Enorme, intensa, brutal, feroz… es decir, la poesía. La que te sacude, la que te vuelca. Aquel susurro hecho alarido. Aquel rasguño en la piedra. La poesía como voz del silencio y de los silenciados. Amor siempre, aunque sean dolores. Como Heredia, José María, en el hielo del destierro, entreabriendo la rabia colonial, con la marca de los precursores. Dos versos lapidarios en su himno: “Que no en vano entre Cuba y España / Tiende inmenso sus olas el mar”.

Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido). Foto: Tomada de Granma

Plácido hizo de la tierra endurecida su altar en “El juramento”. Poesía de las venas, poesía de tantas encrucijadas, poesía de la cubanía infinita. El soneto será su propia vida, su propia muerte: “(…) Ser enemigo eterno del tirano, / manchar si me es posible mis vestidos / con su execrable sangre, por mi mano // derramarla con golpes repetidos, / y morir a las manos de un verdugo / si es necesario por romper el yugo”.

“La poesía como voz del silencio y de los silenciados”.

La tierra como arcilla vital, la patria íntima… y, sin embargo, la partida, los adioses, la quebrada. A esa circunstancia se asoman la Avellaneda y la Zambrana, ambas en el albor de sus vidas. El latido decimonónico sigue en nuestras arterias. La Peregrina parte del puerto de La Habana hasta la metrópoli española. La dama cobrera ve perder en lontananza su pedazo de patria oriental. Los tonos son distintos: una rompe, otra grita; una desde el basalto, otra desde las lágrimas; mas la esencia es idéntica, la atmósfera, perfecta:

¡Adiós, patria feliz, edén querido! / ¡Doquier que el hado en su furor me impela, / tu dulce nombre halagará mi oído! / ¡Adiós!… Ya cruje la turgente vela… // el ancla se alza… el buque, estremecido, / las olas corta y silencioso vuela. (“Al partir”)

Cuando abatida vi, del mar salobre/ las sierras melancólicas del Cobre / sus frentes ocultar, / con aflicción profunda y penetrante / me cubrí con las manos el semblante / y prorrumpí a llorar (…) ¡Oh Cuba! si en mi pecho se apagara / tan sagrada ternura y olvidara / esta historia de amor, / hasta el don de sentir me negaría / pues quien no ama la patria ¡oh Cuba mía! / no tiene corazón. (“Adiós a Cuba”)

Gertrudis Gómez de Avellaneda. Foto: Tomada de Internet

De amores y de su envés, el desamor, escribe La Loynaz, Dulce María, nuestra Cervantes. Su definición de amor desbroza varias capas piel adentro y se vuelve filosa. Su metáfora es, en verdad, una revelación: “Amor es ponerse de almohada / para el cansancio de cada día; / es ponerse de sol vivo / en el ansia de la semilla ciega / que perdió el rumbo de la luz / aprisionada por su tierra / vencida por su misma tierra”.

Dulce María Loynaz. Foto: Tomada de Internet

Esa misma tierra que aprisiona, esa ansia de luz perpetua, esas semejantes esperanzas, han sido el sustento de la nueva canción latinoamericana, cuyos representantes se labraron una historia en medio de prohibiciones y persecuciones. El uruguayo Alfredo Zitarrosa legó uno de los temas definitorios: “Adagio en mi país”. Aunque hay muchas interpretaciones de la canción ―incluida la del propio autor―, la del dueto argentino Tonelec (Charo Bogaín-Diego Pérez) resulta especialmente fibrosa. No es posible dejar de escucharla:  https://www.youtube.com/watch?v=oLBs_perYek

En mi país, qué tristeza / La pobreza y el rencor (…) Dice mi padre que un solo traidor / Puede con mil valientes / Él siente que el pueblo, en su inmenso dolor / Hoy se niega a beber en la fuente / Clara del honor (…): Dice mi pueblo que puede leer / En su mano de obrero el destino / Y que no hay adivino ni rey / Que le pueda marcar el camino / que va a recorrer // En mi país, qué tibieza / Cuando empieza a amanecer.

A veces bastan dos versos. Solo dos. La poesía es la condensación suprema. El turco Nazim Hikmet lo hizo en “La niña muerta”, cuyo duro escenario es el de la bomba atómica arrojada en suelo de Japón, sobre la gente de Japón. El poema es Hiroshima, es el holograma del horror, es un pedazo de la memoria del mundo: “Una niña que ha ardido cual si fuera papel / no come caramelos”.

“La poesía es la condensación suprema”.

Teresa Melo ―a quien aún lloramos― regaló el crepúsculo a Daniela, su hija, en “Las altas horas”, un volumen merecedor del Premio Nicolás Guillén en 2003. Lo regaló a ella y a todos sus amigos, con una clara advertencia, con una dosis de futuridad y premonición inquietantes:

Quédate cerca de la puesta del sol: / quien la fragmenta y disecciona / no puede hacer que el sol se ponga para ti. / Quien diseca la palabra, no puede hacerte vibrar con palabra alguna / Eso te doy… las puestas de sol que fueron / las sobre mí / las que te inquietarán y aquietarán / y esta palabra sin contaminar / para que la bebas con fruición / como la leche de las altas horas / la acunes, aprendas y mastiques / y te haga luz… en la hora violeta / cuando el sol se ponga sobre mí.