Por pura empatía sociológica dos de mis libros preferidos tratan sobre la industria azucarera. Niño de ingenio, del brasileño José Lins Do Rego (1901-1957), y La callada molienda, de la matancera Maylan Álvarez (1978), centran su temática en las delicias, miserias, esplendor y tragedias de aquellos entornos. La vida en los bateyes, con su singular dinámica, la mística de la fábrica con sus hervores, sonidos y olores, los comportamientos y los lazos solidarios creados con la convivencia en igualdad de epifanías y desasosiegos, pese a que relatan hechos de épocas y países distintos, los emparientan medularmente.

El hecho de que entre los 10 y los 28 años mi vida transcurriera en el batey de un central, fundamenta el regusto que une indisolublemente mi sensibilidad con ambos textos y sus autores. Aunque al brasileño no lo conociera personalmente, a Maylan sí, solo que su procedencia azucarera la vine a descubrir con el libro que antes mencioné.

“Nunca más, ni antes ni después de mi vida en el batey, vi una familiaridad tan intensa”.

El de Lins do Rego es el relato de una infancia marcada por los códigos de esa vida apegada a la ejecutoria fabril mientras el de Maylan deja constancia de las pérdidas culturales asociadas a la demolición de decenas de fábricas en la Cuba de inicios del presente siglo. Son dos miradas distanciadas por los años, los diferentes entornos políticos y la motivación central, convergentes sin embargo en la crónica (sutilmente lírica o crudamente testimonial) que recrea un mundo de indiscutible y plural riqueza.

Sobre la novela del brasileño leí el siguiente planteamiento en Ateneo:

La novela cubre el arco temporal de la infancia; abarca esa edad del protagonista que mira el mundo con ojos sorprendidos y abiertos, discurriendo en un blando existir, libre y abierto a experiencias que, de manera inmediata, no se hallan sujetas a la reflexión; es todo pura sensación y vivencia, pura experimentación vital.[1]

Existe en los bateyes de los centrales aún activos en Cuba (y existía en los ya desaparecidos) una especial afinidad entre sus pobladores, quizás forjada en el laboreo (cultura al fin) para el procesamiento del azúcar y sus derivados, aunque en realidad dicho vínculo comienza desde antes, con el cultivo de la plantación. De alguna manera Miguel Barnet razona sobre el tema: “El batey, coto cerrado, célula fundamental, contribuyó a la fusión integradora de todos los valores originarios de nuestro país (…) donde se dan el abrazo definitorio todas las manifestaciones que componen nuestro acervo espiritual y material”.[2]

Las conversaciones, los comportamientos, las reparaciones hogareñas, la jardinería, la arquitectura, el arsenal lúdico y el sistema de estructurar las simpatías y desencuentros se relacionaban en casi toda su medida con la destreza y sutilezas en el funcionamiento del ingenio, erigido referente obligado de cuanta cosa se hiciera en sus dominios.

Pudiera mi apreciación estar signada (traicioneramente) por el romanticismo del recuerdo inefable, pero nunca más, ni antes ni después de mi vida en el batey, vi una familiaridad tan intensa, al extremo de que compartir los bienes era casi una obligación: nadie mataba un cerdo sin llevar su pedazo a cada casa del barrio, quien tuviera matas de aguacate, o de mango, u hortalizas, abastecía de esos productos a los vecinos, alegremente, sin costo alguno para el receptor. La generosidad nacía de manera espontánea y sin límites. Pero todo eso cambió, para mal.

“Ojalá se instaurara, en los nuevos bateyes o en los actuales, recuperados, algo de la magia que los animó cuando producir azúcar constituía el empeño mayor de los habitantes”.

El impacto económico de la demolición de cientos de estas fábricas a principios de este siglo no es nada despreciable; pero en lo cultural las pérdidas, por parecer irreversibles, han hecho que los bateyes devinieran pueblos muertos (sin fuentes de empleo, salvo en la agricultura) para asumir malamente, de manera impostada, códigos de una identidad imitativa de lo urbano. Se fomentó una extraña hibridez donde las ganancias de una modernidad postergada no compensan las pérdidas de costumbres que hacían de tales asentamientos lugares únicos cuyo anclaje en la piscología colectiva los investía de valores patrimoniales. La callada molienda se erige, con intención, elegía sutil de esa debacle.

En la introducción a sus testimonios Maylan asegura: “…no solo se afectó el azúcar en su sentido más limitado. Se afectó el patrimonio ferroviario, se perdieron costumbres, tradiciones, festividades, palabras que fuera de ese entorno quizás nunca más tendrán que ser utilizadas (…) Se perdieron oficios heredados de padres a hijos y a nietos”.[3]

Algunos de los más lúcidos economistas cubanos han analizado, a la luz de su ciencia, el fracaso de aquella política de desmantelamiento, no importa cuántas razones la sustentaran.[4] La modernización y la racionalización eran impostergables; pero la acción devastadora, en materia de identidad cultural, que sobrevino al desguace de las fábricas hace que nos cuestionemos, una vez más, si debió ejecutarse con la radicalidad que se hizo.

Las pérdidas se dieron, sí, en lo lingüístico, en lo lúdico, en lo fáctico, en lo ontológico de las personas que vieron cómo tantas virtudes se vaciaban de sentido. La pérdida mayor, entonces, tiene un saldo antropológico. Quizás aún estemos a tiempo de salvar algo. Pero urge ponerlo en un lugar más privilegiado de la mira.

Hoy se lucha por la recuperación azucarera en Cuba, pero los ocupados en esa tarea, como es lógico, enfilan sus blancos en los centrales aún activos, que son pocos, y en las posibles inversiones a largo plazo. Ojalá con el renacer (que no la recuperación) de la industria azucarera, mediante políticas y acciones culturales de profundo calado, se genere un rescate de hábitos y costumbres que, quizás no como antaño, pero con similar singularidad, les devuelva a los pobladores de esos sitios el orgullo que la utilidad alimenta. Ojalá se instaurara, en los nuevos bateyes o en los actuales, recuperados, algo de la magia que los animó cuando producir azúcar constituía el empeño mayor de los habitantes.


Notas

[1]“Voces de la novela”, en Ateneo 271; [en línea; disponible en https://mdc.ulpgc.es/utils/getfile/collection/cateneo/id/269/filename/271.pdf; [fecha de consulta, 22 de agosto de 2022].
[2]Barnet, M., (2005) “La cultura que generó el mundo del azúcar” en Catauro, Revista cubana de antropología. Año 6, número 11. Enero-julio 2005, pp. 6-15. Citado por André Lozano Zamora, en “El complejo cultural cubano del azúcar”, en Contribuciones a las ciencias sociales, Diciembre de 2009, [en línea] disponible en https://www.eumed.net/rev/cccss/06/alz.htm
[3]Maylan Álvarez Rodríguez: “¿Adiós al ingenio?” en La Callada molienda; Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2013, p. 11.
[4]Si solo se concretaba un volumen de caña para 66 ingenios, ¿por qué mantener activos 156?
6