Hay seres que parecen inmortales. Inmoribles. Uno de ellos, sin duda alguna, es Ambrosio Fornet. Pocho, siempre tan querido, siempre dulce, siempre sabio y complaciente, es una criatura imposible de olvidar. La frase, atribuida a Senel, “no hay cuentos malos desde que existe Ambrosio Fornet”, más allá de la gracia que genera, demuestra varias cosas: la facilidad con la cual nos acercábamos a Pocho quienes pretendíamos comenzar a escribir, y la certeza de que ese hombre erudito nos iba a atender, nos escucharía, leería nuestros textos y nos ofrecería los mejores consejos del mundo. Así era de inmensa su generosidad, y así nos acompaña su sapiencia, su sonrisa, su modo discreto de vivir. El dolor de su partida es francamente enorme.

“Como casi todo en la vida, les debo a mis padres el inmenso privilegio de haber conocido y amado a Pocho”. Foto: Tomada por Pablo Fornet

Aunque pretenda ocultar mis vínculos personales con él, con Silvia, con sus hijos, sobre todo con Jorge (una especie de hijo intelectual de Roberto, a quien confió la dirección de la revista Casa) y con Zaida, sería deshonesta si no dijera que, como casi todo en la vida, les debo a mis padres el inmenso privilegio de haber conocido y amado a Pocho. Silvia y él, presencias constantes en nuestra cotidianidad, fueron y son miembros de la familia imbatible que comparten quienes fundaron la Casa de las Américas y la han llevado adelante como se conduce una fragata. En las tempestades, en la calma, en las batallas y en la paz, Pocho y Silvia, desde cubierta, a cielo abierto, con el sol de frente, han estado siempre, y estarán.

“Buen viaje a la eternidad, queridísimo nuestro”.

Te despido, Pocho nuestro, agradeciéndote la bondad de tu alma generosa, íntegra, sin más consuelo que el de imaginarte ahora mismo reunido con Adelaida y con Roberto, como solían hacer ustedes: intentando arreglar el universo, mientras reían y lanzaban salvas de porvenir. Buen viaje a la eternidad, queridísimo nuestro.

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