Para devolver los regalos a un mago

Norge Espinosa Mendoza
12/8/2020

Había una vez, cerca de un mar azulísimo, un niño que soñaba ser mago. Lo defendían, en ese empeño que colmaba su infancia, los dones que recibió al nacer, y que los suyos, en particular su madre, elogiaban para que él creyera que, definitivamente, mago sería. No tenía reinos a sus pies. No era un príncipe ni había oído cantar a las hadas concediéndole milagrosas virtudes en su nacimiento. Pero tenía ese empeño, y el azul de ese diminuto lugar del mundo en el que tuvo sus primeros juegos, sus primeros descubrimientos, y en el que parecía caber todo lo que hay en el mundo. Ya tendría tiempo de saber que no todo era felicidad ni el cumplimiento fácil de esos deseos que crecían en cada uno de sus juegos, cuando se escondía bajo la cama y creaba otros mundos, moviendo a su antojo los personajes que dibujaba. A su manera, logró saberse mago, o al menos aprendiz de hechicero, en esas horas de la infancia, en esas mañanas y en esos atardeceres que ahora parecen recuerdos de un encantamiento.

“Como cualquier artista verdadero, la principal cualidad de Zenén Calero es la de sorprendernos siempre.”
Fotos: Internet

 

Pero el verdadero mundo estaba más allá de ese pequeño pueblo. Había una ciudad, y en ella una escuela donde podría aprender a hacer mejor sus conjuros. Y allí estudió, pasando una y otra vez frente al antiguo teatro que esa ciudad mostraba a sus visitantes con orgullo. Que allí había actuado, dicen, una actriz francesa de inigualable fama, y una bailarina rusa no menos célebre. Y que José White tocó allí su violín, que sonó con no menos brío que la voz de un imponente tenor italiano. Algo de magia tiene siempre el teatro, se decía entre aquellos años de ir y venir, entre 1971 y 1973, como presagiando que algún día acabaría pintando escenografías y viendo su propio nombre entre los anuncios de aquel coliseo, que mostraba en su telón de boca el Puente de la Concordia.

Sospecho que a estas alturas del cuento ya muchos sepan de quién hablo. Como el niño de esta historia, en mi propia infancia quise creer fervorosamente en la existencia de los magos. Y también, cuando insistieron en demostrarme que no son reales, que en verdad todos son trucos, que no hay conejos ni palomas en el sombrero porque esas cosas solo suceden en el teatro, me dejé llevar por la idea de que ahí, en el escenario, todas las libertades son posibles. Si sigo creyéndolo hoy, a pesar de decepciones, desencantos, y en una época tan dura como la que vivimos ahora mismo, es gracias a quienes, como Zenén Calero, han encontrado la mejor manera de devolvernos al sueño que llamamos infancia. A ese reino donde la imaginación sigue siendo una fuerza inquebrantable.

De aquellos estudios en la Escuela Provincial de Artes Plásticas, y de seminarios y cursos posteriores, viene la calidad técnica y la destreza que el talento de Zenén Calero desplegó con tales armas, para encontrar un perfil, un trazo, un modo de vivir y ser el color que lo hace inconfundible. No mejor ni más capaz, sino Zenén mismo. Pintó, en efecto, telones para el Teatro Sauto, que en aquel entonces tenía una compañía de teatro lírico. Fue y vino a la capital del país, se llenó los ojos y las manos de preguntas. En Papalote, un señor estaba de vuelta. De regreso, tras haber sobrevivido a recelos y torpezas que Zenén también conoció. René Fernández volvía a su reino, y quería demostrar que aún podía ser retador, desafiante, que estaba listo para nuevos aplausos. Y lo demostró con creces. Ahí, en el pequeño escenario de la calle Daoíz, resucitó. Y abrió ese sitio para que otros aprendices de mago tuvieran acceso a su modo de reinventarse. En ese punto se encontraron Zenén Calero y Rubén Darío Salazar. Y si hoy estamos aquí, como quien asiste a la representación de un cuento de hadas, es porque la magia de los encuentros existe. Y todos hemos sido, mediante ellos, bendecidos con su gracia.

Como cualquier artista verdadero, la principal cualidad de Zenén Calero es la de sorprendernos siempre. La de no dejar impávido a nadie, la de hacernos ir a preguntarle cómo logró una solución escénica, esa textura, ese vestuario que es en sí mismo un personaje. Lo ha conseguido en el escenario y también más allá, con exposiciones de su obra plástica, diseñando e ilustrando libros, y trabajando no solo para el teatro de figuras. Eso es él: un animador de figuras, aunque no levante un títere en su mano, porque lo consigue desde que imagina el rostro de un personaje sobre el papel. Cuando se lanza con Rubén Darío Salazar, en 1994, a la aventura de fundar el Teatro de las Estaciones, era un artista lleno de elogios y reconocimientos. Pudo haberse quedado en ese punto del cuento de hadas, disfrutando en su castillo de lo ya logrado. La suerte de todos es que no lo hizo, y que nos siga demostrando, hasta hoy, cuántos otros encantamientos se guardaba bajo la manga.

Del títere digital de Lo que le pasó a Liborio al títere de guante en Un gato con botas. Del rejuego con el cubismo en La Caperucita Roja a las estampas de antaño de El Guiñol de los Matamoros. Del tributo al maestro Pepe Camejo (ese cardinal imprescindible) en su estudio sobre Pelusín del Monte, al salto al vacío de La Caja de los Juguetes. Del vestido amarillo y radiante, girasol y estallido, de Cecilia Valdés en La Virgencita de Bronce a la blancura de toda una época en Los zapaticos de rosa. Del color como calendario, en El Patico Feo, a la gama concentrada de Por el monte carolé y El irrepresentable paseo de Buster Keaton. Del espacio onírico de Federico de Noche al tono luctuoso de Los dos príncipes. Y de ahí, en tantas espirales, hasta los títeres juguetes, reinventados a partir de materias reciclables, con los que ilustra las canciones de Teresita Fernández, en ese reino donde él es mago y Rubén es príncipe, en una de las conjunciones de obra y vida más felices y provechosas de la cultura nacional en estos tiempos.

“Gracias a Zenén Calero y a Rubén Darío Salazar (…) las niñas y niños que van a ver sus puestas en escena, tienen sueños repletos de música, poesía, palabras y color.”
 

Había una vez, dije al inicio, un niño que soñaba. Gracias a Zenén Calero Medina y a Rubén Darío Salazar, y por ende, gracias a Teatro de las Estaciones, las niñas y niños que van a ver sus puestas en escena, tienen sueños repletos de música, poesía, palabras y color. Han compartido el reino que ambos imaginaron en sus infancias respectivas, y lo han extendido hasta las mujeres y hombres que luego siguen esperando el anuncio de otro estreno. El mundo, el mapa real donde la cotidianidad nos abruma, sería mucho más intransitable si no tuviéramos estos prodigios al alcance de la mano. El Premio Nacional de Teatro no es un punto culminante en la carrera de ambos. Es el reconocimiento merecidísimo a quienes, por encima de obstáculos y carencias, se empeñan en soñar. En hacer soñar. En devolvernos la fe en cosas que aparentemente solo existen durante una representación. Mago es aquel que puede hacer el camino hacia su infancia de ida y vuelta, y regalarnos preguntas y certezas que encuentra a su paso, sin pedir nada a cambio. En algún lugar, de Camarioca o a la orilla del San Juan, otro niño, o quizás otra niña, sueña. Recuerda lo que vio en una mañana de teatro. Y juega a creerse maga o mago, príncipe o princesa de un reino humilde, en el que la belleza nos alimente como miel y pan. Gracias, Zenén Calero, y Teatro de las Estaciones, por la miel y por el pan.

 

* Palabras de Elogio a Zenén Calero Medina leídas en la ceremonia de entrega del Premio Nacional de Teatro 2020. Teatro Sauto, Matanzas, 12 de agosto de 2020.