“La tragedia de los hombres es que están solos sobre la tierra”.

Dostoievski

Ernest Hemingway fue muchos hombres y a la vez ninguno. La sombra persigue al artista a través de sus peripecias en medio mundo, desde la guerra hasta el apacible rincón en una torre construida en la Finca Vigía de La Habana, donde él vivió. El 2 de julio de 1961 cuando apoyó su frente contra una escopeta en su casa de Idaho, se inició la leyenda de la muerte. Lo cierto es que su propia esposa, Mary Welsh, se negó en un primer momento a asumir que aquel hombre inmenso, fuerte, se había quitado la vida. Pero la polémica ha acompañado a Hemingway, junto a la sombra de su mítica figura de bronce y hoy se le recuerda tanto por sus obras, como por aquel final trágico.

En varias ocasiones, el escritor dejó consignado que a lo largo de su vida mató para no matarse. De ahí su afición por los toros y la guerra, por la cacería de submarinos y de fieras, así como por la pesca. Quien vaya a la casona en las afueras de La Habana, donde residió este “cubano sato” (como él mismo se definió en una entrevista) hallará una apología ambigua a la vida y la muerte: a la vez que se celebran los colores de las plazas españolas, con los toreros, las banderolas y los anuncios, están también presentes las piezas de caza, los cadáveres de los tantos animales que el autor ultimara durante sus correrías por el continente africano. En la casona hay, además, un espacio pequeño, donde están la máquina de escribir y un pedazo de madera para apoyarse y garabatear a mano, son los implementos de la creación dejados al descuido por el autor, quien prefería trabajar de pie, en un gesto de desafío, de vitalidad, de definición.

“En varias ocasiones, el escritor dejó consignado que a lo largo de su vida mató para no matarse (…)”.
Foto: Tomada de El País

Matar para no matarse fue una máxima que incluyó también una relación tormentosa con La Habana de aquellos tiempos. Su predilección por el boxeo, deporte de riesgos, de desafío a la muerte, se contrapone a ese sino que lo marcaba, que lo llevó a ser una figura mediática y misteriosa. Al autor hay quien no lo ha leído, pero lo conoce, como se sabe de la existencia de cualquier personaje mundial, ya que Ernest era una especie de estrella de los medios, de influencer de su época, que llamaba la atención aunque estuviese callado, solo por su estatura.

¿De dónde vino ese afán por contraponerse a la muerte? Los estudios hablan de un padre atribulado, que también se suicidó y cuya relación con su mujer no era buena. Uno de los cuentos de Hemingway relata el trauma de su progenitor, donde la maestría en el trazado de los personajes y de los diálogos nos muestra que no es necesario ningún tremendismo, que la tragedia tiene un tono a veces intrascendente, silencioso y por ello más terrible, destructivo. Ese caminar a la sombra, esa muerte que persigue al hombre, serán temas que marcarán hasta el final e incluso que luego han acompañado a los descendientes del autor de El viejo y el mar, ya que más de uno también tomó el camino del suicidio. Hemingway tenía una mala relación con su madre, quien lo vistió de niña cuando pequeño. A la vez, la culpaba por la muerte de su padre. Los médicos que investigaron el trauma del autor, coinciden en que ahí está la raíz del suceso del 2 de julio en Idaho: un dolor de la infancia que jamás fue superado, una culpa que lo llevó al abismo y al deterioro físico y mental. Y es que unos días antes, Hemingway fue sometido a electroshocks, tratamiento que aceleró su fin, lejos de retardarlo o mejorar su condición.

“Solo se tiene aquello que se sufre, que se siente en la carne, el dolor de una existencia múltiple, de un viaje incesante, de una experimentación que jamás termina”.

En la casona de La Habana, en el baño, hay unas anotaciones escritas en la pared. Se trata de registros que el propio Hemingway llevaba acerca de su peso corporal y salud física. Las letras se van tornando más oblicuas y pequeñas y los indicadores anuncian una decadencia galopante, dolorosa, que era impropia del cuerpo potente y duro del escritor. Ello marcaba su autoestima a fuego, ya que la muerte, esa eterna pretendiente, le pisaba los talones a través de disímiles enfermedades. Ya en Idaho, su esposa fue testigo de cómo él revisaba cada mañana los más de veinte fusiles y pistolas que guardaba en casa. La premonición del suicidio pendía como espada de Damocles, junto a la tristeza y la imposibilidad de escribir.

Un hombre hecho para la prensa, para los titulares y las películas, devino un ser a la sombra, atemorizado por el tiempo y la decadencia. Los últimos días de lucidez fueron quizás los más tormentosos, porque se tenía conciencia de lo terrible del deterioro. Mary Welsh, quien fuera la última de un largo rosario de mujeres, vio el verdadero rostro de los tantos temas literarios sobre la muerte y la vida, la existencia al extremo y la imposibilidad de abandonar el peligro, los límites. Ella supo mejor que nadie sobre el interior de Hemingway. Ya nada era una fiesta, como en el París de los años de entreguerras, ni mucho menos un juego de pelota de los muchos que Hemingway reseñara para los periódicos. El olor a pólvora y la adrenalina, el sonido de las plazas de toros, el sabor oscuro de las madrugadas cazando submarinos nazis; ya nada de eso podía retardar el encuentro con el dolor, la conciencia, la definición real y dolorosa, el resquebrajamiento de las tantas máscaras de hombre invencible.

Al escritor quizás más notorio de Norteamérica lo han querido estigmatizar en este aniversario de su muerte, culpándolo por tener una personalidad violenta. Sin embargo, la persona y su época, la obra y sus luminosidades son aportes que rescatan a Ernest de cualquier estigma. Nadie podrá dudar de la autenticidad de la búsqueda de este hombre que se definía desafiando a la muerte, matando para no matarse. Como el torero, en una tensión inmensa ante la bestia, el artista traza su itinerario de vida en la cuerda floja de un temblor de tierra. Ni Idaho era una fiesta, ni nada en definitiva lo es, solo se tiene aquello que se sufre, que se siente en la carne, el dolor de una existencia múltiple, de un viaje incesante, de una experimentación que jamás termina aunque suene el escopetazo en medio de la casa silenciosa.

Gabriel García Márquez escribía una nota en la prensa a propósito de la muerte de Hemingway, destacando aquel final, tan trágico como inevitable. Quizás porque el hombre que era tantos hombres a la vez se había agotado y no pudo hallar otro destino existencial. Hasta las vidas más intensas se apagan, porque ya no hay combustible para su ardor en medio del magma creativo. Ernest encarnaba un ser romántico y fuera de época en un mundo pragmático, lleno de utilitarismos. A la manera de los héroes de otros tiempos, la esencia se le escabullía entre las manos en la medida en que sufría de los electroshocks.

“Ernest encarnaba un ser romántico y fuera de época en un mundo pragmático”.
Foto: Tomada de Internet

La literatura se refugia en las personalidades atolondradas, parasita a esas almas cuyo sino resulta a veces trágico. Y la narrativa y el periodismo de Ernest nos hablan de sucesos oscuros, trascendentes, donde el dolor y la resistencia son los protagonistas. Como el pescador que sale a enfrentar el fracaso cada día en medio de la tormenta, el artista navega a través de aguas turbias, existenciales, siempre al borde de sí mismo. Desde la torre que construyó en el patio de su casa en La Habana, para aislarse y escribir, se puede ver el mar inmenso del Caribe, cuyas corrientes subterráneas arrastran tantas historias. Una metáfora de lo mucho que hay de oculto en una vida que mató para no morir.

“Como el pescador que sale a enfrentar el fracaso cada día en medio de la tormenta, el artista navega a través de aguas turbias, existenciales, siempre al borde de sí mismo”.

Los cuentos de Hemingway eran calificados por la escritora Gertrude Stein como “impublicables”, debido a las palabrotas que a menudo saltaban en el lenguaje, así como los temas escabrosos. Ello llevó al narrador a hallar una manera propia de decir sin decir, ¿de matar para no matarse? La corriente de pensamiento interior, el dato escondido, lo que no se devela, serán las claves de una obra en la cual cada lector halla un sentido. Fue Stein quien bautizó a aquellos artistas como la “Generación Perdida”, por los múltiples traumas causados por la guerra, la pobreza y la crisis en general. En la casa de dicha escritora, no solo Hemingway, sino otros como Modigliani y Picasso encontraron un sitio para conspiraciones y conflictos estéticos, para caminos creativos y dramas personales. Ernest evocaría, antes de matarse, en su libro París era una fiesta, aquellos años en los cuales eran tan pobres y tan felices. En el filme Medianoche en París, Woody Allen narra una ruptura espacio-temporal en la cual los personajes del presente se encuentran con las grandes figuras del arte y la cultura del pasado. Ernest Hemingway tiene un memorable trato con el protagónico de la cinta, uno en el cual podemos intuir que en alguna parte, más allá de la muerte y el escopetazo, de la casa silenciosa en Idaho o de la torre en La Habana, el héroe sigue vivo y dialoga con un lenguaje firme. Tal es la fiereza de los grandes desafíos. Las obras pueden entrecruzarse, al igual que los genios y la gente común. Woody Allen traza la posibilidad, regala la metáfora de un tiempo y un espacio detenidos. París sigue siendo una fiesta a la cual se acude a veces, durante la medianoche, si se tiene suerte.

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