En el año 1991 era una joven filóloga que ansiaba dedicarse a una profesión que tuviera que ver con la naturaleza de mi especialidad. Luego de una ubicación puntual y descabellada tuve al fin, después de amargos avatares, la posibilidad de comenzar a trabajar como investigadora en el Centro de Estudios Martianos. Para ocupar la plaza debía someterme a un examen de oposición junto a otros aspirantes. Comenzó para mí, que ya había decidido dedicarme seriamente a la literatura y recién comprendía que la labor del escritor era un sacerdocio, un período de intensas lecturas, estudios y búsquedas que, aunque hubo de extenderse algunos años más, me exigía para empezar un estudio tensionado, una asimilación brusca, un dominio de un universo en pocas semanas.

“De un descubrimiento y la devoción hacia un libro he derivado una fe, un sacerdocio, un conocer perenne de ‘dos libros vivos’”. Foto: Tomada de Pinterest

Así, aunque mis lecturas fueron muchas, hubo un libro que no solo me permitió sobrepasar con éxito aquel examen, sino que puso ante mis ojos la excelencia del universo martiano en tramos de excelencia: Temas martianos, primera serie, de Cintio Vitier y Fina García Marruz. El libro azul. A medida que lo leía sentía la irrupción de la poesía, de lo poético en sus vasos comunicantes con el ensayo; lo poético en su visión menos aséptica, sirviendo como vía de conocimiento, como aguijón, obstinado y lúcido a un tiempo, de la realidad. En un principio, en el principio de mis lecturas del libro azul, creía que él era indispensable, insustituible a la hora de estudiar al Martí escritor. Cuando terminé de leerlo supe que era ineludible, pero para todo Martí. Entonces abría el libro azul, como un mapa del alma del gran escritor, del cubano por antonomasia; un raro caleidoscopio donde ves lo que te gustaría ver y lo que existe a la vez. El libro azul, remarcado en rojo.

“Siempre los rescato. Entro a esos ensayos porque son como paisajes”.

De mi lectura asombrada sobrevino un copioso fichero de múltiples temáticas que todavía conservo. Y, aunque muchas veces no vaya a él para una referencia, siempre vuelvo al libro cuando comienzo un nuevo estudio o se me solicita una opinión autorizada, un tópico a enseñar. Vuelvo a Cintio y a Fina. Y no los prefiero a esenciales autores martianos de obra terminada, los equiparo. Los cito. Siempre los rescato. Entro a esos ensayos porque son como paisajes. No me pasa como a muchos críticos, que, cuando leen a un escritor que ensaya sobre otro, ven en su estilo los rasgos de este último. No. Capto la pupila singular del creador al tiempo que sigo viendo a Martí en sucesivas dimensiones. De lo que mi espíritu hizo derivar una lección “invisible a los ojos”: entregarse en la página, darse a lo que se escribe es el único modo de saciar al escritor que late en las sienes, de saciar el objeto de estudio. Equiparar lo objetivo y subjetivo es dar al hombre. Un ángulo propició entonces el viaje ungido por enraizadas obras. Un ángulo cifró el viaje en espiral. Así, de un descubrimiento y la devoción hacia un libro he derivado una fe, un sacerdocio, un conocer perenne de “dos libros vivos”.