Para verte mejor

Julio García Espinosa
28/4/2017

 

Es cierto que el tema de un film es importante, como lo es su historia. Pero para encontrar el uno como para disfrutar de la otra, es necesa­rio que, ante el relato, el especta­dor ponga en juego toda su imaginación. Esta, que sería su principal fuente de placer, está hoy en una especie de fase terminal. Más que en ningún otro momento de la historia, el es­pectador depende, en la actualidad, de los que condicionan su estado de ánimo para gustar o no de un film.

Cuando decimos que el espectador-actual padece de un total cautiverio, no nos referi­mos solamente al control que, sobre los mer­cados, ejercen las transnacionales. Pensamos también en las ilimitadas promociones que hacen del cine norteamericano el que mejor estado de ánimo genera a su favor. El crédito que tiene abierto Hollywood para beneficio de su producción no lo disfruta, en estos mo­mentos, ninguna otra cinematografía. La com­petencia, en condiciones de igualdad, no existe porque esta sería la muerte de la falsa compe­tencia que hoy se impone. Una competencia en condiciones de igualdad liberaría el estado de ánimo del espectador, permitiendo que este surgiera solo al conjuro del propio film. Es lo mejor que le pudiera pasar al cine para poder seguir desarrollándose como arte.


Fotograma de Amelie con la protagonista como espectadora

Todavía habría que definir mejor el papel de la crítica sujeta hoy a hurgar en el esterco­lero para hallar la perla que justifique sus cri­terios estéticos. La crítica, en las actuales circunstancias, se ve forzada a hacerse de un canon que le sirva de escudo para sustentar sus preferencias estéticas y éticas. Posición esta que tiene el noble empeño de enfrentarse a los dictados del mercado. Pero canon que polariza posiciones más de forma que de fon­do. Canon que impone tendencias y que, por lo tanto, también llega a bloquear la indepen­dencia del espectador.

Este intento de objetividad promueve in­evitables capillas, crea modas, corrientes y, en consecuencia, estados de ánimos, que no por refinados dejan de tener alcance. Lejanos están los tiempos en que la crítica se confesa­ba abiertamente subjetiva, personal, partida­ria sin reservas de un determinado movimiento cinematográfico, fuera este el expresionismo alemán, el realismo soviético, la nouvelle va­gue francesa, el free cinema inglés, el neorrealismo italiano, el nuevo cine latinoame­ricano, etc. Cada movimiento generaba sus propios críticos y viceversa. La interacción entre unos y otros permitía el desarrollo de ambos. Esta apasionada subjetividad no solo era más honesta sino, sobre todo, más fecunda a los efectos de abrirle espacios a la evolu­ción del lenguaje cinematográfico. Hoy solo parece haber películas buenas y malas, es de­cir, la diversidad de búsquedas que antaño ga­rantizaban la diversidad en el cine, ha desaparecido. Se ha desvanecido en el aire la multiplicidad de ideas para criticar una pelí­cula. Y, desde luego, la multiplicidad de lec­turas que el espectador pudiera hacer. Hoy, hay público, es decir, espectadores uniforma­dos, que responden a un mismo estado de áni­mo. No es lo mismo la homogénea convergencia de todos hacia un film, que la convergencia individualizada de todos hacia un film. No son hoy las salas de cine las me­jores defensoras del buen cine. Prácticamen­te son las cinematografías desconocidas las que están dando la cara por el buen cine, por aquel cine que se empeña en despejar cami­nos. Estos filmes se encuentran, a veces, en videos, a veces, en canales temáticos de la te­levisión. Medios que todavía nos permiten ha­cer uso de nuestra individualidad.

La fuerza que alcan­zó la mejor etapa del cine norteamericano la logró, sin embargo, al haber re­chazado la posibilidad de enmarcarse en un único movimiento estético. Al liberarse de todos y, al mismo tiempo, al abrirse a todos. Su novedad con­sistió en potenciar los gé­neros. Así surgió, en el esplendor de esta cinema­tografía, lo que suele con­siderarse su edad de oro, con sus westerns, come­dias, dramas y melodra­mas, musicales, etc. El mundo entero le dio car­ta de legitimidad a esas películas que, en general, llenaban de aire fresco y renovador nuestros pul­mones y lograban que, disfrutándolas como un cine libre, nos sintiéramos también nosotros un poco más libres.

La fuerza que alcan­zó la mejor etapa del cine norteamericano la logró, sin embargo, al haber re­chazado la posibilidad de enmarcarse en un único movimiento estético.

Lo curioso es que existía por aquellos años una competencia más justa en el uni­verso cinematográfico. No existía una única cinematografía en el mundo. Y gracias tam­bién a esa diversidad, el propio cine norte­americano podía afirmarse tomando como aliento lo mejor de sus tradiciones y de su idiosincrasia. La verdadera competencia no estuvo entonces en contradicción con el de­sarrollo del cine.

Si bien la censura siempre había estado al acecho malogrando no pocas películas, la autocensura había ido encontrando su cami­no gracias a la moralina y al garrote de la Ofi­cina Hays; el cine oficial y las películas de encargo se habían ido imponiendo, no fue, hasta después de la Segunda Guerra Mundial, inaugurando la funesta etapa de la Guerra Fría, y el bochornoso rostro del macartismo, que se pasó de la relativa libertad al cautiverio. El afán hegemónico de Hollywood se hizo imparable, la competencia y, por lo tanto, la diversidad, fueron desapareciendo. Fue enton­ces que el cine, en primer lugar el propio cine norteamericano, empezó a declinar.


El acorazado Potemkin, película prohibida en varios países

Es cierto que tampoco ha terminado el honroso y valiente empeño, pocas veces re­conocido, de cineastas y críticos de ese país por deshacerse de controles asfixiantes y castradores. Luchas en las que, en sus inicios, por razones económicas, tuvieron de su lado a los grandes Estudios. Pero donde finalmen­te triunfó el dinero. Ni artistas ni censores: solo el dinero, después de un largo y agónico proceso, resultó el gran triunfador haciéndo­se cargo de su propia censura. Por un lado, los Códigos Morales o de la Decencia, dados los nuevos tiempos, fueron prácticamente ven­cidos. Pero, por otro, en la medida en que se fue permitiendo más libertad para mostrar las costumbres, se fueron limitando las posibili­dades para los temas sociales y políticos, para un cine adulto. Y, desde luego, se fue fortale­ciendo el criterio de que el cine era básicamente un simple entretenimiento. Aquellos géneros, que nadie como ellos habían sabido llevar hasta sus más fecundas expresiones, comenzaron un proceso de esclerotización que dura hasta nuestros días. Géneros que se han convertido en la caricatura de sí mismos, disfrazados de perfectas dramaturgias y de seductoras tecnologías. Las arcas, finalmente, se fueron enriqueciendo cada vez más en proporción directa con el empobrecimiento del cine. Un buen ejemplo es lo que ha ocurrido con el glamour que con tan buenas razones nos había seducido siempre. Nada que ver el glamour fariseo de las estrellas de hoy, con el glamour de entonces; con el glamour auténtico, por ejemplo, de una Greta Garbo. El glamour de hoy necesita aparentar que no lo es; el de la Garbo se esmeraba en ponerlo en evidencia. El cine de hoy lo disimula apelando a una actuación supuestamente realista y natural; Greta Garbo no necesitaba disimular sus artificios, al contrario, su arte consistía precisamente en expresarlos, es decir, en ser since­ra con la propuesta artificial, en ser consecuente con una actuación alejada de todo realismo banal. Con ella llegábamos al gran arte del artificio. Con las de hoy, al voyeurismo más obvio.

Otro tanto se pudiera decir cuando, anta­ño, las películas de carácter social o político nos hacían creíble la historia, sin que la utili­zación del cine como espectáculo lo impidie­ra. Hoy, en cambio, cada vez de manera más impúdica, el espectáculo neutraliza el espíri­tu crítico del espectador.


Gabriel García Márquez junto a Fidel en la inauguración de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. Foto: Internet

El Movimiento del Nuevo Cine Latino­americano también fue un esfuerzo para con­tribuir a la diversidad en el cine. Pero a diferencia de los otros movimientos no fue solo de carácter nacional, sino que lo fue, ade­más, de aliento regional. Los rasgos que ema­naban de la diversidad nacional, no le impedían intentar expresar los vasos comunicantes de la región que, en la propia vida social y cultu­ral, ya estaban latentes. Fue una etapa en la que nunca estuvo más alta la conciencia de que la diversidad del conti­nente no contradecía su unidad. Es justo recono­cer que, en nuestros días, el movimiento se ha ido diluyendo. Tam­bién la vida. Hoy, ambos se manifiestan en esa especie de amalgama maniquea entre el bien y el mal, entre el buen cine y el mal cine. Y tal vez hoy no haya propó­sito más importante que volver a rescatar el con­cepto de Movimiento Regional. Hoy, que por todas partes surge la necesidad de una aldea global debidamente par­celada en regiones, es justo reconocer que el Nuevo Cine Latinoamericano fue, en este sen­tido, un precursor. El surgimiento de cinematografías, también regionales, pudiera contribuir a devolverle al cine la diversidad que hizo posible su desarrollo.

De otra parte, no se puede dejar de pensar en el espectador. Los movimientos logran ser novedosos y progresivos en la medida en que también va surgiendo un espectador novedo­so y progresivo. Que el espectador vuelva a ser el dueño de su estado de ánimo, también requiere del rescate y fortalecimiento de las vías principales que le han proporcionado siempre su propio placer estético.

En el cine es importante el tema, como lo es el desarrollo de su historia. Pero, ¿cómo descubrirlos? En hallar sus articulaciones se­cretas radica una de las principales fuentes del placer del espectador.

Que el espectador vuelva a ser el dueño de su estado de ánimo, también requiere del rescate y fortalecimiento de las vías principales que le han proporcionado siempre su propio placer estético.

El cine, como diría Jean-Claude Carriére, es también lo que no se ve, lo que no se oye, lo que no está. En la búsqueda de estas ocultas venas, el espectador ejercita su imaginación. Encontrarlas le provoca un gran placer. Con esa disposición ha ido aprehendiendo el lenguaje del cine. Con esa misma actitud el creador lo ha ido desarrollando. Desarrollo que no ha consistido en otra cosa que en ir eliminando el exceso de información evidente y en ir aumentando la información ausente.

La imaginación del espectador la activa no solo la historia que ve, sino lo que no está en la historia. Es decir, todo lo que se plantea en off y, por consiguiente, el espectador tiene que imaginarlo. Todo lo que está fuera del cuadro, todo lo que eliminan las elipsis, los puntos de giro, las disolvencias, las transiciones, lo que insinúan los diálogos, lo que sugieren las angulaciones. Todas esas ausencias las va construyendo el espectador con su imaginación. Esa receptividad implícita en el espectador es lo que hace posible que entienda y disfrute la historia. De ese activismo de su imaginación, mayor o menor, dependerá, también en mayor o menor medida, su propio placer. El trailer y el videoclip, si sus fragmentaciones no fueran epidérmicas, y si, en el caso del uno, no fuera porque está sustentado en la mentira, y, en el del otro, no se limitara a intereses tan modestos como pedestres, serían una buena muestra del placer que siente el espectador intuyendo las claves del rompecabezas que ofrecen.

Esta constante deconstrucción que constituye lo esencial de una estructura cinematográfica, es lo que entonces ofrece al espectador la posibilidad de construir, con su imaginación, la historia. Desde este punto de vista, el cine le aporta al espectador otros placeres que no son los propios de la literatura. La posibilidad de incrementarlos, o no, será la medida primordial en lo que respecta a la calidad de una obra cinematográfica.

En este proceso (deconstrucción-construcción), tanto el creador como el espectador, se valen fundamentalmente de la intuición.

En mi caso personal, esta búsqueda ha sido una verdadera odisea, cargada de pasión, de ideas obsesivas y de no pocas dudas. A Renoir, Rossellini, Godard, Brecht, sobre todo Brecht, y a todos aquellos que han querido hacer del cine algo más que un espectáculo de feria, siempre los he tenido como libros de cabecera de estas angustias. He tratado de explorar estas posibilidades en casos tan extremos como Son o no Son y El plano y con Aventuras de Juan Quinquín, de una manera más modesta. Es decir, en parte, pero en parte sustancial, han sido intentos de poner en evidencia la fragmentación propia de la narración cinematográfica en lugar de disimularla. Los cito, no por las bondades que puedan o no tener estos filmes, sino para patentizar que no solo en el plano teórico, sino también en el práctico, he tratado de identificarme con todos aquellos que han intentado e intentan hacer del cine un medio sostenido por las ideas, más que ganado por el espectáculo.

En este proceso (deconstrucción-construcción), tanto el creador como el espectador, se valen fundamentalmente de la intuición. Tanto para hacer una película como para verla es evidente que ha debido incorporar este proceso. En la actualidad el cine, particularmente el de Hollywood, lo ha detenido. O más bien, lo ha sustituido por el ritmo externo de las acciones físicas, si bien no ha dejado de seguir eliminando todos los espacios muertos con los cuales los malos guionistas todavía frenan la narración.

Su estructura sigue descansando en la de la novela decimonónica. Estructura que ha favorecido el desarrollo del cine, al extremo que pudiera afirmarse que han sido los propios norteamericanos los que más han contribuido al desarrollo de un verdadero lenguaje cinematográfico. Sin embargo, hoy aparece agotada esta estructura para seguir acerándonos a la realidad. La gran producción que hoy llena las taquillas, por mucho ritmo y montaje dinámico que desplieguen, no nos reve­lan nada, no nos descubren ni encontramos nada. Solo el vacío.

El sentido del film, el famoso subtexto tea­tral, el alma que le da coherencia a toda la historia, que está en todas partes y no está en ninguna, que no es coto cerrado de nadie, sino lectura abierta de todos, o sea, ese principal ausente que late en toda verdadera obra cine­matográfica, ha sido escamoteado. La búsque­da esencial, la principal fuente de placer del espectador, ha sido suprimida, sustituida por las peripecias de una historia en cuyo segui­miento no encuentra perturbación alguna, sal­vo en los sobresaltos de un itinerario que podemos disfrutar, pero que inevitablemente conduce a códigos ya envejecidos. Es la ra­zón por la que el cine, finalizando el siglo, se comporta como la más atrasada de todas las artes y, en ocasiones, en su necesidad de ac­tualizarse, incorpora avances de otras artes como pueden ser los de las artes plásticas o, de manera más fácil y oportunista, los de la pu­blicidad.

Hablar de la estructura de un film es hablar, con frecuencia y en términos generales, de si esta es lineal o no. Es una manera de mencionar la forma más primaria de esta característica fragmentaria de la narración. La estructura no lineal es gratificante en la medida en que nos solicita una participación que haga posible la coherencia que aparenta no tener.

Avanzar en el camino de las ausencias, tanto como en el de la fragmentación, es persistir en una dramaturgia que contribuya a liberar al espectador, que fortalezca sus fuentes de placer, que le abra de nuevo sus posibilidades de pensar, imaginar y emocionarse, y finalmente en la de ejercitar su criterio.

La Habana, 5 de agosto de 1998