Con preocupación observo cómo determinadas acciones individualistas —en mi entorno más cercano y de manera creciente— usurpan espacios concebidos para el bien común, unas veces para comodidades propias, y otras, en el peor de los casos, para lucrar con ellos. Empiezo con un ejemplo: vivo en un reparto de edificios multifamiliares en la ciudad de Santa Clara, donde nos servimos de una gran cisterna colectiva para el bombeo de agua. En las fechas de escasez o rotura de la turbina (últimamente frecuentes) aparecen enseguida pícaros que, con equipos portátiles y cientos de metros de mangueras, llevan el agua hasta las casas de los vecinos. Dicho así parecería una loable iniciativa, si no fuera porque cada tanque que llenan les reporta entre 2000 y 3500 pesos. Es decir, que les venden a los vecinos su propia agua (la pagan al acueducto), y lo hacen mediante la electricidad de la estación de bombeo, también pagada por la comunidad.

“Urge avivar el control sobre lo que se construyó para el bien común”.

Resulta realmente indignante que pese a que distintas autoridades les han dejado claro a esos “negociantes” que no pueden ejecutar esas transacciones, apenas los funcionarios vuelven las espaldas el trapicheo continúa, y todo queda ahí. Las banderas de la combatividad se arriaron; ni los Comités de Defensa de la Revolución ni la Federación de Mujeres Cubanas ni el Consejo de Vecinos intervienen. Incluso hay quien ve mal que se denuncie a esos “luchadores”.

Al parecer, la actuación de las autoridades concluye con el regaño y no se pasa a mayores. Debemos soportar que delante de nuestras narices se sigan desmontando esencias de funcionamiento de una sociedad que se organizó, desde acciones colectivas y a través de sus más nobles estructuras, para el bienestar de la mayoría.

No son pocas las experiencias que, sin demasiada transición, vemos esfumarse a diario. ¿Qué ha sido de la red de salas de video o de los talleres de reparación de enseres que el gobierno instaló, por iniciativa de Fidel, cuando la Batalla de Ideas? Tal vez en algún sitio aún presten utilidades, pero sé de muchísimos lugares donde están al servicio de intereses espurios y manejos especulativos. Y lo peor, reitero, es la incompetencia, o la participación cómplice de quienes deben controlarlo y no logran ni un 0,5% de efectividad.

Hoy, domingo 26 de marzo, elegimos en Cuba un nuevo parlamento. Sé que la principal prioridad del país es la reanimación económica, pues de ella se derivaría la recuperación de todos nuestros logros sociales. Sin embargo, opino que la más importante tarea de fondo que tienen por delante los electos es la de recuperar lo que de socialismo hayamos dejado escapar en las traumáticas coyunturas vividas. Urge avivar el control sobre lo que se construyó para el bien común. No podemos permitirnos la anarquía en las privatizaciones que forzosamente tenemos que aceptar.

La economía se recupera lentamente, pero el desmontaje de lo colectivo avanza con pasmosa aceleración y se instaló en la psicología de una parte no despreciable de la población que, ante las políticas de dejar en manos privadas los principales servicios, sucumbe a las leoninas ofertas de todo lo que necesita para sobrevivir. Está muy bien que la iniciativa privada asuma actividades minoristas que el Estado no puede sostener con eficiencia, pero si ese Estado se declara en incompetencia para la regulación de ese mercado salvaje, el riesgo de perder totalmente el rumbo se agiganta.

“El control de los precios y las más enérgicas sanciones por contravenir lo legislado resulta urgente e imprescindible”.

Ya hemos visto fracasar medidas de gobiernos municipales y provinciales en el intento de regular, con precios topados, las ofertas. Una ley de precios sería un buen aporte, pero más que leyes (que son imprescindibles como base jurídica) necesitamos una ejecutividad enérgica que, a través de relaciones contractuales establezcan reglas de funcionamiento; el control de los precios y las más enérgicas sanciones por contravenir lo legislado resulta urgente e imprescindible.

Por otra parte, el Estado tiene un gran tramo que avanzar para competir en buena lid con la oferta privada. Hasta el momento, los nuevos actores económicos le ganan la mano, con ventaja, pues no compiten ellos entre sí en materia de precios. Se sabe que hasta la intimidación a quienes no se suman al caudal inflacionario es usada como herramienta para que entren por el aro. Operan los mercaderes con la lógica del monopolio: si soy el único ofertante, pues pongo y dispongo los precios, o me repliego y dejo a los demandantes huérfanos de mis servicios.

La población, evidentemente, se irrita ante los precios abusivos, pero le teme más a la desaparición de la oferta, y por eso aguanta callada el atropello a sus diezmados bolsillos. De la misma manera, el empoderamiento económico de un sector cuyos dividendos (en buena medida provenientes de remesas o de los mismos negocios abusivos) les permite someterse alegremente a la escalada, eleva la varilla de la accesibilidad hasta puntos donde cada vez son menos los que pueden rebasarla. Como consecuencia, el segmento de los que llamamos “vulnerables” crece, y el abismo entre ricos y pobres se amplía.

“El trabajo político existe, pero no es suficiente para detener esa tendencia”.

Sé que estos razonamientos tocan puntos neurálgicos de la vida cubana, y que las principales estrategias de gobierno para detener la progresión del mal se basan en el aumento de la producción y en la conciencia de la población para comprenderlo y trabajar a favor de su logro, pero ello no frena un proceso tan dañino como la decepción de algunos sectores (no solos los jóvenes, sino también profesionales y jubilados) hasta ayer comprometidos, que piensan que las mejores esencias de la Revolución socialista se están hipotecando definitivamente.

El trabajo político existe, pero no es suficiente para detener esa tendencia. El accionar de las organizaciones de masas, al menos en el entorno de mi ciudad, no se hace sentir con la fuerza necesaria; en muchos casos es nulo. La negativa a asumir liderazgos es creciente.

Las bases de nuestra resistencia tienen que ser explicadas desde una compleja argumentación que potencie lo histórico y lo esencial humanista sobre lo fáctico. De alguna manera siento que no se ha logrado, a nivel de base, una línea discursiva inteligente, con uso creativo y moderado de las consignas, pero más rica en argumentos.

El momento es crucial. Como ha dicho el presidente Díaz-Canel, la resistencia tiene que ser creativa, no automática. A la cultura le corresponderían algunas de las tareas más osadas, e incluyo en mi visión de cultura a los medios masivos —por momentos tan alejados de los imaginarios que queremos fomentar— y al sistema de educación. Existe una parte mayoritaria del pueblo que comprende que la Revolución y el socialismo marcan la única ruta por donde podríamos transitar con la cabeza en alto hacia el bien común y la plenitud vital que tanto merecemos. Trabajemos juntos.

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