Rodney Batista: encima de la tumba

Maikel José Rodríguez Calviño
5/6/2018

Epitafio (del latín epitaphium; esto es, epi, «sobre», y taphos, «la tumba»): breve texto inscrito en una lápida o placa colocada encima de los sepulcros. Tal es el nombre de la exposición protagonizada por Rodney Batista (La Habana, 1988) que por estos días acoge la capitalina Galería Villa Manuela.

Nuevamente, surge el tema de la Muerte, tan caro a este joven artista, cuyas fotografías tienen la particular capacidad de seducir y horrorizar al mismo tiempo. Solo que, para la ocasión, Rodney ha trascendido la bidimensionalidad fotográfica y se apropia de lo escultórico, recreando en mármol, bronce y resina, varios programas iconográficos que entremezclan símbolos inherentes al arte funerario y reproducciones de cadáveres teratológicos, tanto humanos como animales.


Exposición protagonizada por Rodney Batista. Foto: Maité Fernández Barroso
 

La fotografía de un locuaz mediorrelieve funerario abre la muestra, que se debate entre piezas exentas e imágenes de nichos mortuorios donde palpitan siluetas de osarios y ostensorios. Así, aureolas radiadas o blancos paños de santa Verónica sirven de soporte a frases escritas con letras de plomo, animales bicéfalos, intestinos hipertrofiados, cabezas momificadas de perros o neonatos de brazos abiertos que nos recuerdan a Cristo Crucificado. Aquí, el glorioso patetismo del arte funerario, forjado para rendir memoria al fallecido y sobrecoger al vivo, sustituye sus símbolos más comunes (relojes de arena, libros que se deshojan, antorchas apagadas e invertidas, coronas de adormidera, columnas truncas…) por los horrores de la descomposición y la podredumbre, del íntimo fragor que, en la más completa oscuridad, experimenta el cadáver una vez la lápida ocupa su lugar.

Esas nefastas licuefacciones, esos humores y vapores usualmente ocultos a la vista humana, conviven ahora, por obra y gracia de la técnica artística, con las durezas del mármol y los brillos del oro, la elasticidad de las resinas y la inmanencia de lo fotográfico. Al mismo tiempo, los signos de la decadencia son minimizados y ennoblecidos. Por consiguiente, en Epitafio, Tánatos refulge con un inusual esplendor, en la rutilante eternidad de esas sustancias manipuladas para acicalar la inhumación, el horror, lo innominable.

La tumba y la galería conviven de forma muy peculiar en esta propuesta, reflejándose e intersecándose mediante propósitos afines: la veneración y la memoria, el afán por resguardar lo perecedero y combatir el paso del tiempo; lo cual abre un amplio universo de posibilidades interpretativas el espectador receptivo, ese que gusta de imbricarse en las muestras y aprovecharlas como una plataforma morfo-conceptual que le catapulte a un estado intelectivo, al atractivo campo de las ideas y sus múltiples significados.  

Cual gigantesca espada de Damocles, la Muerte pende sobre el devenir de los seres humanos. Hacia ella vamos, sin remedio ni excepción. Rodney Batista nos lo recuerda en todo momento. Epitafio marca un nuevo escalón en ese memento mori que él ha estado articulando desde sus primeras propuestas. No obstante, en mi opinión, la exposición contiene dos líneas discursivas (una fotográfica, otra escultórica) que muy bien pudieran ganar cuerpo en muestras independientes, sobre todo cuando se trata del retrato a nichos mortuorios, temática novedosa dentro de la poética del artista. “Peor que la muerte, su guarida”, nos advierte Séneca. Dichos cubiles, a través del ojo creativo, pueden revertirse en una serie fotográfica que imagino tan notable como atrayente.    

Antes de terminar, recomiendo que Epitafio sea degustada con furor y sin mesura. Esto es, con vitalidad, pues solo en el esplendor de la existencia (en esa acmé definida por los griegos) alcanzamos la plenitud (transitoria, claro está, pero susceptible a la inmortalidad gracias al arte) y podemos contrarrestar por un instante las inexorables sombras del no-ser.