Cuando nos toca en suerte presentar un libro, enfrentamos dos posibilidades: o es escasa la enjundia del texto, es poco atractivo, tan tedioso o simple, que es necesario extraer aceite del ladrillo para no quedar mal con el autor, o, por el contrario, es tanta la magnificencia de un volumen literario, tan enorme la infrecuente mezcla de disfrute con aprendizaje que proporciona su lectura, que nos deja, como diría Cortázar, despalabrados. Una cierta paradoja se establece entonces, a resultas de la cual, mientras menos luces aporte un libro, mayor cantidad de palabras hay que emplear para que algún incauto se impresione, gracias a los muchos adjetivos, a los elogios que emplee el desdichado presentador, mientras que una extraordinaria novela, como la que nos ocupa hoy, apenas demanda una exigencia, Léanla, seguida del ruego No se pierdan esta lectura, y, si acaso, es dable añadir la advertencia No se arrepentirán, acompañada del juramento lo prometo.

“(…) si un libro es extraordinario, necesita pocas palabras para anunciarse (…)”.

Acto seguido, ciertos formalismos se imponen, porque no es elegante ni justo que el autor, la editorial, el diseñador y todo el personal que interviene en la confección de un libro, además del público que asiste a su lanzamiento, reciban escasamente las cuatro sugerencias ya expresadas. Cuanto he dicho hasta aquí, sería comprensible si el título en cuestión integrara eso llamado “lo normal”, en términos de lo habitual, lo mayoritario a lo cual estamos acostumbrados como lectores. Pero resulta que nos encontramos ante una deliciosa rareza, quizás la más estrambótica obra literaria que se haya escrito en nuestros predios, desde que el magnífico Francisco Chofre apeó La Odilea ante el asombrado Jurado del Premio Casa de las Américas, en el año 1966. Hace más de medio siglo, fue el uruguayo Mario Benedetti quien se percató del valor de aquella joya, y gracias a su empeño, resultó publicada La Odilea, con prólogo suyo, a pesar de no haber obtenido el Premio al cual aspiraba Chofre. Traigo a colación esa obra inolvidable, porque Alfredo Zaldívar utiliza la misma estructura de dividir los capítulos nombrándolos como los sucesos que ocurren, muy al estilo de las novelas de caballería de varios siglos anteriores al que habitamos hoy, e incluso al tiempo en que se desarrolla este libro estupendo. Eso, en primera instancia. Luego, los personajes reales o ficticios que pueblan más de trescientas cincuenta páginas, nos toman de la mano para llevarnos en vilo, en una carrera tan desenfrenada como fascinante. El entorno, por su parte, nos deja boquiabiertos. Una ciudad espléndida como Matanzas, es presentada por Alfredo con el cuidado de conducirnos por el final del siglo XIX e inicios del XX, de forma que redibujamos, redescubrimos La Plaza de La Vigía, La Plaza Central, el cuartel de bomberos, el Palacio de Justicia, el señorial Teatro Esteban, más tarde bautizado como Sauto, la Biblioteca pública en los bajos del palacio consistorial, los ríos, los puentes, la famosa calle Tirry, el valle de Yumurí, las cuevas de Bellamar, y en fin, nos conduce por el asfalto y por la naturaleza de Matanzas sin que podamos detenernos, dado el vértigo y la inmensurable comicidad de la narración. Antes de adentrarme en el personaje principal de la novela, señalo varios puntos, indefectiblemente unidos a él, al señor Antonio Eulogio Hernández Alemán, alias Seboruco. Si bien es cierto que las peripecias de dicho poeta, tocado por la gracia de una locura genial, ampliamente documentada en la novela, y que sus tribulaciones provocan hilaridad, también es admirable el respeto con el cual Zaldívar narra los acontecimientos. No hay burla, no hay desprecio ni blasfemia, no emplea ningún extra más allá de lo que obtuvo luego de una concienzuda investigación cuyos resultados son expuestos hoy, al cabo de más de treinta años de trabajo. Pudiera parecer contradictorio hablar de respeto frente a esta apología al disparate, al canto al absurdo que es la Vida y obra del trichimicrobiado y cosmogónico vate de la ética llamado Seboruco, pero el autor de esta novela desopilante respetuosamente rinde homenaje, salda deudas, perpetúa la memoria de ilustres figuras de la cultura y de la historia de Cuba, utilizando el lenguaje de la época.

“(…) Una ciudad espléndida como Matanzas, es presentada
por Alfredo [Zaldívar] con el cuidado de conducirnos por el final
del siglo XIX e inicios del XX (…)”. Foto: Internet

En un gran juego, laboriosamente diseñado para divertir al lector, aunque no sea obligatorio descubrir todos los guiños que hace Zaldívar, porque de todas formas entramos a un túnel lúdico de pasmosa eficacia, es dable descubrir, por ejemplo, al inmenso Heredia, a los también matanceros José Jacinto Milanés, Boni Byrne, Tin A. Costa y Mar I Monte, a la familia Vitier, y cito: “Eduardo Vitié… Cirio Vitié y su fina esposa”, a la familia de Eliseo Diego (un hombre de barba rala, que fuma lentamente, y una mujer muy bella le trae una taza de café)… a El guantanamero Batti, al santiaguero Pevoda, a Faílde el primero, al cuarteto las D Aida, al general Lacret Morlot, a Plácido, a Juan Gualberto Gómez, a Estrada Palma haciendo un acto demagógico, en fin, toda una pléyade de figuras conocidas aparece aquí, en perfecta concordancia con el momento de la trama , de forma que sus presencias encajan divinamente en tiempo y en espacio. Para que no falte nada, los grandes fundadores de Ediciones Vigía, Rolando Estévez y el propio Alfredo Zaldívar, se asoman a las páginas de la novela de Seboruco, disfrazados como Ronaldo y Fedro Sardiñas, respectivamente, siendo este último el escribano quien se ocupará de no permitir que las brumas del tiempo borren al poeta más loco de Matanzas, según le anuncia Doña Paca la vidente al propio Seboruco. Un último guiño, esta vez al diseñador de Ediciones Matanzas, Johann Trujillo, inigualable como sabemos, tampoco podía quedarse tras el telón de la gran función teatral y memorística que es esta novela, y aquí lo tenemos, con el nombre de “El joven Joan Enrico.”

“(…) nos encontramos ante una deliciosa rareza, quizás la más estrambótica obra literaria que se haya escrito en nuestros predios (…)”.

De esta suerte de multiplicidades, resulta que el divertimento de la lectura aumenta, aunque, insisto, no sea imprescindible entrar al ruedo de los referentes con el ánimo de pelar las capas de cada cebolla. Es suficiente con disponer de ánimo para la aventura mágica que nos propone Zaldívar, en una ciudad y una época que él logra deslumbrantes. Por último, ya que debo ceñirme a mi consideración inicial, que dicta que si un libro es extraordinario, necesita pocas palabras para anunciarse, diré brevemente que Antonio Eulogio alias Seboruco no solo sí existió, no solo estaba más alucinado que la luna, y dedicó la vida a su labor de escritor público en calles, plazas, cafés, kioscos, puestos, bares, en cantinas, en funerales, bodas, fiestas de santos, bembés, onomásticos, bautizos y comuniones, además de haberse desempeñado como bombero, sereno, editor, director de periódicos, poseedor de una memoria igual a la de Funes, el de Borges, sino que, además, fue un patriota. Independentista, antianexionista, una suerte de predecesor de esa otra gran figura cubanísima llamada Samuel Feijoó. Dejo a los especialistas establecer este paralelismo seboruqueano y feijosiano. Insto a los dramaturgos a llevar a escena el octavo capítulo del libro tercero, cuyo argumento no adelantaré, felicito a mi entrañable Hado Fedro Sardiñas a quien agradezco el privilegio de ser su presentadora esta tarde, y repito al público lector No se arrepentirán de la lectura de esta novela, yo lo prometo.

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