Cuando el pasado 22 de diciembre, Día del Educador, cientos de santiagueros agasajaron con múltiples actividades a quienes desempeñan la profesión más noble y hermosa del mundo, muchos de ellos sintieron la ausencia de la alegría, jovialidad y entusiasmo de Ana Rivero Álvarez, una de sus más queridas educadoras.

A esta incansable mujer con más de 40 años dedicados a la docencia, la conocí en una de mis visitas a la Heroica Santiago. En ese entonces había cambiado sus alumnos de preescolar por otros que, dijo en aquella ocasión, “resulta más difícil educar, porque todos tienen 60 años y más. Y aunque no hay que enseñarles a leer y a escribir, les enseño cómo enfrentar esta difícil etapa de la vida que es la vejez, incorporándolos a la Cátedra del Adulto Mayor”.

Ana Rivero Álvarez, una de las más queridas educadoras de Santiago de Cuba. Fotos: Cortesía de la autora

Al aniversario 60 de la Campaña de Alfabetización estuvo dedicada este año la Jornada por el Día del Educador. En esa extraordinaria hazaña del pueblo cubano, sin precedentes en el continente americano, participó Ana Rivero. Era una de los más de 700 000 hombres y mujeres que se propusieron dejar atrás una época en que prevalecía la ignorancia tanto en las ciudades como en los bohíos de nuestra Isla.

Acababa de graduarme de maestra primaria en la Escuela Normal, cuando en 1961 Fidel convocó a los jóvenes a que partiéramos hasta los lugares más recónditos del país para enseñar a leer y a escribir a millones de cubanos. Como maestra voluntaria me designaron para que alfabetizara a los campesinos residentes en una zona intrincada del Tercer Frente.

Nunca olvidaré que era un lugar totalmente inhóspito, donde sus habitantes no tenían ni las más elementales condiciones de vida. Y cuando llegué allí hablando de enseñar y de crear una escuela, no pocos se burlaron de mí y creo que hasta dudaron de mi sano juicio.

A falta del apoyo de los campesinos y de recursos para erigir un local apropiado donde comenzar a enseñar, Ana encontró en la agreste región frondosos árboles que, magnánimos, le ofrecieron su sombra. “Allí, y sentados sobre la tierra seca, comencé a alfabetizar. Al principio fueron siete alumnos, después una docena, y así, poco a poco iban sumándose hasta que logré reunir a la gran mayoría de los vecinos. Incluso campesinos de avanzada edad, que no podían ocultar su vergüenza cuando, para guiarlos en sus trazos, ponía una de mis manos sobre la suya torpe y callosa. Después que aprendieron las vocales, les enseñé a escribir sus nombres. Sus rostros se iluminaban tanto como la luz de mi farol con cada conocimiento que aprendían. Les hablaba además de la Revolución, de Fidel”. Por el Comandante en Jefe ella misma sintió siempre un amor infinito y eterna gratitud: “Le agradeceré mientras viva la posibilidad que me dio de haberme formado como una verdadera maestra entre aquellas montañas”.

“Ana Rivero nunca se desprendió de la muchacha que llevaba por dentro”.

No tuvo que transcurrir mucho tiempo para que, como resultado de aquel proceso de aprendizaje mutuo, surgieran entre maestra y alumnos sentimientos tan puros como el amor, el respeto y la admiración. “Allí por primera vez me llamaron maestra. De la misma manera comenzaron a verme como consejera, abogada, médico, y, porque muchas veces compartí con ellos las faenas del campo, también me consideraban agricultora. Fíjate si yo era arrestada —me confesó Ana con palpable orgullo en aquella oportunidad— que un día hasta le entregué tierras a algunos campesinos”.

Sin dudas lo hizo, porque Ana era una de esas santiagueras cuyo arrojo y valentía les viene desde la cuna, y los llevan consigo a través de toda la vida. Por ello tampoco debe dudarse de que fue capaz, asimismo, de levantar con sus propias manos y la ayuda de unos pocos campesinos la primera escuelita rural que existió en el Tercer Frente; región oriental de Cuba que debe su nombre al Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, quien el 10 de marzo de 1958 y por orientaciones de Fidel, hizo de esa zona montañosa un punto militar estratégico desde el cual ofreció una fuerte resistencia al ejército del dictador Fulgencio Batista.

Como una experiencia inigualable que le permitió comprobar la realidad de otra Cuba que no conocía, calificó Ana la Campaña de Alfabetización. Proeza que una vez finalizada y de regreso a su natal Santiago, le produjo la satisfacción “de haber cumplido con mi patria y con Fidel”.

Junto al grato recuerdo de sus primeros alumnos, “había ganado la oportunidad de tener mi propia aula en una escuela urbana. La escuela estaba ubicada en Vista Alegre, un barrio que por aquel tiempo era muy pobre. Por eso estos nuevos alumnos no se diferenciaban mucho de los campesinos que había dejado atrás. Pero estaba contenta y ya nada pudo detener mi carrera de magisterio”.

“He dedicado mi vida entera a la formación de las nuevas generaciones”

Trabajaría posteriormente en otros centros estudiantiles con mejores condiciones, en consonancia con las profundas transformaciones que la naciente Revolución desarrollaba en Cuba. Siempre se desempeñó como maestra de preescolar, “que fue en lo que me especialicé desde que vine de las montañas”.

No fue en modo alguno la falta de memoria, sino la alta cifra, lo que le impidió a Ana explicar en aquel encuentro la cantidad de niños a los cuales dio la bienvenida en cada curso escolar, y a quienes, a la par de las primeras letras, les enseñó a hablar correctamente y les inculcó valores morales y patrióticos que años más tarde hicieron de casi todos ellos cubanos dignos.

He dedicado mi vida entera a la formación de las nuevas generaciones —refirió de manera convincente. Tarea que he llevado a cabo no solo en el aula mientras impartía mis clases, también en los campamentos donde se acogían, cada cierto tiempo, a los pioneros exploradores. Todavía hoy, ya jubilada, llamo la atención a cualquier niño o joven cuando su comportamiento en la calle no es el correcto. Esto ha provocado que algunos no me quieran y me miren con cierto desprecio, pero estoy convencida de que algún día me lo agradecerán. Aunque, no creas, a veces me da cierta pena, porque me echan en cara que ya no doy clases, ni ellos están en mi aula.

Ciertamente Ana ya no impartía clases, pero jamás dejaría de ser maestra y mucho menos formadora, calificativo que mantuvo en ristre hasta el último de sus días. Tanto es así, que a pesar de su jubilación continuó trabajando activamente con adultos de la tercera edad; desempeño que asumió con entusiasmo y amor, y al cual se incorporó entre las primeras cuando Fidel propuso, esta vez en 1986, la creación de secciones sindicales entre los jubilados.

“Me siento joven y con muchos deseos de vivir. Considero que todavía me falta mucho por dar, por entregar”.

Durante nuestro encuentro en la Ciudad Héroe de la República de Cuba, me reveló que se entregaba por entero a esta nueva responsabilidad, “mucho más que cuando estaba en el aula. Realizamos actividades de todo tipo: recreativas, culturales, educativas. En fin, no paramos ni por un instante. Pero eso es bueno, porque estamos aprendiendo a ganarnos el lugar que nos corresponde en la sociedad, y nos hace olvidar al propio tiempo la edad que tenemos”.

Quizás por causa de su alegría contagiosa, o por la admiración que sentí por ella desde la primera vez que la vi (en un acto donde se le reconocía como Vanguardia Nacional del Sindicato de la Educación), o porque bailaba ágil y cadenciosamente al compás de un danzón como parte de un grupo creado por ella e integrado por unos 60 abuelos, lo cierto es que Ana Rivero nunca se desprendió de la muchacha que llevaba por dentro y que le permitió afirmar: “Me siento joven y con muchos deseos de vivir. Considero que todavía me falta mucho por dar, por entregar, a pesar de que cuando me miro al espejo se me caen las alas del corazón”.

Por más de una década continuó dirigiendo las 30 secciones sindicales conformadas por los jubilados del Sindicato de la Educación, a quienes, con voz firme aunque no exenta de amor, como si de sus pequeños alumnos se tratara, les exigió el cumplimiento cabal de las tareas que había planificado en los distintos planes de acción, previstos para cada mes.

Al concluir aquella conversación, sostenida hace ya algunos años, le preguntamos a esta formadora de al menos tres generaciones de santiagueros; acreedora, entre premios, medallas y diplomas, de aproximadamente 100 reconocimientos: ¿Cuántas emociones convergen en Ana cuando, paseando por las calles de Santiago, hombres y mujeres de sienes plateadas, cuya forma de expresarse indica que son médicos, ingenieros, maestros, enfermeras, abogados… la saludan con cariño y la llaman maestra o simplemente seño?

“Imagínate”, fue todo lo que le permitió decir el nudo formado en su garganta. Enmarcados por amplios espejuelos, sus ojos, muy brillantes, supieron contener las dos lágrimas que pugnaban por salir. Nada podría empañar la imagen de esta descendiente de Mariana, a la cual, por su altruismo y ejemplo de entrega y dedicación al magisterio, también estuvieron dirigidas las sinceras muestras de amor y agradecimiento que los santiagueros ofrecieron a sus maestros este 22 de diciembre.

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