Per, prejuicios y estereotipos

Laidi Fernández de Juan
13/3/2018

Aunque no todos los perjuicios sean signados por prejuicios, lo cierto es que ambos terminan muchas veces estrechamente vinculados. Ejemplos sobran. Y se relacionan con los estereotipos, de modo que de esa maraña de preconcebidos se construyen hilos que, a su vez, constituyen verdaderas telas de araña entre las cuales es fácil quedar atrapado. Para no ser críptica ni parecer que eludo ejemplos concretos, mencionaré algunas de las tres cosas: perjuicios que causan prejuicios condicionados por estereotipos.

El porte y aspecto de una persona, por ejemplo, dista mucho de la calidad humana
que se encuentra bajo el ropaje, el cabello, o los tatuajes dérmicos. Foto: Internet

 

Creer, por citar un caso que pertenece a la esfera artística, que el humorismo es algo menor, o fácil, o intranscendente, es un prejuicio que daña, que causa perjuicio cultural. La literatura humorística no se considera un género literario, sino un mero entretenimiento que no cala más allá de la simple risa que genere, en el mejor de los casos. Lo he dicho antes, y lo reitero: Así como la literatura policíaca (o el género “negro”, una de sus variantes), luego de batallar durante años, logró afianzarse con la validez que le corresponde, —hecho que se debe en gran medida a la atención que le prestaran a dicha manifestación grandes autores como el mexicano Alfonso Reyes y los argentinos Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares—, la literatura humorística, con sus propios códigos y la misma exigencia de la llamada “seria”, merece el respeto que en nuestro medio aún no tiene. De ahí la importancia casi histórica que reviste el hecho de que haya sido Eduardo del Llano quien obtuviera este año el Premio Alejo Carpentier de Novela con El enemigo. Celebro al autor, y con igual regocijo, al Jurado, que con total justicia valoró la calidad narrativa de una novela, que además de bien construida, es humorística.

En ocasiones, se comete perjuicio al duro y sin guante, sin que exista prejuicio, sino simplemente se lastima a alguien que está diciendo la verdad, por muy dolorosa que esta sea. Es el caso del compañero Esteban Morales, quien osó decir en voz alta, hace algunos años,  lo que ya se murmuraba a nivel de pasillos con respecto al flagelo peligrosísimo de la corrupción. Luego se rectificó el error de sancionarlo, pero la cicatriz quedó. Y ahora mismo, aparece en las redes sociales un artículo que aborda el mismo asunto (al parecer, ya se puede hablar de corrupción), y no se menciona a Morales, no se le otorga crédito como iniciador de un debate que se frustró porque no era “el momento adecuado”. En el ínterin, la corruptela creció y tomó el vigor de la verdolaga de jardín, porque eso del “marco propicio” y de “el momento adecuado” le resulta rotundamente ajeno a los males sociales.

Con respecto a los estereotipos, mucha tela hay donde cortar. El porte y aspecto de una persona, por ejemplo, dista mucho de la calidad humana que se encuentra bajo el ropaje, el cabello, o los tatuajes dérmicos, así como suele ser engañosa una vestimenta de etiqueta, y la pulcritud de un vestido clásico. Nada que ver una cosa con la otra. Conozco jóvenes tatuados hasta las cejas, que parecen carretillas metálicas de tantos piercing que lucen, y cuyas lenguas, atravesadas por aros y bolitas multicolores, provocan miradas de repugnancia y, sobre todo, causan miedo. Sin embargo,  son seres bondadosos, inteligentes y solidarios con el prójimo. Al mismo tiempo, he visto hombres cuyos trajes son de admirar, que portan maletines llamados “ejecutivos”, y que engargolan la voz para susurrar “traigo jamón de la tienda, pero de mejor calidad”, para, acto seguido, abrir el portafolios que parecía destinado a carpetas, actas notariales y papeles timbrados, y mostrar la mercancía recién robada de un almacén de víveres. Por mi cuadra pasa una mujer muy arreglada, llevando un cochecito de bebé, cubierto por una tela de gasa. La imagen más tierna no puede ser. Hasta que se aproxima, descubre el mosquitero, y en el sitio donde debe estar un humano en miniatura, hay una o dos tinas de helado, todavía congeladas. “Son a diez cada una”, dice, con el tono de quien pide permiso para amamantar al bebé en medio de la calle. Todavía hay quien juzga según el largo del pelo, de la saya, del escote de la blusa y de la suela de los zapatos, pero por suerte, es una tendencia condenada al fracaso.

Hablando en plata, podría decirse que las llamadas listas negras suelen ser ponzoñosas y casi siempre injustas, pero la buena noticia es que pasan, se esfuman, desaparecen un buen día, y aquí paz y en el cielo gloria. La única manera de sobrellevar perjuicios generados por prejuicios, por pacatería, por conveniencia o por cobardía, es afianzarse uno mismo, anclarse en aquello en lo que definitivamente cree, y seguir el consejo  de nuestros abuelos  que dice “Suda la calentura”, o aquel árabe de “Siéntate en la puerta de tu tienda y verás pasar el cadáver de tu enemigo”. Es un decir, se entiende, pero vale la pena calmarse entre lo que el palo va y viene, que es como decir mientras llega la justicia con su paso firme aunque exasperantemente lento.