— requiera de otros protagonistas. Y la aparición de otros protagonistas tal vez demande —angustiosamente— más tiempo. Hagamos votos para que no sean otros 70 años. No es de humanos prolongar tragedias ni posponer soluciones. Seres racionales no lo harían. La paz, la definitiva, la única posible, lo merece. 

“(…) Urge se acepte el derecho inalienable de ambos Estados a existir, a desarrollarse y convivir en paz (…)”. Foto: Tomada de Asia News

Al premier Yitzhak Rabin lo asesinó un fundamentalista hebreo de derecha opuesto a la idea de la paz, enemigo de la retirada israelí de Gaza y Cisjordania, lograda tras los acuerdos de Oslo. A Folke Bernadotte, primer mediador de la ONU en la zona, lo asesinó en el mismísimo 1948 un fundamentalista hebreo.A Yasser Arafat se le llamó traidor por firmar los Acuerdos de Oslo y elegir la vía pacífica en aras de resolver el diferendo. Fundamentalistas hay en todas partes.    

Incentivar acuerdos de paz por separado entre naciones árabes e Israel no resulta, me temo, la opción correcta. Si bien todo acuerdo de paz es loable sectorizar esa paz con olvido de los derechos de la cardinal parte implicada, despojada y sufriente, puede incentivar los fundamentalismos israelíes en detrimento de una solución justa y definitiva. El cacareado plan trumpista, nacido bajo el engañoso y pomposo epíteto de Acuerdo del Siglo —reconocer el derecho de Israel a la ocupación total de Jerusalén y de parte de Cisjordania, el llamado Valle del Jordán, limítrofe con Jordania— sería hacernos rodar, en los albores mismos del siglo XXI, hacia el lodazal de errores que llega desde las puertas de la segunda mitad del siglo XX. Sería, de facto, el Error del Siglo. No disfracemos de Acuerdo un nuevo anacoluto que incrementaría diferendos, legalizaría despojos, reincidiría en errores y multiplicaría tragedias.

Ahí están las Resoluciones 242/1967 y 338/1973, ambas del Consejo de Seguridad; ahí está la Iniciativa de Paz de la Liga Árabe del 2002; los Acuerdos de Oslo de 1993; las fracasadas conversaciones de Camp David y Taba, de 2000 y 2001, respectivamente. He ahí las bases. Urge retomarlas. Y urge hacerlo ya. 

Israel tiene hoy nuevo Gobierno. Una rara y aparentemente inestable alianza de ocho partidos —entre ellos, incluso, uno árabe e islamista, el 21 % de los ciudadanos israelíes son hoy árabes—. El nuevo Premier —se dice— resulta más ultraderechista que el propio y saliente Netanyahu. Mas… todos en Israel no pueden ser fundamentalistas. Todos en la zona no pueden serlo. Todos no pueden ser obtusos negados a la paz y dispuestos a vivir perennemente en estado de guerra.

Más allá de las infaustas divergencias entre Fatah y Hamás, el pueblo palestino exhibe unidad espiritual. Ella debe llevar a la necesaria unidad política y organizacional. Y ella al consenso. Los fundamentalismos en todos los sitios y épocas siempre han atizado la guerra, en este caso la opción de las armas conduce al estado de guerra perenne. A la crisis permanente. A la inestabilidad infinita. Al mantenimiento del statu quo del polvorín. Ambas naciones son hoy un hecho inextinguible e irrebatible y desde el hecho emana el Derecho. El polvorín y la mecha deben de ser anulados. Lo inflamable suprimido. Las chipas extinguidas. El statu quo superado. Una de las zonas más sagradas del mundo lo merece.

No pueden eternizarse guerra y odio. Esa es la ideología y el sustento de los fundamentalismos. Los fundamentalistas no hacen concesiones. Nunca privilegian la paz. Excluyen al otro. Lo niegan. Lo borran. Lo suprimen. Y la opción única hoy es reconocer los derechos del otro. Todos los derechos. Aceptar al otro como un igual. Esa —y no otra— es la base de la paz. Del acuerdo. Del olvido de las armas. Esa —y no otra— resulta la vía definitiva, única y trascendente a la paz.

Un día ambas naciones existirán en paz. El hebreo invitará entonces al árabe al Bar Mitzvah. El árabe invitará al hebreo a la cena de Iftar. Compartirán mesa lo kósher y lo halal. Lo sé. Un día será realidad. Yo quiero verlo.

1