Pronóstico del lirio: adiós a Carilda Oliver Labra

Norge Espinosa Mendoza
29/8/2018

Cuando al fin, tras haber esperado mucho, se supo que ella era la ganadora del Premio Nacional de Literatura, sus fieles, sus lectores, sus amigos y sus enamorados respiraron en paz. Tras largo tiempo, mientras su nombre se escurría en la lista de los ganadores, habíamos aguardado por esa noticia, a fin de verla sonreír con el galardón que le confirmaba que a pesar de enemigos y recelos, ella estaba por derecho propio entre los mejores autores de la Isla. Ir a Matanzas significaba ir a ella, como quien sabe que el río San Juan o la Plaza de la Vigía eran suyos de algún modo, porque desde los días y las noches de Milanés, ella cantó a todo eso como nadie.

Heredera de un mito que es esa ciudad, supo forjar en esas calles una leyenda propia, basada en su belleza juvenil, en su amor confesado en poemas de indudable aire romántico, y en la permanencia de su gracia y su sonrisa. Carilda Oliver Labra tuvo desde un nombre irrepetible hasta la compañía de sus lectores más secretos. Durante algún tiempo, en esa ciudad se estaba con ella o se estaba con otros autores, pero se encargaba la propia Carilda de derribar esas divisiones cuando se dejaba ver en una tertulia de jóvenes poetas o entrando al Teatro Sauto de vez en vez.


Foto: Cortesía del autor

 

Ahora que acaba de fallecer la dueña de Matanzas, título que quizás le parecería demasiado pomposo, su casona de la Calzada de Tirry 81 será parte de una biografía en la que marcaremos esa calle con un código más o menos secreto. Tras esa puerta se habló de Gabriela Mistral, Dulce María Loynaz, Ernest Hemingway, Reinaldo Arenas, Nicolás Guillén y tantos otros. Los ojos de Carilda seducían e invitaban, y ella logró, desde la provincia, hacerse sitio entre autores que la miraban con asombro, poco a poco más segura de su voz desde que ganó el Premio Nacional con su segundo poemario, Al sur de mi garganta, tras el cual vendrían muchos otros. No dudó en recordarnos el lado sentimental de la Nación, el acento femenino que la poesía cubana ha tenido por suyo en varios instantes luminosos; ni tembló al afirmar el protagonismo del idilio, con frases que para algunos podrían rozar el ridículo (“Todas las cartas de amor son ridículas”, aseguró el enorme Fernando Pessoa), cuando quiso privilegiarse la épica por encima de esas febriles aseveraciones. Se robó, con la elegancia de quien se lleva una rosa al paso, el verbo “desordenar” en el idioma de la poesía cubana, clavándolo en un soneto lleno de imágenes de fácil lectura erótica, pero capaz de sobrevivir a ese primer golpe de escándalo. Golpe que, como era costumbre en ella, venía con una sutileza y una sonrisa que fue su mejor arma cuando las tardes de Matanzas, y de Cuba, no eran precisamente las más soleadas.

A lo que su poesía nos trajo como deslumbramiento, hay que añadir un grado de verdad y desafío que también la caracterizó. En un poema como “Pronóstico del gris”, se adelanta con imágenes que revelan otro costado de su mano y de su existencia. Luego vendría la elegía a su padre, uno de los poemas más logrados de toda su obra, y por supuesto, el “Discurso de Eva”, todo un manifiesto que las feministas de Cuba (y más allá) deberían saber de memoria. No son los únicos grandes instantes de su poesía. Porque eso fue ella, con orgullo, una mujer poeta, que se sacudía la gravedad y el afán severo de otros escritores, y sedujo (es la palabra), a todos con su radiante manera de ser. Quien haya podido verla leer sus poemas recordará el acontecimiento con todos los matices de un hecho pleno de teatralidad. Carilda no declamaba: resucitaba sus poemas con sabiduría al manejar su voz, sus manos, la pausa, el silencio, la mirada. Era ese aire retador lo que nadie podía imitarle. Y lo que también hacía pensar a algunos que todo eso era cosa trasnochada.

Mi querido Noel Castillo, uno de los críticos más fieles y agudos de la obra de Carilda, quiso escribir su tesis de grado en la Universidad Marta Abreu de Santa Clara sobre esta mujer. No poco trabajo le costó, en un momento en que la academia cubana aún se resistía a ciertas maniobras de renuevo. A él le debo saberme de memoria algunos de los versos menos repetidos de la poetisa matancera, a la que los imberbes y desarrapados de los años 80 admirábamos sin recato. Volvíamos a Matanzas, ciudad tan hermosa a pesar de ese nombre tan siniestro, para que ella nos recibiera o viniera a escucharnos. Imaginarla en una foto de grupo, ya imposible, donde estamos los miembros de esa generación, es una suerte de espejismo que nos hace felices. Vimos a Carilda Oliver Labra siempre como una entre nosotros, y en ese sentido, buena parte de culpa la tuvo la edición de aquella pequeña antología que prologó, como quien escribe una carta de amor desbordada, Rafael Alcides, para la editorial Letras Cubanas. Leímos los poemas de Calzada de Tirry 81 como un deslumbramiento doble: por los poemas, y por quien los había firmado: esa mujer que no se anduvo nunca con medias tintas.

Ahora que no estará, ahora que llamar a su casa para saber de su salud ya no es posible, su biografía se coloreará con viejas y nuevas anécdotas. Varias veces la oí contar cómo supo que era la ganadora de aquel Premio con Al sur de mi garganta. Cada vez que rememoraba aquella tarde lluviosa, fabulaba más y más. Eso era parte de su mito. Eso y su generosidad. Supo vencer a esos enemigos, a la mentalidad provinciana no de su ciudad, sino de una cultura que tendría que abrirse más a presencias tan desafiantes como la suya, que venía, sí, de otro tiempo, pero no incapacitada para reinventarse ni organizar las palabras como un acto de vida inaplazable.

Escribo esto como quien la saluda por última vez, pensando en todos los poetas, escritores y artistas de Matanzas, esa ciudad a la que siempre volveré como el que regresa a Carilda. Que le digan adiós con poesía y con música, según la tradición de esa ciudad, les digo. Que la recuerden a través de sus muchos amores y su risa, y por supuesto, a través de sus poemas. Me acompaña ahora ese soneto que Noel Castillo recitaba una y otra vez, seguro de su sencillez, y también de su eficacia. Una vez más, para ti, Carilda Oliver Labra, imagino ese lirio que ojalá alguien ponga, antes del adiós, entre tus manos.

Llevo un lirio fantástico, tremendo;

bello por fuera y por dentro malo.

Me espanta con su sed. Lo doy, lo vendo,

a cualquiera que pase lo regalo.

 

Que se vaya a crecer; alto, derecho,

a la tierra más dura de otro hombro.

A mí me da dolor suelto en el pecho,

solitario y de pie como un escombro.

 

Me estorba su reflejo empobrecido,

su no querer llegar a ser olvido,

su seda intolerable y cenicienta.

 

¡Quitádmelo de aquí! Pronto… lo pido.

¡Haced un corazón ciego, abolido,

de este lirio que al fin se me aposenta!