Quilito pa’ ti, quilito pa’ mí

Ricardo Riverón Rojas
3/7/2019

Sin instituciones —estatales o no— guiadas por principios de promoción donde las rentabilidades culturales importen más que otras plusvalías, seguramente acabaríamos en la quiebra espiritual. La más importante contribución de la Uneac, entre otras, está en impedir que operemos, alegres o reticentes, con la lógica equivocada. No obstante, ¿cuáles son los riesgos que en el contexto cubano actual pueden invertir la fórmula y otorgarle el protagonismo cultural a lo pragmático; cuáles las zonas más vulnerables?

Foto: Internet
 

Por duro que nos parezca, el mercado nos ha dividido. También a nosotros. Artistas y escritores andamos como pobres y ricos, con un abismo de visible magnitud entre unos y otros. Claro, entendamos por ricos en este caso a aquellos que con su trabajo reciben erogaciones justas que les permiten cubrir sus necesidades, incluyendo las suntuarias, como viajar y vacacionar normalmente, y hasta practicar la filantropía.

Despojemos al vocablo de ánimos peyorativos. A esos que llamo “ricos” no tendríamos necesidad de llamarles así —que hasta ofensivo pudiera parecer, sobre todo porque sus ingresos son legítimos y derivados del trabajo— si los otros no fuéramos tan pobres que dependemos, con exclusividad, de lo que nos pueden pagar las instituciones de cultura al amparo de una legislación de derecho de autor no siempre en sintonía con la realidad.

En los debates del recién concluido IX Congreso de la Uneac me correspondió participar en la comisión llamada “Cultura, turismo y mercado”. Hablé de esas asimetrías que nos acompañan. Ahora me centro en algo puntual: la existencia de sistemas de pago para las actividades literarias que difieren abismalmente de las usadas para otras manifestaciones artísticas. Ellas hacen difícil estructurar y sostener una argumentación cómplice de toda la comunidad artística en pos de la preservación de las esencias más preciadas de la política cultural de la Revolución.

El presidente Miguel Díaz-Canel, en su medular y estimulante discurso de conclusión, se refirió con crudeza a las estructuras burocráticas que expolian al artista, y también a la prioridad que debe tener lo cultural sobre lo comercial. A todos nos conmovieron y estimularon sus palabras, todos aplaudimos con vehemencia; no obstante, aquellos que vivimos sin inserción en el mercado ni en el turismo nos alegramos más por el segundo aspecto, que nos toca directamente.

Los escritores, dependientes de manera absoluta de las leyes de derecho de autor, no seremos beneficiarios de los ajustes que se generen en el sector empresarial de la cultura, aunque igual nos invade el júbilo por quienes sí. En el caso de los libros, la ley se maneja de manera tan conservadora que nuca rozamos el límite virtual superior establecido. En el de las tarifas por colaboración en publicaciones periódicas, que datan de 1980 (Resolución 157), pese a que en la comisión citada se dijo que la revisión estaba concluida, el representante del Centro Nacional de Derecho de Autor (Cenda) expresó que no existen fondos financieros para ponerla en vigor.

Contrario al criterio arriba expresado, tengo la certeza de que si se ejecuta una somera redistribución de manera que los generosos pagos que reciben determinados sectores, no siempre con las mejores propuestas ni siempre procedentes del presupuesto del Ministerio de Cultura —aunque sí del estatal— los ridículos montos de la susodicha resolución se multiplicarían y generaríamos una buena cuota de equidad. Artículos, reseñas, crónicas, ensayos y entrevistas no merecen seguir valorándose (más bien devaluándose) con los criterios de una época en que los aguacates todavía costaban un peso.

Imaginen —solo por poner un ejemplo— a un autor residente en Playa a quien le avisan que tiene disponible un cheque por una reseña publicada en una revista con sede en La Habana Vieja. Nuestro personaje aborda un botero, paga 20 pesos, cobra su cheque y regresa en otro botero que le cobra igual. Gastó los cuarenta pesos de honorarios y queda con pérdida, pues también le retuvieron los 2 correspondientes al 5 % de la Oficina de la Administración Tributaria (Onat).

Nos han explicado, y es cierto, que hay vías, como la excepcionalidad, que opera con tarifas especiales para algunos autores. Pero también nos han dicho que para aplicarlas se debe seguir un arduo procedimiento consistente en pedir autorización al Cenda cada vez que se vaya a hacer uso de esa variante. Cambiar una resolución que tiene ya 39 años de mala vida, ¿no sería más fácil y justo? Aunque el criterio de la excepcionalidad siga operando, porque lo que está mal es la normalidad, no lo que la rebasa.

En el anterior VIII Congreso de la Uneac, del cual guardamos muy malos recuerdos, las diferencias entre unos y otros se apreciaron más claramente. Los intereses “empresariales” de algunos, emitidos con fuerza y reiteración, hicieron naufragar los más prometedores debates. Fue un congreso de ripiosos intercambios conceptuales, muchos berrinches por pertenecer al Consejo Nacional (que una buena parte asume como título honorífico, dada su escasa asistencia a los plenos) y de intentos por validar experiencias donde lo económico tenía más peso que lo cultural.

El recién finalizado cónclave clasificaría como modélico en lo tocante a su organización, y a la manera en que se concibió la ruta para acceder a un escaño en el Consejo Nacional de la Uneac. Se habló un lenguaje más a tono con los objetivos culturales de nuestra organización, aunque los intereses individuales siempre asomaron —más discretamente, es cierto— su oreja peluda. Pero fue un congreso más inteligente, más representativo de lo que somos: intelectuales revolucionarios para quienes importan más las esencias humanistas que los dividendos.

La renovación de las estructuras nos inocula el optimismo, la certeza de que vendrán nuevas dinámicas, diálogos más fecundos, prácticas más productivas en pos de lo justo. Nos corresponde, a quienes integramos el Consejo Nacional, alcanzar la epifanía del reconocimiento, representar los anhelos de quienes nos colocaron allí.

Una buena cuota de nuestros esfuerzos deberá orientarse hacia el objetivo de que la Uneac incremente su influencia en la construcción de un modelo de sociedad culta, equitativa y próspera. Aún nos falta. Pudiera todavía tardar. Pero al menos en estos días se dibujó más claramente como sueño realizable.

Celebro entonces la posibilidad de que el fin de la utopía no sea el pronosticado por el neoliberalismo (así lo creo y me estimula), sino el de la utopía que deja de serlo porque se instaura como realidad.