Hace algunos meses, la Fundación Ludwig desarrolló una serie de eventos sobre el arte cubano de los setenta. Naturalmente, la experiencia del Escambray fue tema de algún panel en el que yo comentaba sobre una pregunta que me había hecho por esos días un joven actor —ruego a los que la escucharon entonces, tengan paciencia para hacerlo de nuevo—. La pregunta se refería a mi preferencia por los papeles que había representado en mi larga trayectoria aquí.

“Parecería que el hecho de llevar ya treinta y cinco años en el empeño quiere decir que la gente no capta, que se enajena, o que el momento pasó, o que la gente quiere ver lo que fue (o no fue) y no lo que es. O que perdimos el impulso”.

Me sorprendí yo mismo al responder que de veinte o veinticinco obras en las que había trabajado, sólo podía recordar tres o cuatro roles que realmente me hubieran interesado.

¿Cómo es posible entonces permanecer tanto tiempo en un lugar sin ese alimento básico para el ego del actor?

El teatro, más allá del propio gusto, debe ser una experiencia real, de tiempo presente. Debe eliminar la incredulidad y hacernos aceptar el hecho de que eso está sucediendo, que es una acción viva, y en el mejor de los casos, subversiva y peligrosa.

¿Cómo es posible entonces permanecer tanto tiempo en un lugar sin ese alimento básico para el ego del actor? Obra: Ayax y Casandra.

Muchas veces carecemos, para desgracia nuestra, de una audiencia que desee verdaderamente un teatro duro y comprometido; mucha gente no quisiera que el teatro fuera así y quieren disuadirlo de ser un acto responsable; nos rondan para de alguna manera trepanarnos y extirpar nuestra vocación de servicio, nuestra voluntad crítica.

Me pongo a pensar en estas palabras: duro, comprometido, voluntad crítica y parecería que hablo de algo que se fue con el siglo. Es que falta la palabra clave: arte. Esa debe ser la vía.

Nosotros, en el Teatro Escambray, hemos enfrentado y respondido al problema durante estos treinta y  cinco años, desde La vitrina hasta El metodólogo, con propuestas más o menos felices, más o menos aceptadas, en muchos casos toleradas, ignoradas o perdonadas por sectores tan excluyentes como pueden ser la crítica o la oficialidad; pero propuestas, en fin, resultado del trabajo de hombres y mujeres que han considerado su deber el hecho de exponer, reflexionar y dialogar, mediante el arte del teatro, sobre las lagunas y errores de la sociedad y el hombre en su compleja relación.

Shakespeare escribió: “Yo sostengo un espejo”. Nosotros sostenemos un espejo que refleja la naturaleza.

Parecería que el hecho de llevar ya treinta y cinco años en el empeño quiere decir que la gente no capta, que se enajena, o que el momento pasó, o que la gente quiere ver lo que fue (o no fue) y no lo que es. O que perdimos el impulso.

Shakespeare escribió: “Yo sostengo un espejo”. Nosotros sostenemos un espejo que refleja la naturaleza. Esto significa que los seres humanos, y sus vidas, están siendo reflejados, y no significa que ese reflejo deba ser naturalista, o cultural, ni siquiera falsamente artificial. Un verdadero espejo de la vida nunca es cultural, ni artificial; un verdadero espejo refleja lo que hay. No sólo la superficie sino lo que se esconde bajo la superficie, en las intrincadas relaciones sociales; y más abajo aún, en el sentido esencial de esto que llamamos vida. Expresar esa totalidad requiere un enorme esfuerzo, una enorme capacidad poética que no es la de la belleza entre comillas, sino aquella de lo compacto, del lenguaje cargado de intensidad.

Ahora bien: trabajar con lo crítico, con lo negativo, con la transgresión, ¿nos hace pesimistas? ¿Debemos ser optimistas hoy? El optimismo a ultranza puede ser una mentira. El pesimismo, no más que autoindulgencia y masturbación. La tercera posición resulta entonces extraordinariamente difícil, porque significa el abrirse a lo intolerable y, al mismo tiempo, radiante de la existencia, y el trabajar con el sentido más profundo de los conflictos de la conducta humana nos llevará sin duda a sentirnos más vivos, nunca más suicidas.

“La práctica del Escambray ha privilegiado la palabra…”

La vitrina y Molinos de viento fueron escritas por Albio Paz y Rafael González, creo yo, sobre la base de conocimiento que el grupo acumulaba y procesaba. Ellos dieron voz al pensamiento de todos. ¿Por qué nos dicen hoy, treinta o veinte años después: La vitrina en la actualidad sería provocadora? (siempre lo fue), o ¿Molinos de viento hace falta de nuevo, la cosa está peor? ¿Por qué no han pasado? Las respuestas fáciles y frívolas no satisfacen. Hay que pensar en la capacidad de observación, de acumulación y de memoria; en la capacidad de ver conexiones donde normalmente las conexiones no son obvias; en la conciencia no sólo de la acción en sí misma, —la historia que se cuenta— sino también de las relaciones entre los numerosos niveles de significación que se conectan con esa acción.

Es esa la poética mediante la cual cada línea debe ser portadora de un significado narrativo y al mismo tiempo generadora de las vías espectaculares para expresarlo, para insuflar vida; lo que sólo ocurre cuando esa conjunción de elementos se hace punto de encuentro no sólo entre ellos, sino también en nosotros; cuando su propósito es el de dejarnos frente a interrogantes abiertas con las que debemos luchar ―otra vez― por nosotros mismos.

“El teatro (…) debe eliminar la incredulidad y hacernos aceptar el hecho de que eso está sucediendo, que es una acción viva, y en el mejor de los casos, subversiva y peligrosa”.

La práctica del Escambray ha privilegiado la palabra, y qué difícil hacer carne el verbo de Reinaldo Montero.

Este ensayo que presentamos hoy es lo que yo espero sea el penúltimo capítulo de la azarosa historia de un proyecto que ha terminado por llamarse Desesperados, cinco ejemplos en dos actos, y que se ha quedado en tres ejemplos.

Hace diez años, cuando celebrábamos el vigésimo quinto aniversario del grupo con el estreno de La paloma negra y el primer Teatro y Nación, mucha gente, que tenemos la dicha de ver hoy aquí otra vez, se sorprendió con Fabriles, sobre cuentos de Reinaldo Montero, un espectáculo cuya artesanía fue motivo de bastantes discusiones —y disensiones— dentro del grupo. Recuerdo a uno de los actores históricos que se dedicaba, función tras función, a espiar y contar la cantidad de espectadores que se iba.

“Estamos aquí reunidos por los treinta y cinco años de existencia de una institución, lo que no implica necesariamente la noción de grupo”.

Pasó el tiempo y pasó no sólo un águila sobre el mar; han pasado también variopintas alimañas, fenómenos y meteoros de toda intensidad y tamaño. Entonces, a principios de este año y por varias coincidencias y circunstancias, se decidió reformar el espectáculo con un elenco, que era casi totalmente nuevo. Para junio estaba prácticamente terminado el montaje, me parece que con dignidad, pero entonces dos actrices deciden dejarnos, lo que echó todo por tierra.

Me dolía que aquello abortara fundamentalmente por tres monólogos que eran parte de la estructura y que habían significado un gran esfuerzo y un buen resultado para los actores que los interpretaban. Así, le pedí a Reinaldo algún tipo de solución dramatúrgica que pudiera contenerlos. Realmente no lo sentí muy entusiasmado, pero al fin me dio una respuesta: “¡dos monólogos más!” Y se aceptó el reto.

“No es sólo cuestión de técnica, es un asunto de corazón. Y de eso se trata”.

En septiembre pasado, al regreso del Festival de Teatro de La Habana, nos enterábamos de que uno de los actores capitulaba ante las murallas de la capital.

¿Qué hacer?

Se ha seguido trabajando, y lo que ustedes verán es el estadio en que tres monólogos se encuentran: para el que nos dejó no tengo sustituto. Este ensayo, Voz en Martí y El metodólogo les darán una idea —espero que no demasiado negra— de qué es hoy el Escambray. Algunas cosas están más trabajadas, otras son simples esbozos. Algo de lo que ha cambiado con respecto a Fabriles es el contexto.

“Aquí y hoy, a los sesenta y cinco, me debato en el conflicto de tener que reinventarme, de rehacer mi espacio y mis propósitos; de, con una cabriola mortal, salvar abismos”.

Un escenógrafo debe hacer movibles algunos de estos elementos, de manera que el espectador pueda experimentar la escena como desde diferentes perspectivas. Un músico debe trabajar sobre los apuntes de sonido que ustedes escucharán. Debe haber un diseño de vestuario que haga intemporal, o contradictorio, el momento en que estas cosas ocurren. Deben caer chispas del cielo, en ocasiones la fuente debe echar agua en este espacio, que no es más que un viejo parque con la luz crepuscular demorándose sobre lastimadas estatuas y senderos cubiertos de hojas blandamente muertas a esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los grandes ruidos se van retirando, y entonces el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja, el lejano grito de un niño comienzan a notarse con extraña gravedad. Un misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Es la hora en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más terrible para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los bancos de las plazas y los parques.

(Esta descripción no es mía. Es de Ernesto Sábato).

Estamos aquí reunidos por los treinta y cinco años de existencia de una institución, lo que no implica necesariamente la noción de grupo.

De estos treinta y cinco, treinta y tres años de mi vida han transcurrido y aquí y hoy, a los sesenta y cinco, me debato en el conflicto de tener que reinventarme, de rehacer mi espacio y mis propósitos; de, con una cabriola mortal, salvar abismos.

Ya termino, y lo hago con otra anécdota en cuya trama participa otro joven actor.

Durante la gira que terminamos hace diez o doce días estaba programada la lectura martiana en una tabaquería de Santiago de Cuba. En la pared, detrás de mí, junto a un retrato de Camilo Cienfuegos, hay un letrero que dice: “Si me miras, te pico”. No sé si el letrero —escrito con pintura y brocha— es reciente o si constituye un recordatorio de cuando ese edificio albergaba una famosa Academia de Baile en la no menos famosa zona de tolerancia de la Alameda Santiaguera.

Ahora bien: trabajar con lo crítico, con lo negativo, con la transgresión, ¿nos hace pesimistas? ¿Debemos ser optimistas hoy?

El edificio estaba en reparación, de manera que la lectura, los lectores, quiero decir, estábamos ubicados entre sacos de cemento y carretillas cargadas de mezcla. Los años me han hecho alérgico y, así, ya terminando, estaba prácticamente sin voz.

Tres días después debía hacer Como caña al viento. Ustedes saben: canciones, poemas, luces   evanescentes, y yo seguía bastante mal; sin embargo, la función quedó sorprendentemente bien. Cuando terminé, entre otros, se me acercó este joven actor que decía algo sobre el dominio de la técnica. Yo lo abracé en silencio.

He aquí lo que pensé y no dije: No es sólo cuestión de técnica, es un asunto de corazón. Y de eso se trata.

* Sobre Teatro Escambray No. 2. En: “Palabras para arrojar al cesto” (Palabras leídas por su autor, como introducción al desmontaje de Desesperados); 2004. 23-25.

1