Retrato de grupo

Rafael de Águila
8/1/2021

“Si una causa en particular arruinó a un Estado, existió
una causa general que determinó la caída de dicho Estado…”.

Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu

Close up: Los regentes

Fue Frans Hals, brillante pintor holandés nacido en 1580, quien inauguró para las artes plásticas el género de retrato de grupo. Una de aquellas obras, casualmente la última, era Regentessen van het Oudemannenhuis, que se traduce como Los regentes del hospicio. El aumento de millones de seres menesterosos —y gobernantes no precisamente racionales— hace que este mundo nuestro semeje cada vez más eso: un hospicio. Regente se le llamaba en la Edad Media a la persona que presidía una nación ante la incapacidad de aquel al que por derecho le correspondía. Hoy muchos gobiernan en el planeta cual regentes al empujarnos —con leyes, timos, demagogia, mentiras, ilusiones de mercado, requiebros de la cultura y dominio mediático, elementos desde los cuales pretenden hacer llegar consenso— a una suerte de conformismo del cual deriva la supuesta incapacidad de las grandes mayorías para ejercer el derecho que les asiste: el de autogobierno. Cuando fallan conformismos —al no resultar efectiva la cooptación— mueren los consensos y asoma la represión.

Frans Hals, brillante pintor holandés nacido en 1580, inauguró para las artes plásticas el género de retrato de grupo. Fotos: Internet
 

El mundo de hoy reinventa espurios regentes ante la inhabilidad de los pueblos de… elegir bien, y las fullerías del poder para lograrlo y mantenerlo. En el último quinquenio este planeta nuestro ha visto arribar al poder a seres cada vez más raros. Digámoslo así: raros. Sui generis. Seres que antes, urge decirlo, jamás habrían alcanzado el poder, salvo desde un coup d'État o un putsch. O… un vodevil. Hablo del poder gubernamental. Ese al que hoy —generalmente, superada la etapa de asonadas soldadescas y dictaduras, aunque de estas últimas se mantienen rancios vestigios— se llega desde la voluntad popular libremente expresada en las urnas, desde elecciones no amañadas. Aludo a seres en las antípodas, a años luz, de lo antes establecido como “políticamente correcto”. Ni lo que dicen, ni lo que hacen —ni cómo lo dicen ni cómo lo hacen— puede ser enmarcado en esa esfera. La política parece haberse contaminado de lo que Bajtín para la literatura llamaba carnavalización. En muchos casos se trata de seres no precisamente políticos: outsiders. Se diría que diletantes. Seres que se comportan, hablan, deciden, ofenden y adoptan poses —¡todo ello sin sonrojos y públicamente!— como y cuanto y donde y cuando apenas generalmente en el 2015 jamás un estadista —salvo Berlusconi— lo hubiese hecho. Y esto ¡sin perder un ápice del fervor de sus partidarios! Por el contrario: inspirando mayor fervor.

Si en décadas pasadas seres de conductas estrafalarias llegaban al poder desde asonadas militares que instauraban férreas dictaduras, hoy estos nuevos seres llegan al poder desde elecciones a las cuales nadie ha logrado tachar de fraudulentas. Suelen ser elecciones de altos índices de participación, limpias, justas, en las que los susodichos seres alcanzan por demás altos índices de votación, sumando el voto mayoritario, o al menos determinante —inverosímil, se diría— de sectores que antes jamás les hubieran favorecido. Tales seres logran articular —y mantener y acrecentar— una legión de partidarios —furibundos, decididos, entusiastas, líbreme Dios de emplear el calificativo, peyorativo, de fanáticos—. Estos seres representan la incorreción total. Generan asombro, burlas, memes. Al menos desde un sector inmune a los pantagruélicos aires de sus flautas. El discurso de estos seres, los raros, —lenguaje extraverbal incluido— asombra. Pueden resultar, a un tiempo, errados, escabrosamente alejados de la verdad, risibles, racistas, misóginos, anticientíficos, desvergonzados, escandalosos, deshonestos, poco educados —chusma, decía mi digna abuela—, risibles o amorales. Y, sin embargo, los partidarios —en casi todos los sitios— incrementan la adoración. Digo “en casi todos los sitios” porque ello no ocurre en un único punto del planeta. No. No tiene lugar en cierto país aislado, por grande y potente que ese país sea. No. El fenómeno, cuasi idéntico, acaece a un tiempo, con sospechosos denominadores comunes, en simultáneos puntos del globo. Puntos diseminados del planeta. Separados por océanos, continentes diversos, naciones diferentes, culturas disímiles, historias sin puntos de contacto, idiosincrasias desiguales, credos religiosos desemejantes, idiomas, genealogía ideológica, desarrollo económico-social, psicología social: todo puede diferir; la adoración, en cambio, coincide.

La aparición simultánea —idolatría popular incluida— de tales seres pergeñando el poder, hermanados en características y modus operandi en diferentes puntos del globo, merece estudio. Evidentemente, ello debe responder a determinadas causas. A ciertas condiciones. No se trata solo del tipo de apelmazado cabello amarillo que por cuatro años hubo de morar a la vera del Potomac. No. Hay otros. Muchos. Uno labora en el Palácio do Planalto, otrora diseñado por el gran Niemeyer; otro en el No. 10 de Downing Street; un tercero allá en la Manila del gran José Rizal; un cuarto reside en el neoclásico Palacio Sándor de la mítica y muy bella Budapest. Uf, pueden morar en Varsovia, Praga, Ankara, San Salvador y otros sitios. Aludirlos a todos puede quizá violar lo que dicta y espera cierta diplomacia. Puede resultar un pleonasmo. Digamos solo que… hay otros. En el poder, justificando eternizarse en esa cúpula / cópula / crápula, o batallando por lograrlo. Tal vez logren la trilogía. De acuerdo a la tendencia observada en el último quinquenio, ello no resulta desdeñable. Todos, repitámoslo, exhiben denominadores comunes. Causas y condiciones semejantes. A denominadores comunes y a causas y condiciones regresaremos más tarde.

Tales gobernantes tuvieron innegables predecesores. Predecesores con menos suerte: no alcanzaron el poder. De tales predecesores surgieron estos dilectos epígonos. El fenómeno pugnaba desde décadas atrás por manifestarse, cobrar auge, emerger. Quizá no lo advertimos. Quizá dijimos: seres como estos no llegarán jamás a gobernarnos. Lamentablemente, llegaron. Se trataba de un volcán que amenazaba erupción. Lanzaba fumarolas. Hoy sufrimos ceniza y lava. Mañana —cual Pompeya— puede que nos sepulten las cenizas. Los subestimamos y… nos sobreestimamos. Pensamos que se trataba de hechos aislados, excepciones y no reglas, vicisitudes y no causas comunes establecidas en mitad de condiciones nunca desdeñables. Ahí estuvieron en Francia los Le Pen (padre e hija). Roberto Savio nombraba recientemente a otros menos conocidos: Mogens Glistrup, el danés; los holandeses Geert Wilders y Pim Fortuyn; el austriaco Jorg Haider; el inglés Nigel Farage; el italiano Beppe Piero Grillo. —El mismo Marx, señala Roberto Savio, identificó el fenómeno en el siglo XIX a la llegada al poder de Luis Bonaparte, al calificar el “bonapartismo” como “forma de gobierno popular con dirección personalista”; Francia, poco después, tuvo en Georges Boulanger a un populista que hoy pocos recuerdan—. A esa cohorte agrego, motu propio, al controvertido italiano —quizá el antecesor más claro, evidente y connotado de la camada, ese sí suertudo: disfrutó del poder—, el expresidente Silvio Berlusconi, llamado quizá desde el furor de los antónimos, el Cavaliere. Pero… vayamos a los denominadores comunes.

“Quizá no lo advertimos. Quizá dijimos: seres como estos no llegarán jamás a gobernarnos”.
 

Regentis commūnis denominatĭo

Si bien anteriormente Silvio Berlusconi —con sus millones, su amoralidad, sus escándalos, sus fraudes, su libidinosidad filoadolescentaria, su poder mediático y su desvergüenza— era un hecho aislado, hoy, ya lo hemos dicho, todo ello ha devenido en sus epígonos cuasi regla. Se trata, evidentemente, de un síndrome. Es el momento de desambiguar los denominadores comunes. Estos epígonos llegan al poder de la mano del voto —ya se dijo— mayoritario, limpio y entusiasta de la mayoría. Pueden ser racistas y las minorías raciales votar por ellos. Pueden ser misóginos y las mujeres votar por ellos. Pueden ser millonarios y la clase menos favorecida votar por ellos. Pueden decirse democráticos y admirar a aquellos que no lo son. Suelen conservar —y hasta incrementar— popularidad, según respetables encuestas. Pueden ser actores, millonarios, exmilitares, exagentes de inteligencia, blogueros, comediantes, empresarios. En su generalidad resultan ultranacionalistas. En su homogeneidad, ultraconservadores. Si bien pueden fatigar el prefijo ultra, pueden asolar desde el anti: antiglobalización, antifeministas, antimigración, antidemocráticos, antiminorías, antimultilateralismo, antimulticulturalistas, antienergías limpias, antiabortos, anticélulas madres, antiimpuestos progresivos, supuestamente antiestablishment, antimatrimonio igualitario, antilibertad de expresión, anticomunidad LGTBI, antiestado de bienestar, anticambio climático, anticultura, antiarte, antiprensa, antiseguridad social, antirregulación financiera, antiislamistas. Uf, ¡pueden ser muchos anti! Lo de ultra cabe anteponerse a los calificativos de racistas, voluntaristas, despectivos de la opinión ajena, maniqueos, adoradores de ritos / mitos del pasado, agresivos, libidinosos, intervencionistas, negadores de la verdad, adoradores de la mentira, impúdicos, hombres show, amantes de hacerse escuchar cada día por multitudes que los adoren, machos alfas, hipóstasis de la voluntad popular, tipos de apariencia fuerte o dura —los hay cuasi ancianos de rostros venerables—, defensores de la ley y el orden, populares, autoritarios, ignorantes o ignoradores de historia y politología, expertos en gazapos, anacolutos y ex abruptos, peritos en prometer soluciones simples —explicadas en lenguaje simple— a problemas en extremo complejos, duchos en azuzar el miedo a cuanto no llegue de ellos mismos como metodología contra oponentes a los que denigran, persiguen judicialmente o llevan a la cárcel, no falta quien —se dice— los extermina, pretenden ser salvadores nacionales —nadie lo ha hecho antes mejor que ellos—, extravagantes, ilusionistas del espectáculo, fundamentalistas, vulgares, supuestos enemigos de las élites políticas, banalizadores del discurso, estrellas del performance, machistas, malos perdedores, infalibles, narcisistas, paranoicos, megalómanos, xenófobos, despectivos, oportunistas, homofóbicos, fraudulentos, rústicos, sin ideología obvia o mostrando un rocambolesco mixing de todas ellas, cultivadores de emociones o pasiones, irreverentes, insolentes, de base ultrarreligiosa (ya sea evangélica o islamista), cooptadores de todas las instituciones y leyes, tramposos, ofensivos, negadores de las ciencias, fans de las redes sociales y de la TV, creadores de espacios ad hoc para hacerse escuchar, impulsivos, cultivadores de la posverdad… ¡pueden aunarse muchas otras características!

Todo intento generalizador, bien se sabe, puede pecar de impostado, de maniqueo: los hay islamistas y los hay ultraislamistas. Los hay que se autoincluyen en la derecha, la izquierda, el centro, la “tercera vía”, la Nouvelle Droite europea, lo llamado antes en Norteamérica Tea Party o necocons —hoy alt-right—, y es que puede ser difícil adjudicarles en ocasiones filiación ideológica definida dada la enrevesada amalgama que suelen exponer / defender. Pueden militar o haber militado en un partido, mas pueden renegar de ese partido y fundar otro… el suyo propio. Se diría que los partidos militan en ellos: los aceptan como remedo —y remedio—, como vía para detentar el poder. Más que representar credos o ideologías ¡representan un modus operandi! Una metodología. Un modo de actuar. De proceder. De parecer. De presentar y representar. Y en el paroxismo reverberante del absurdo pueden ser racistas y campeones de las minorías étnicas; millonarios y adorados por el hombre de a pie; trogloditamente incultos y no faltar intelectuales que los defiendan. Pueden tener mil rostros y ninguno. Las mil y una facetas y ninguna. Hablar mil y una noches y merecer no haber hablado en una sola. Decirse y desdecirse. Adaptarse miméticamente a cualquier hábitat. Cualquier color. Cualquier situación. Cambiar de enemigos, de amigos, de discurso, de opinión, de asesores, de ministros, acomodarse —gatopardeanamente— a cualquier evento. Su divisa podría ser la de Luis XIV: L'Etat, c'est moi. El libro de cabecera —si leyeran—, una versión —muy condensada y vulgarizada, simple hasta el hartazgo—, de Il principe, de Maquiavelo. La obra original… no la entenderían.

Donde se habla de las necesarias causas y de las ineludibles condiciones 

Ah, sencillo. El summun de una crisis. Una crisis hegemónica. Su punto neurálgico. Su estallido. Sus efectos —uno, entre muchos, el momento populista, aludido por Laclau—. Crisis multifacética y sistémica: económica, financiera, política, social, institucional, cultural, intelectual, moral. Sobre todo moral: recuérdese a Gramsci. Sin crisis tales seres continuarían morando —haciendo diabluras— en sus restringidos y muy particulares habitáculos. La crisis los ha llevado al hábitat de todos. Al común. Les ha posibilitado globalizar diabluras. Endiablar el mundo. Encantar a unos, enquistar a otros, victimizar a un nutrido grupo. Polarizar. Crear desgobierno. Enemistar —en algunos sitios—, a muerte, a dos mayorías: a ese 51% frente a ese 49%. Difícilmente pueda gobernarse un país desde la visión excluyente de los primeros frente a la visión ignorada de los segundos.

Su libro de cabecera —si leyeran— podría ser una versión muy condensada y vulgarizada, simple hasta el hartazgo, de El príncipe.
 

Las visiones en democracia pueden naturalmente divergir —siempre lo han hecho, es lo natural, lo humano—; no pueden, sin embargo, ser excluidas. Ese camino conduce a la ingobernabilidad. A un cul-de-sac. Se trata de una crisis con potencialidades para dañar los postulados mismos de la democracia actual, dicen algunos, postulados por los que las grandes mayorías lucharon denodadamente en los siglos XIX y XX y lograron arrancarle apenas —y a penas— al poder. Ello sucede porque, digámoslo sin tapujos, se trata precisamente de una crisis de la democracia. El voto universal, la aceptación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la instauración del llamado Estado de Derecho, esa sacra trisomía, se pensó, legaba para la posteridad la felicidad humana. No ha sido así. Que todos voten para elegir Gobierno no ha bastado porque los Gobiernos una vez electos se olvidan de todos. Ello ha motivado una nunca antes vista ausencia de confiabilidad en gobiernos, partidos y políticos —lo que Collin Crouch llamó en el 2003 “postdemocracia”—.

La sacrosanta Declaración Universal de los Derechos Humanos se respeta de Derecho y se irrespeta de hecho urbi et orbi —desde lo político, lo económico, lo social, lo laboral, lo familiar, lo educacional, lo referente a la salud, a lo sexual, lo religioso, los temas de género, lo migratorio, lo étnico, por citar tan solo doce aristas—. Ello ha convertido a esa Declaración en inoperante y en no vinculante letra muerta. El Estado de Derecho no ha resultado salvaguarda —para todos— de todos los derechos. Ello ha llevado a millones a sentirse privados de esos derechos. El resultado: una rotunda crisis de representatividad. Los electores no se sienten representados por los elegidos ni poseen control alguno sobre ellos —la democracia burocrática, de Max Weber, que conduce a lo que también el alemán llamaba desencantamiento del mundo—. Si la representatividad, principio per se de la democracia actual, falla…, falla la democracia misma. Rousseau, que descreía de la representación como institución —recuérdese su apotegma: la representación es una falsificación— puede erigirse hoy en augur. Al haber resultado reiteradamente engañados por políticos tradicionales y correctos, los electores derivan hacia seres no tradicionales e incorrectos. A ello se suma un dominio mediático que obnubila y el nuevo espécimen de la posverdad que descerebra, dualidad no rechazada debidamente a partir de múltiples falencias: veleidades de la ética,[1] entronización del placer como modus vivendi —el greatest happiness principle de John Stuart Mills es hoy lograr mayor cuota monetaria o propiedades en suerte de suprematismo neoutilitarista—, el consumo como sinónimo de triunfo social / individual / familiar y el raquitismo de la cultura. Se tiene el retruécano de vivir en la sociedad más alfabetizada y tecnócrata de la historia, elemento que —extrañamente— coincide con el hecho de ser una sociedad masivamente inculta, banalizada, banalizante, manipulada, estandarizada y obcecada por el aburrimiento, el mercado, la mass media y la bifronte sed de éxito y espectáculo. Ello, en puridad, provoca seres aquejados por una no subestimable dosis de capacidad disminuida… para elegir e identificar la verdad. Lo justo. El bien.

A lo anterior se suman los efectos de la antes elogiada globalización. Como sucediera con el voto universal, el Estado de Derecho o los Derechos Humanos, la globalización se entendió inicialmente como la definitiva y última panacea del capitalismo, esa “destrucción creativa”, según Werner Sombart y Joseph Schumpeter. La izquierda —en esos inicios— la vapuleó; más tarde acabó aceptándola como inevitable, recluyendo el vapuleo sobre el nocivo sustrato neoliberal. Hoy, sin embargo, la mayoría de los regentes, estos que asoman en el estrafalario retrato de grupo, despotrican a más y mejor de la globalización, imponen barreras arancelarias y no arancelarias, inician guerras comerciales, abandonan tratados de comercio, imponen sanciones comerciales y financieras. —Esta “globalización socialista”, escuché decir a un partidario de Donald Trump en mi viaje a EUA—. ¡Vaya oxímoron!

Como terapia antiglobalización se refugian en el ultranacionalismo, espectro que se creía en franca erradicación. Y es que para millones la globalización ha resultado sinónimo de crisis: ahí están aún los efectos —demoledores— del crash global del 2008. No olvidemos una verdad de Perogrullo devenida enorme contradicción: si bien la tecnología y las ciencias han experimentado un salto descomunal en los últimos 50 años, las maneras de gobernar, la representatividad, los modos de relacionarse elegidos y electores, eso que llamamos democracia, ¡ha permanecido sin cambios! Somos ciudadanos del siglo XXI que nos comunicamos con tecnologías del siglo XXI, aspiramos a la felicidad y estabilidad del siglo XXI… no obstante ser gobernados por metodologías del siglo XX. Glosando la clásica fórmula marxista pudiera puede pensarse que las novísimas relaciones sociales, tecnológicas y científicas colisionan —contracción que pudiera erigirse en antagónica— con lo viejo politológico, las añejas relaciones entre gobernantes y gobernados. La vieja democracia.

Tras haber transcurrido un quinquenio de la llegada de esta cohorte de seres incorrectos al poder, ¿qué han legado o producido desde lo jurídico, lo ideológico, lo social, lo económico o lo politológico? Ampliemos: ¿qué se legó —con reformulación para esos campos— en los últimos cinco decenios, o seis, o siete? ¿Qué libro, qué manifiestos, qué teorías, qué cuerpos legales, qué constituciones? La agonía y muerte del feudalismo —y asomo del capitalismo— legó el caudal de teorías de mayor alcance, profundidad y volumen que un momento histórico haya presenciado jamás. Ordenó de hecho vida, sociedad y destinos. Desde entonces… todo movimiento parece huero. Vida, sociedad y destinos son hoy movidos por el viento o permanecen en un dramático pairo. Pataleo, molicie, vacío, griterío, tedio. Estos seres indeseables —deseados por millones— parecen llegar a la praxis desde —y por— el peso muerto teórico de un vacío. Al feudalismo se le barrió desde la ideología libertaria y humanista de los enciclopedistas. El capitalismo se erigió desde ese poderosísimo basamento ideológico, plataforma que devino un corpus teórico de vastas connotaciones políticas, económicas, sociales, jurídicas, constitucionalistas, ordenamiento mismo para la vida. La vida se formuló desde la fuerza tremebunda de pensamiento formulado.

Hoy gran parte del pensamiento teórico anterior ha caducado, el que se formula es menos atendido / leído que nunca antes, más fragmentario que nunca antes, más complejo que nunca antes. Parece emerger a priori con el fatalismo del divorcio total para con la sociedad. Hoy la vida se formula desde la vida misma, no desde el pensamiento. Hoy entre tanto pensamiento… no hay pensamiento. ¿Con qué novo corpus reformularemos  el enmohecido y fenecido corpus? La praxis —pobrecita— ha quedado huérfana de teoría. La existente ha caducado o desde su precariedad elitista y pleonástica se ha hecho invisible. No se tienen adeptos: solo adictos. No se tienen partidarios: solo creyentes. No se tienen manifiestos o líderes: solo brazos y polichinelas. No se tienen argumentos: solo alaridos. Cuanto ocurre es el evidente síntoma de una crisis. Los seres que las multitudes han hecho llegar al poder representan la torpe ilusión de superar esa crisis. El desarrollo y la historia, por suerte, también. La tecnología per se no determina el desarrollo. Tampoco determina a la historia. Nunca lo ha hecho. Desarrollo e historia la han determinado siempre los humanos.

“Somos ciudadanos del siglo XXI que nos comunicamos con tecnologías del siglo XXI (…), no obstante ser gobernados por metodologías del siglo XX”.
 

Donde se aventuran (brevemente) —¿utópicas?— soluciones

Necesitamos reformular la vida. La sociedad. El capitalismo. El presente. El futuro. Para hacerlo necesitamos pensamiento. Necesitamos reformular el orden de cosas: las normas financieras, comerciales, económicas, bancarias, laborales, legales, educacionales, sociales. Necesitamos una moderna Enciclopedia. Repensar la democracia. La política. Suprimir la desconfianza. La ausencia de credibilidad. Trazar nuevos postulados reformularía, a su vez, lo que Louis Althusser llamó “aparatos ideológicos del Estado”. Esas son premisas sine qua non. Finiquitar la crisis de la representación, no solo desde el vínculo entre elegido y elector sino, y muy especialmente, desde el control del elegido por parte del elector. Reformular lo mediático. Fortalecer cultura y ética en función de educar ciudadanos no aquejados de capacidad de juicio disminuida, adulterada y/o manipulada. Robustecer las instituciones internacionales. Repensar la soberanía desde lo vinculante internacional y viceversa. Aceptar como prima lex que el respeto a la vida y opinión de la mayoría no puede significar el irrespeto a la vida y opinión de las minorías. Que no se rige para una homogeneidad, sino desde —y para— la heterogeneidad.

El siglo XXI demanda nuevas bases sobre las cuales erigirse y avanzar. Las que existen ya no nos sirven. No basta bautizar con nombres: urge dotar de significados a esos nombres. Hasta hoy toda sociedad ha comenzado expandiendo derechos para después emplear ese propio mecanismo como muelle para restringirlos. Ahora se trata de expandir derechos y emplear esa fuerza como inercia para expandirlos cada vez más. El cuerpo social creció y mutó: no le cabe ya la antigua camisa. Debemos repensar la sociedad humana. O introducimos reformas o nos arriesgamos a una revolución, dijo en su momento Otto von Bismarck. Fue, indudablemente, un tipo sagaz. No avizorar cuanto ocurre, no identificarlo como un síndrome, olvidar causas sobre las que se debe actuar o ignorar condiciones que deben suprimirse, hará que el mundo vea florecer en los próximos años una rocambolesca pléyade de seres infaustos y nefastos gobernando en multitud de sitios. Podría ser una catástrofe. Estos últimos cuatro años —de pura suerte— no lo han sido. En las artes plásticas, no importa la existencia de tales seres: Frans Hals, óleo mediante, lo supo. En la vida real, la de la sociedad… se pone en riesgo total vida y sociedad.

Notas:
[1] Gramsci sostenía que la pérdida de la hegemonía moral por los gobernantes —los elegidos— suponía la primera parte de la pérdida del poder —el poder basado en el consenso—. ¿Qué significaría, parafraseando e invirtiendo los términos gramscianos, la pérdida de la hegemonía moral —o el ethos— por parte de millones de electores? En La educación sentimental, la conocida obra de Gustave Flaubert, uno de los personajes se ufanaba: “…con el sufragio universal, seremos felices”. Sufrir bajo una dictadura es ser víctima de un victimario. Elegir a un gobernante peligroso es ser cómplice de un culpable. ¿De qué sirve el sufragio universal si elegimos mal?