Recordando a una flor titiritera

Norge Espinosa Mendoza
19/9/2017

Hubiera cumplido 75 años, me dicen. Y pienso en cómo Xiomara Palacio hubiera celebrado esta edad. Sigo pasando todos los días frente al edificio donde vivía, y levantar la vista hacia su balcón es un gesto que repito, acaso para comprobar que ella no está allí, pero con la voluntad de seguirla imaginando, de algún modo, viva y sonriente, como la recordamos muchos. Se nos fue, como suelen hacer los amigos o aquellos a los que admiramos, demasiado pronto. Y para que su recuerdo no se difumine, acá están estas palabras.


En Don Juan Tenorio, Teatro Nacional de Guiñol, de 1965, con Luis Brunet. Fotos: Cortesía del autor

 

Nació en Remedios, y era la hermana simpática de la familia, porque, como relataba ella, la bonita era la otra. Desde los juegos de la infancia se vio que aquella niña tenía duende, para decirlo como los gitanos, y aunque la vida en La Habana, cuando se trasladaron a la capital, le hizo trabajar como secretaria, acabaría entrando a la Academia Municipal de Arte Dramático, donde coincidió con Carlos Pérez Peña y Armando Morales, futuros cómplices en la aventura del Teatro Nacional de Guiñol. Pepe y Carucha Camejo, junto a Pepe Carril, iban a fundar ese núcleo, y querían nuevos talentos para sumarlos en el empeño de un teatro de títeres cubano, profesional y venturoso, en el que ya ellos estaban enrolados desde los años 50. Descubrieron a Xiomara en la Academia, y la invitaron a ser parte del elenco de La loca de Chaillot. La Palacio contaba que su anhelo era ser una gran actriz dramática, y que se sumó a la idea por embullo de sus condiscípulos. “Me agarró la enfermedad del muñeco”, trataba luego de explicar lo que sucedió finalmente. Nunca más dejaría de estar cerca de los retablos y los títeres. Y es esa la imagen suya que tantos guardan.

Xiomara fue todo eso, y también fue más. Su participación en el repertorio dorado de la época de los Camejo y Carril la hizo visible ante niños y adultos, porque si su gracia, su voz afinada, su vis cómica y su capacidad de aprendizaje la destacaban en aquel conjunto como La Cucarachita Martina, también deslumbró en montajes como La Celestina o La Corte del Faraón. Fue allí, en el Guiñol, donde su hijo Abel Collazo vivió prácticamente los primeros años, mientras ella ensayaba nuevos roles, tomaba clases de canto y de baile, y vivía la intensidad de las dobles funciones. Cuando llegó 1971 y la parametración se encarnizó con los líderes del Teatro Nacional de Guiñol y muchas de sus figuras principales, cambió la atmósfera y se perdió gran parte de ese encanto. El retorno, en 1976, de Carril, Armando Morales y algunos de esos nombres, trató de restañar la herida. Una manera de hacerlo fue el estreno de La lechuza ambiciosa, sobre el cuento de Onelio Jorge Cardoso, que tan querido fue para Xiomara. Ella y Armando, director del montaje, se ganaron al público con estos dos payasos guajiros, que animaban los títeres inspirados en el trabajo de Antonia Eiriz. Fue el renacer de una compañía y una actriz que en los nuevos tiempos tendría que volver a ponerse a prueba.

Allá en Santa Clara debe estar guardado el programa de mano de La Cucarachita Martina que, siendo un niño, pedí a Xiomara, Ulises García e Isabel Cancio que me autografiaran, después de una función en el Teatro La Caridad. Los veía al fin en la escena, tras reconocer sus voces en tantos programas de televisión y en el doblaje de películas animadas. Fue la primera vez que me atreví a tal cosa, y pocas veces he repetido ese gesto. He aprendido luego a convivir con actores, actrices, directores, diseñadores, y eso me ha dejado saber más a fondo cuán complejos son tales oficios, y cuánto se necesita para ir más allá de los aplausos, para entender verdaderamente a cada uno de esos creadores. Creo que nunca le conté eso a Xiomara, porque ella insistía en trabajar de manera incansable, y cuando a mediados de los años 90 se despidió del Guiñol, se confabuló con otros directores, como Raúl Martín y Carlos Díaz, y se integró al grupo de humoristas que lideraba Osvaldo Doimeadiós desde el Centro Promotor del Humor. Ahí se encadena una serie de espectáculos que nos permitía siempre agradecer su presencia. Era fascinante tanto en el Hada Verde de La fábula del insomnio como encarnando al Pastor Bobo de El público, o a la descacharrante Veinte Pesos de La divina moneda. No sé cuántas funciones de La boda le aplaudí a ella y a Mónica Guffanti, que una vez llegaron al Trianón tras haber recibido la Distinción por la Cultura Nacional.


En La lechuza ambiciosa, Teatro Nacional de Guiñol, 1976, con Armando Morales

 

Pero siempre regresaba a los títeres. Y lo hizo de modo conmovedor como la madre de Güirito en Con ropa de domingo, estrenado por Teatro Pálpito a partir de El cangrejo volador, de su eterno Onelio Jorge Cardoso. Junto a Maikel Chávez y Ariel Bouza demostró que su dominio del humor, de la gracia en el lenguaje, su empatía inmediata con el auditorio infantil y familiar, eran sus armas imbatibles. Xiomara, a través de una larga trayectoria, premios y reconocimientos, se convirtió en la actriz titiritera por excelencia de Cuba, en una reina de ese ámbito que por desgracia, pese a todo, se fue de este mundo sin el Premio Nacional de Teatro que merecía sin discusión. Y ello me hace pensar en cuánto ese galardón se escurre, cuando de reconocer a maestros de los retablos se trata. Piénsese que ningún discípulo directo de los que tuvieron los Camejo y Carril bajo sus guías en el Teatro Nacional de Guiñol lo ha obtenido. Y eso me hace ir más allá, pensando a través del recuerdo de Xiomara Palacio en tantas mujeres que, como ella, se entregaron al complicado arte de dar vida a lo inanimado, y hacernos volver al ámbito de la infancia con lo mejor de sus interpretaciones. Lo que su nombre proyecta es algo que también se extiende a Olga Jiménez, Zunilda Fabelo, Miriam Sánchez, Maribel López, las hermanas Seguí y tantas más, esas mujeres que fueron nuestras hadas madrinas en las funciones de mañanas y tardes, todas en el mismo linaje en el que Carucha Camejo, Dora Carvajal o María Antonia Fariñas se alzan como presencias mayores, no siempre rememoradas debidamente en ciertos repasos de la memoria teatral de la Isla.

La tuve a mi lado en escena durante la ceremonia del Premio Nacional de Teatro que se concedió a Carlos Díaz. La gala estuvo dirigida por Doimeadiós, y convocó a actores, actrices y colaboradores de Teatro El Público en sus 20 años de existencia. Sandra Ramy vino a coreografiar nuestras entradas y salidas de escena, y animándose, ideó una compleja red de movimientos. En la noche de la entrega del Premio, esperábamos el inicio del acto cuando Xiomara, famosa por olvidar parlamentos y por las soluciones ingeniosas que buscaba a tales momentos, me pregunta: “Mi niño, ¿tú te acuerdas de algo de lo que nos montaron anoche?”. Me pasé toda la ceremonia tratando de guiar a Xiomara por lo bajo, y como era de esperar, salió a escena como si tal cosa, aparentando recordarlo todo, con esa firmeza y brillantez de los grandes intérpretes.

Pido disculpas si esta nota parece demasiado personal. Es que en verdad la extraño mucho, tanto como extraño a Adria Santana, en la escena y fuera de ella. No sé cómo podremos legar a las nuevas generaciones el privilegio extraordinario que tuvimos los que aplaudíamos sus mejores desempeños. Ambas eran incansables y jamás perdieron el sentido crítico respecto a sus propios trabajos. Estaban educadas en el rigor, en la necesidad de cultura, en saberse no solo actrices sino también responsables con una ética del teatro y del trabajo que cada vez se echa más de menos. Ambas, también, detestaban los homenajes. Esos homenajes que, como diría la gran China Zorrilla, tenían “olor a despedidas”. Tal vez por eso sigo alzando la vista cuando paso bajo su balcón. O pienso en Adria bajo los mangos de la Casona de Línea. Me alegra y me entristece recordarlas así. Y no es en balde, me hicieron llorar y reír con lo mejor de sus talentos.

Allá en Remedios, en 1942, nació una niña llamada Xiomara Palacio. No se sabía entonces, pero había nacido una reina titiritera. Un documental de Alina Morante logra que la veamos poco antes de su muerte: cuenta su vida y se ríe de todo, como quien juega con los recuerdos, sin arrepentirse de nada. Felices sus súbditos, sus admiradores, que podemos recordarla. Se fue de escena como el Hada Verde, en aquella salida que nos dejaba a todos sobrecogidos; para reaparecer casi de inmediato, en la escena siguiente, como un personaje completamente distinto. Ese era su don, y la escena era su reino. Un mundo encantado donde se dejaba ver, encegueciéndonos con los destellos de su corona, tan real como invisible.