Res non verba

Ricardo Riverón Rojas
18/3/2019

Me dicen constantemente que los jóvenes no leen porque los consumos culturales cambiaron su estructura y el formato digital le puso fin a la era del papel. No he hecho un estudio serio sobre el tema, pero si de algo sirve una simple observación aleatoria, casi puedo desmentir esa falacia en la que nos hemos refugiado, como si engañarnos nos salvara de la barbarie acechante.

 “Las competencias que enfrenta la lectura en una actualidad que ya va sumando años, se relacionan,
más que todo, con los modelos de éxito que impone lo que ya se instauró en Cuba como clasecilla media.”
Fotos: Internet

 

Anduve por una de las zonas wifi de mi ciudad (antes del Internet por datos móviles) y, a riesgo de ser impertinente, espié a los numerosos usuarios, desperdigados por donde podían sentarse o agarrar sombra. Más de la mitad hablaba con algún familiar, evidentemente en el exterior, en voz muy alta y con buenos audífonos secuestrándolos de lo circundante. Un glosario de lo más frecuente contendría expresiones como: “estamos bien, no te preocupes”; “pero qué gordo estás”; “me llegó el dinero”; “¡qué cadena más linda!”; “el lunes tengo turno para el consulado”, y un montón de arrumacos más o menos pedestres.

Otros observaban, callados, las pantallas de sus celulares: chateaban por Messenger o bajaban información para tareas urgentes relacionadas con sus estudios. Solo me atreví a interrogar a dos; uno de ellos, que cursa la carrera de comunicación social en la Universidad Central, fue amable; me dijo que gestiona las páginas que le orientan en clases (casi siempre artículos, nunca libros) y la mayor parte de las veces no lee el texto completo ni elabora interpretaciones propias; el corta y pega le sirve para cumplir, “Frankestein” mediante, los requerimientos docentes. El razonamiento ajeno, bien ensamblado y con el crédito de rigor al pie de página, para evadir el plagio, le permite coronar su “esfuerzo” con un relumbrante cinco.

Poseo una vigorosa biblioteca digital, pero soy de la era analógica y prefiero leer en copia dura, no obstante puedo dar fe de que ninguno de los jóvenes que conviven o se relacionan conmigo, que son varios, hacen uso de ella. Solo dos, los integrantes de mi taller literario (ambos de 26 años), copian algún que otro volumen y, además, bendicen y desconchinflan mi otra biblioteca, la de papel, pues me han dicho que prefieren leer el libro y a la vez tocarlo como si fuera un ser vivo; románticos que somos, ¿verdad?

Las competencias que enfrenta la lectura en una actualidad que ya va sumando años, se relacionan, más que todo, con los modelos de éxito que impone lo que ya se instauró en Cuba como clasecilla media —que para la media de la población es clase alta—. Ponderan el consumo y alejan cada día más el paradigma humanista que da lustre y valor a la inteligencia.

Se nos explica que debemos convivir con esas demoliciones en espera de días económicamente más promisorios, pero la verdad es que, en la medida en que el modelo actual se establece, la mayoría ve disminuir aceleradamente —escalada de precios mediante— su poder adquisitivo. El posible bienestar que esa política podría depararnos, aunque sea duro decirlo, carga ahora mismo con un paradójico sabor neoliberal, pues no resuelve sino que ensancha la diferencia entre ricos y pobres. El desigual e injusto acceso a la solvencia devalúa la calificación y la cultura y, gracias, a ese estatus se instauran, como un demonio más, las variantes de grosería, violencia, machismo y agresividad social que el batallador decreto 349 aspira detener.

“Tener una buena ley no garantiza totalmente un estado de legalidad, que es un estado de justicia donde
deben intervenir otros poderes.”

 

Comulgo con el consenso de que no resulta sabio ni prudente hacer pasar por realidad lo que es solo un anhelo. Aunque sea cierto que se gasta más tiempo frente a la pantalla que de cara al libro, no podemos inferir de ello que el hábito de consumo de la literatura se desplazó de un formato al otro. Se lee menos. La literatura aporta poco prestigio, poca riqueza material, intenta calar en el alma de una sociedad que reduce sus códigos comunicativos y empieza a rendirle culposamente y a contrapelo (incluso a través de algunos medios masivos y redes sociales), culto a lo light, lo fashion, el pragmatismo, el eterno presente.

El pasado 24 de febrero votamos una nueva constitución. La campaña por el sí, legítima, fue intensa. Nos lo hicieron ver con claridad, “¿qué hubiera pasado después de un no?” Se sabe; nos hubiéramos entrampado en una constitución que, con la óptica de 1976, apuntalaba un patrón de socialismo que ya no existe; ello impediría lo que llaman actualización del modelo. Le rendiría dividendos morales a quienes dinamitan nuestra prosperidad.

Hoy me atrevo a darle vuelta, casi heréticamente, a la pregunta: ¿qué tendremos después del sí? La respuesta no la veo clara, aunque temo que si la nueva carta magna no cataliza para el país ciertas utilidades que casi no rendía ya la anterior, los mercachifles seguirán su escalada sin que nadie los detenga. Si hacer huelgas (transportistas y carretilleros, por ejemplo) y saquear con el soborno los artículos de alta demanda con el fin de revenderlos, a precios de especulación, en las puertas de las propias tiendas, ya eran hechos delictivos y nada o poco ha sucedido con quienes los ejecutan, pese a que es vox populi y a que lo hacen sin mucho camuflaje, ¿el que tengamos una nueva constitución le pondrá fin a esos insultos al pueblo trabajador y revolucionario?

Tener una buena ley no garantiza totalmente un estado de legalidad, que es un estado de justicia donde deben intervenir otros poderes. Son pocas las objeciones que le podría hacer a nuestra nueva ley de leyes (quizás el modo en que se enuncia la política salarial) pero no creo que ella de por sí, ipso facto, pondrá fin a unas prácticas que consolidan figuras espurias, delincuenciales, en los tronos del consumo con los que contribuyen a demeritar los actos encaminados al cultivo del conocimiento y la cultura.

Se impone llevar las aguas a su carril. La Palabra quedó dicha y refrendada. Los Hechos deberán servir a su espíritu. El interregno poco funcional que se aprecia entre la ley y el orden (perdonen la referencia televisiva casual) constituye, a mi modo de ver, uno de los grandes retos a vencer en estos días.

Si no ponemos fin, con acciones de todo tipo, a la magnificación fáctica del consumo grueso y guarro, ni el papel ni la pantalla serán un buen soporte. Y pudiéramos ir ensayando ya, con dolor, la despedida: adiós, lectores; buen viaje, inteligencia.