Por un teatro de títeres siempre joven

Rubén Darío Salazar
3/11/2016

I. Del vado atrayente y otras perlas titiriteras

Nuestros maestros, título que verdaderamente debiera ser otorgado solo a los expertos y diestros en una profesión, pasan casi todos de los 70 años. Muchos no son ya artistas en activo; otros no son en la actualidad un punto referencial en la Isla a partir de una obra viva, sino a través de imprescindibles contribuciones históricas, que hablan de magníficas galas en otra época.

Ese vado existente entre lo vivo y lo histórico, tendría que ser la mejor inspiración para los jóvenes interesados en la profesión de los retablos. Es de ignorantes mirar a los titiriteros mayores con indiferencia, sobre todo cuando no se sabe absolutamente nada sobre los muñecos o, al menos, no se dominan las herramientas indispensables para ser y hacer.

Saber qué pasó entre períodos ayuda a entender el porqué un titiritero hoy a veces es poco atrayente, calibrar las luces del ayer, las noticias de otros lares que se reciben intermitentemente a través de internet, disfrutar de materiales digitales audiovisuales que llegan con la visita de personalidades y compañías extranjeras a algunos de nuestros eventos.

Mas no basta con sentirse atraído por el encanto misterioso de los títeres. Hay que preocuparse por  conocer qué camino seguir, qué libros consultar, a dónde acudir para aprender. Preguntar, preguntar, preguntar. Sobre todo porque las ansiedades solo se calman con las mieles de la indagación y la curiosidad. Yo mismo, a los cincuenta y algo, no tengo todavía muchas respuestas, sino tantas preguntas como los más jóvenes que yo.

No existen demasiadas explicaciones teóricas  para traducir ese arrobamiento que produce en las personas el universo de los muñecos.  Es algo que está unido intrínsecamente al hombre desde las primeras edades, en ese tiempo  en que se animan juguetes y otros elementos —todos compuestos de materia inerte—, a los cuales el infante vivifica con la verdad de la inocencia, sin las censuras o prejuicios que después cargan los adultos como un fardo.

Es un don especial, mágico, apuntaría yo, tener la capacidad de hacer creer a todos que algo muerto está vivo. La realidad otra que se produce entre titiritero, títere y espectador no tiene definición alguna, es algo inatrapable e inclasificable que solo se da o no se da.  A la posesión de una alta capacidad de fabulación e imaginería, un titiritero debiera sumar la inconformidad perenne respecto al arte.

II. Aplausos y miradas cómplices a la AHS

Aplaudo la existencia de encuentros como Titereando en la Ciudad, realizado en Guantánamo; Títeres al Centro, en Ciego de Ávila, y el malogrado Estudios de primavera, en Matanzas, que detuvo su accionar por falta de un verdadero apoyo. Todos son eventos surgidos con el sostén de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y otras instituciones, mas ninguno de ellos han sido suficientes para darle el espaldarazo técnico y teórico que precisa el hambre de conocimientos de los más jóvenes.

Es hermoso, además de justo, el galardón que la AHS nombra Maestro de juventudes, otorgado a personalidades con indudables conquistas en los caminos del arte, que, por supuesto, ha incluido al teatro de figuras. Pero es un premio cuya consistencia sería más útil, si se pudiera sustentar la entrega  con el legado, mediante cursos o talleres de altos estudios para los más nuevos. Acciones organizadas con todos los recursos, que incluyeran lo mismo  una exposición antológica de esa sabiduría acumulada, que una publicación o un material audiovisual, duradero no solo para los que están hoy, sino para los que vendrán mañana.

De mi maestro René Fernández aprendí que la palabra compromiso es sinónimo de deber o responsabilidad, que no hay que tenerle ningún miedo a su significado. De Carucha Camejo, mi maestra por herencia, al haberlo sido de Fernández, supe en su propia voz que hay que asumir los deberes morales y artísticos sin degradarlos hasta volvernos ciegos, devotos o hiperbólicos. Que los auténticos ideales se hallan en el tributo de personalidades con una trayectoria artística tan consistente como atrevida, tan consagrada como llena de libertades y riesgos creativos. Desconocer esa contribución es hundirse en un pozo de soberbia e ingenuidad.

La AHS, en sus 30 años florecidos, debe contribuir, buscando el soporte correspondiente, a que nuestro teatro de títeres no se convierta en un teatro espontáneo por simple, con visos de una rabiosa “modernidad” que no ha explorado, o al menos conocido de profundis, las formas clásicas. Es el conocimiento de esos senderos enmarañados y complejos, los que nos permiten quedarnos al final (si es que hay un final en lo que a aprendizaje se refiere) con lo esencial. Y principalmente con esa sensación de que falta más, que nunca se sabe todo, que se puede seguir y es necesario continuar siendo joven de espíritu y de ideas.