Solo a la vuelta de siglo y medio de su publicación, Sab (1841), el primer libro de Avellaneda, no solo se ha convertido en la más conocida y apreciada obra de su vasta producción literaria, sino en uno de los textos más reeditados, estudiados y traducidos del siglo XIX latinoamericano. Ello se debe, indiscutiblemente, a las potencialidades políticas de Sab, una novela sentimental que encontraría su mejor recepción a partir del último tercio del siglo XX, cuando el proceso de descolonización y la lucha por los derechos civiles y la liberación de la mujer promovieron en el ámbito académico el surgimiento de los estudios étnicos, de los estudios de género, y de los estudios poscoloniales, al tiempo que las universidades y las editoriales comenzaban a interesarse por estos temas.

“Transgresor y subversivo, abolicionista y antiesclavista, antirracista y feminista, en fin, ajeno y opuesto a la política colonial imperante”. Imagen: Tomada del sitio web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

Esta novela pudo no haberse publicado, pudo no ser el texto excepcional que conocemos —transgresor y subversivo, abolicionista y antiesclavista, antirracista y feminista, en fin, ajeno y opuesto a la política colonial imperante—, si Avellaneda hubiera cedido a las presiones ejercidas sobre ella por el contexto histórico en que Sab ve la luz, y si no hubiera sabido blindarse con disímiles argucias para poder ver impresa una novela a cuya escritura y defensa se había dedicado con tanto afán.

Una novela y su momento

Como apenas se conservan manuscritos de Avellaneda, el proceso de creación de Sab y su datación solo pueden establecerse por evidencias externas. Pero estas no son muy convincentes, pues la autora dio distintos lugares y, por ende, fechas distintas de inicio de su novela. Sin embargo, podemos creerle cuando dijo que había comenzado a bosquejarla en Cuba, de donde parte en 1836, aunque también diera como puntos de partida de su escritura distintos lugares: Burdeos, adonde arriba en 1836, y Lisboa, en 1838. He querido interpretar esta información como recuerdos de un proceso arduo y lento de escritura, reiniciada más de una vez. Lo que sí parece definitivo es que terminó al menos una primera versión de Sab en Sevilla, a principios del verano de 1839, donde un amigo cubano revisó, en agosto, sus diez primeros capítulos.[1] Y si hacemos caso a todo lo que ella hizo entre la segunda mitad del 39 y el 40, sin duda así fue.

“En el invierno de 1840 escribe su primer drama, Leoncia, y desde fines de abril se ocupa de su puesta en escena, que se produce en Sevilla el 16 de junio”. Imagen: Tomada de Internet

De mediados de 1839 data el inicio de su intensa relación amorosa con Ignacio de Cepeda, que le ocupa mucho tiempo de escritura, como lo demuestran el copioso epistolario y la autobiografía destinados a él.  También son de esa fecha poemas y traducciones que publica en revistas andaluzas. Escribe entonces 40 de los 45 textos recogidos en Poesías, libro aparecido en 1841, muy poco después de Sab; 8 en 1839; 16 en 1840, y 17 en 1841. En el invierno de 1840 escribe su primer drama, Leoncia, y desde fines de abril se ocupa de su puesta en escena, que se produce en Sevilla el 16 de junio.

Por otra parte, desde principios del 40 anda en trámites relacionados con la publicación de Sab. En abril se muestra preocupada porque no ha podido pasar en limpio el texto, y se asombra del alto número de suscripciones que ya tenía aseguradas en distintas ciudades de Andalucía. En el verano se muda con su hermano a Madrid. Y desde allí le anuncia en octubre al poeta y político liberal Alberto Lista que le dedicará su novela.[2]

En efecto, sí la terminó en el 39, es cierto lo que dice la autora, en tercera persona, en el prefacio del 41: “Tres años ha dormido esta novelita en el fondo de su papelera”. Al prefacio volveremos. Ahora pasamos a Sab.

Situada en Camagüey hacia fines de la segunda década del siglo XIX, en torno a 1818, esta novela revela y condena, desde una perspectiva de documentada filiación ilustrada y romántica, la condición de subalternidad a que están sometidos las mujeres, los negros y los pobres, en una sociedad colonial y esclavista, en tránsito de una economía regional a una economía capitalista. La trama se articula a través de tres historias de amor: el amor prohibido del esclavo Sab por Carlota, hija de su amo; el desgraciado amor de Carlota por Enrique, su prometido, solo interesado en su dote, y el amor imposible de Teresa, prima pobre e ilegítima de Carlota, por Enrique.

Sabiendo que Enrique no merece a Carlota y que la dejará porque no va a tener una dote sustanciosa, Sab le ofrece a Teresa la importante suma de dinero que ha ganado en la lotería para que Enrique cambie de novia y se case con ella. Pero Teresa, que sabe lo que sufriría Carlota, no acepta. Entonces Sab le hace creer a Carlota que es ella la que ha ganado el premio y cabalga durante horas para anunciárselo a Enrique —que está a punto de dejar la Isla— a fin de que se case con Carlota, que ahora es rica. A consecuencia del esfuerzo realizado, Sab muere. Teresa se recluye en un convento. Y cinco años más tarde, a punto de morir, le entrega a Carlota, que ha sido muy desgraciada en su matrimonio, la larga carta que Sab escribiera en sus últimos momentos. En ella el esclavo expresa que todos los hombres son iguales, tengan el color que tengan; que unos hombres no tienen el derecho de esclavizar a otros; que la esclavitud es contraria a las leyes divinas. Es decir, expresa ideas de los abolicionistas y, más aún, de los antiesclavistas. Pero a ellas se añade algo nuevo, totalmente nuevo: lo relativo a la condición femenina, no solo similar a la esclavitud por las cadenas a las que el matrimonio condena a las mujeres, sino peor, porque solo la muerte puede liberarlas.

Estamos, pues, ante un texto que condena la esclavitud y al mismo tiempo subvierte todo lo establecido en torno a la condición de la mujer y la sagrada institución del matrimonio. Pero aunque esta transgresión sea tremenda, imperdonable, no va a ser la que motive las cautelas que en su prólogo expresa esta joven escritora. De hecho, entre 1842 y 1843 publica las dos partes de otra novela, Dos mujeres, íntegramente dedicada a tratar las torpezas del matrimonio.[3] Así que, sin duda, será la condena a la esclavitud lo que en 1841 la tenga en vilo, porque el momento es, y no es, el más propicio para la aparición de su primer libro.

“Un texto que condena la esclavitud y al mismo tiempo subvierte todo lo establecido en torno a la condición de la mujer y la sagrada institución del matrimonio”.

En otras ocasiones me he detenido en el contexto en que se publica Sab.[4] Ahora solo voy a intentar resumirlo para que se entienda por qué la autora tiene que blindarse, y cómo lo hace.

El año 1841 marca el momento en que la existencia de la esclavitud corrió mayor peligro y dio lugar a grandes debates y definiciones, al punto de casi provocar un enfrentamiento militar entre Inglaterra y España que hubiera podido implicar a los Estados Unidos. En 1833 había sido abolida la esclavitud en los dominios británicos, y en Londres se reanima el tema de la persecución de la trata, que, pese al compromiso de suprimirla que Inglaterra le hiciera firmar a España en 1817, había seguido proporcionando abundante fuerza de trabajo a los campos de caña y los ingenios de Cuba. El triunfo de los liberales españoles facilita la firma de un nuevo tratado en 1835, que estipula formas más efectivas de control del tráfico, en las que no me voy a detener aunque a ellas debe muchas páginas la literatura cubana. En 1837, en Madrid se presenta a las Cortes un proyecto de ley de abolición de la esclavitud. Pero no llega a ser discutido, “pese a que solo se refería a la península y no a las colonias, porque muchos temían que tal discusión sembraría la alarma entre los propietarios de Cuba (…), que ya habían protestado”.[5]  Y estas protestas estaban plenamente justificadas, porque es en ese mismo año de 1837 que se inicia en Cuba lo que Moreno Fraginals llamara “la más violenta expansión azucarera que conociera la historia”,[6] debida tanto a la disminución de la producción en el Caribe británico tras la abolición efectiva de la esclavitud, como a la costosa inversión que hicieran los grandes propietarios cubanos en la instalación del primer ferrocarril de la América Latina.

En 1840 Londres propuso a Madrid un nuevo tratado, en virtud del cual todos los esclavos traídos a Cuba después de 1820, es decir, desde la fecha en que habían entrado en vigor las estipulaciones de 1817, debían ser emancipados, lo que significaba la quiebra de la industria azucarera cubana, que vería drásticamente disminuida su fuerza de trabajo. El gobierno liberal del regente Espartero, tan comprometido por el apoyo que Inglaterra le había ofrecido en la guerra carlista, acogió del mejor grado esta propuesta. Pero la llegada de la noticia a La Habana sembró tal encono entre los hacendados, que cuando en enero de 1841 el Capitán General, Gerónimo Valdés, recibió instrucciones para que actuara de acuerdo con el nuevo convenio, se negó a cumplirlas y amenazó con renunciar, lo que obligó a Madrid a reconsiderar el asunto y pedir al gobierno de Cuba que expresara sus criterios al respecto. Entonces Valdés solicitó su opinión a las principales corporaciones y personalidades de la Isla, las que prepararon sus respectivos informes, que diferían en matices, pero coincidían en rechazar la propuesta inglesa.[7] El gobierno de Londres parecía que no iba a cejar en su empeño, y al tiempo que mantenía sus presiones sobre Madrid, envió una escuadra al Caribe, lo que, sin duda, eran palabras mayores.

El ambiente estaba igualmente caldeado en Madrid, donde, desde por lo menos el siglo XVIII, funcionaba un importante lobby cubano. Igual preocupación, pero mucho más folclórica, se advertía en el Camagüey —cuna de Avellaneda y sitio de residencia de su familia—, según se lee en las abundantes cartas enviadas por El Lugareño a Domingo del Monte a lo largo de ese año.

Argucias y blindajes

Pasamos entonces a ver cómo Avellaneda blinda su novela mediante aquellos que Gérard Genette, el teórico y narratólogo francés, llamara los paratextos, en su libro Seuils o Umbrales, de 1987.

¿Qué son los paratextos? Si nos guiamos por el prefijo griego pará, “al lado de” o “junto a”, que precede al término textos, el enigma queda rápidamente despejado. En palabras de Genette “los paratextos son aquello por lo cual un texto se hace libro y se propone como tal a sus lectores”.[8] O sea, los paratextos son todo lo que rodea al texto. Tanto aquello con lo que el editor lo viste, lo presenta y lo adorna, como lo que el autor decide adicionarle por diversas razones, muchas veces convencionales. Vamos a ver, entonces, algunos paratextos de Sab que sirven de blindaje a su autora.

“Avellaneda, muy inteligentemente, dedica Sab al poeta y político liberal Alberto Lista, figura señera de las letras españolas de finales del siglo XVIII y primera mitad del XIX”. Imágenes: Tomadas del sitio web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

En primer lugar está la dedicatoria, un espacio que puede ser colectivo, individual, de agradecimiento, de cortesía, de rabia, de prestigio, o como en este caso, de solicitud implícita de complicidad. Avellaneda, muy inteligentemente, dedica Sab —como ya dijimos— al poeta y político liberal Alberto Lista, figura señera de las letras españolas de finales del siglo XVIII y primera mitad del XIX y “maestro muy respetado de la (…) generación romántica”,[9] quien sería, sin duda, un formidable escudo.

En segundo lugar tenemos un paratexto mucho más interesante, el prefacio, que ya he tratado en más de una ocasión,[10] y en el que de nuevo voy a detenerme para ampliar su significado con la adición de parte del final de la novela, que propongo considerar su complemento. La introducción, prólogo o prefacio escrito por el autor es justo la última ocasión, como afirma Sylvia Molloy, en que este puede hablar por su texto y, al mismo tiempo, la primera en que inquietantemente comienza a sentir cuán distante se le ha vuelto.[11] Mas, en el prefacio de Sab, tiempo y distancia se hacen mucho más densos, y la tensión de sentidos contrapuestos que se construyen entre un entonces y un ahora, un acá y un allá por los que nos lleva y trae la autora en tres breves párrafos, pauta los marcos en que se desvanecen, no por modestia retórica, sino como estrategia de supervivencia, las funciones tradicionales del prefacio de autor.

Veamos lo que escribe Avellaneda en su prefacio desde una distante —y presuntamente neutra— tercera persona:

Dos palabras al lector

Por distraerse de momentos de ocio y melancolía han sido escritas estas páginas: La autora no tenía entonces la intención de someterlas al terrible tribunal del público.

Tres años ha dormido esta novelita en el fondo de su papelera: leída después por algunas personas inteligentes que la han juzgado con benevolencia y habiéndose interesado muchos amigos de la autora en poseer un ejemplar de ella, se determina a imprimirla, creyéndose dispensada de hacer una manifestación del pensamiento, plan y desempeño de la obra, al declarar que la publica sin ningún género de pretensiones.

“Tres años ha dormido esta novelita en el fondo de su papelera”.

Acaso si esta novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones: pero sea por pereza, sea por la repugnancia que sentimos en alterar lo que hemos escrito con verdadera convicción (aun cuando esta llegue a vacilar), la autora no ha hecho ninguna mudanza en sus borradores primitivos, y espera que si las personas sensatas encuentran algunos errores esparcidos en estas páginas, no olvidarán que han sido dictadas por los sentimientos algunas veces exagerados pero siempre generosos de la primera juventud.

Como vemos, Avellaneda renuncia a estimular —función principal del prefacio— la lectura de un texto que no es más que una “novelita” escrita “por distraerse”. Renuncia, particularmente, a explicar sus ideas, objetivos y trama, porque “la publica sin ningún género de pretensiones”. Sin embargo, en el párrafo final dice que aunque sabe que “las personas sensatas” pueden encontrar “errores” en su novela, no varió el contenido de Sab, a pesar de que sus ideas habían sido “modificadas”; no alteró lo que había escrito “con una verdadera convicción”, aun cuando esta llegara a vacilar. Y no lo hizo porque no quiso traicionar “los sentimientos algunas veces exagerados pero siempre generosos de la primera juventud”, que fueron los que dictaron sus páginas.

Pero eso no quiere decir que no diera a conocer sus ideas. Es decir, sus sentimientos y convicciones en torno a la violencia contra Dios y contra la humanidad, presentes tanto en la esclavitud como en la condición subalterna de las mujeres. Ella había aprendido en muy poco tiempo cómo librarse de las sospechas, disgustos y acusaciones que, por el mero hecho de ser “distinta”, extranjera, la persiguen desde que llega a España.[12] De modo que traslada una de las más importantes funciones del prefacio, la de exponer las ideas del autor, a la Carta de Sab a Teresa con que prácticamente se cierra la novela, precedida de este importante subtítulo que es, en sí mismo, otro paratexto. Solo citaré dos fragmentos, porque la carta es muy extensa:

Carta de Sab a Teresa

Fragmento no. 1

Cuando mi amo me enviaba a confesar mis culpas (…) yo preguntaba al ministro de Dios qué haría para alcanzar la virtud. La virtud del esclavo, me decía, es obedecer y callar, servir con humildad y resignación a sus legítimos dueños y no juzgarlos nunca.

Esta explicación no me satisfacía. Y ¡qué!, pensaba yo: ¿la virtud puede ser relativa?, ¿la virtud no es la misma para todos los hombres? ¿El gran jefe de esta gran familia humana habrá establecido diferentes leyes para los que nacen con la tez negra y la tez blanca? ¿No tienen todos las mismas necesidades, las mismas pasiones, los mismos defectos? ¿Por qué, pues, tendrán unos el derecho de esclavizar y los otros la obligación de obedecer? (…) ¿Dios podrá sancionar los códigos inicuos en los que el hombre funda sus derechos para comprar y vender al hombre, y sus intérpretes en la tierra dirán al esclavo; –tu deber es sufrir: la virtud del esclavo es olvidarse de que es hombre, renegar de los beneficios que Dios le dispensó, abdicar de la dignidad con que le ha revestido, y besar la mano que le imprime el sello de la infamia? No, los hombres mienten: la virtud no existe en ellos.

Fragmento no. 2

¡Oh, las mujeres!, ¡pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo eligen un dueño para toda la vida. El esclavo al menos puede cambiar de amo, puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad: pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: –En la tumba.

“No cabría duda de a quién pertenecían las tesis fundamentales de la novela, relativas a la esclavitud y a la condición subalterna de la mujer”.

Entonces, la carta puede leerse como el epílogo de la novela —en lenguaje de Genette, como una suerte de texto posliminar ficticio actorial— que asume la función a la cual había renunciado, de entrada, su autora explícita: explicar sus ideas, objetivos y trama. Y esta traslación se refuerza, como lo ha advertido Catherine Davies,[13] por el hecho de que en la novela sentimental, y Sab lo es, el protagonista es identificado por el lector como “el autor”, en este caso “la autora”. Con lo que para los buenos entendedores no cabría duda de a quién pertenecían las tesis fundamentales de la novela, relativas a la esclavitud y a la condición subalterna de la mujer. Nunca como en este caso se hace ostensible el valor que encierra el título que Doris Sommer diera a un excelente ensayo sobre Avellaneda: “Sab c’est moi”.

Los epígrafes

Entre los blindajes y argucias de legitimación empleados por Avellaneda hay otros paratextos, cuya presencia en esta novela resulta muy interesante e ilustrativa de sus procederes: los epígrafes. Estos, que por lo regular son citas literarias, sirven para encabezar libros, partes de libros o capítulos, y tienen la función de orientar su lectura de modo directo o indirecto, apelando rectamente al contenido que preceden, o presentándolo como un irónico contraste.

“Los escritores que aparecen citados en Sab son sobre todo contemporáneos notables”.

En Sab los epígrafes se encuentran a comienzos de cada uno de sus 15 capítulos, y se relacionan directamente con su contenido. Pero aunque habría mucho más que decir, en esta ocasión me ocuparé exclusivamente de destacar la cuidadosa selección que hace de ellos la autora, no solo en razón de lo que las distintas partes de su novela demandan, sino, en particular, de quiénes son los autores citados, porque esta va a ser, por supuesto, una importante y bien desplegada estrategia de blindaje, ya que los escritores que aparecen citados en Sab son sobre todo contemporáneos notables, no solo muy bien situados en la consideración de críticos y lectores, sino personas, en su mayoría, a las que ella, además, conoce, y por ello en cierta medida compromete con su éxito al colocar la novela bajo su amparo. Así, por ejemplo, como decía al comienzo, dedica Sab “a su respetable amigo (…) Alberto Lista”, y además toma de sus poemas dos epígrafes. Emplea uno de Juan Nicasio Gallego, quien prologa sus Poesías en el mismo año en que se publica Sab, y también sendas citas de Manuel José Quintana, con quien se escribe, y del dramaturgo Antonio García Gutiérrez. No olvida a su admirado José María Heredia, a quien acude en dos ocasiones, ni al malogrado Mariano José de Larra, de cuyo Doncel toma unas líneas. Y este no es el único narrador romántico que aparece entre sus elegidos, también está Alfred de Vigny, y cerca de él, Walter Scott, fundador de la novela histórica que ella también cultivará. El resto de los epígrafes son de dramaturgos del XVII y comienzos del XVIII: Shakespeare, Lope de Vega, José de Cañizares y Metastasio.

Las notas

Este tipo de paratexto aún hoy no es muy habitual en las novelas. Si bien todos los anteriormente vistos van también dirigidos al lector —le dicen, de modo indirecto, pero elocuente, cuál es el entorno, la familia intelectual del autor—, las notas al pie lo hacen con mucho mayor énfasis. Le piden que interrumpa su lectura y lea las líneas más breves o más largas a las que conducen su mirada. No está de más recordar que “nota”, que está en latín, como muchos otros términos de origen erudito que circulan en nuestra lengua, quiere decir “fíjate”, “atiende”, así, en imperativo.

En sentido general, los novelistas contemporáneos, cuando las usan, se valen de ellas con muy diversos objetivos. Pero en el siglo XIX eran más bien raras y se añadían para brindar información y contribuir a conocer o desentrañar distintas instancias del texto en cuestión. En Sab,que aborda realidades distantes de su público más inmediato, estos objetivos son muy variados: culturales, históricos, geográficos, relacionados con la fauna y la flora, lingüísticos. Y en este caso, además, sirven a la joven novelista para subrayar su origen, del que sin duda se vanagloria, así como su autoridad y puntos de vista en relación con la materia que trata. Con ello, Avellaneda, por otra parte, continúa bordando la imagen de extranjera que se había creado tres años atrás cuando adoptara el pseudónimo de “La Peregrina”, al tiempo que anuncia a lectores y lectoras lo nuevo que está aportando a la literatura en estos momentos en que les pide complicidad para compartir con ellos la extrañeza, la otredad del mundo representado.

Su modelo directo fue la Condesa Merlin, autora de la primera autobiografía y la primera novela que, aunque escritas en francés, iban a hablar de la Isla desde la experiencia y el sentir de una cubana. Pero antes seguramente había encontrado este uso de las notas en su admirado Chateaubriand —a su vez modelo de Merlin—, en su novela corta Atala, muy conocida en el mundo hispano y ubicada, como Sab o los textos de la Condesa, en un contexto geográfico y cultural desconocido para el lector al que se destinaba.

Finales, final

La producción literaria de Avellaneda, manifestada con idéntico magisterio en varios géneros y subgéneros, mereció la admiración de lectores, público y críticos durante varias décadas. Cuando en 1859 su marido es destacado en Cuba como segundo del nuevo Capitán General, Avellaneda regresa a la Isla tras 23 años de ausencia y es recibida con todo tipo de bien merecidos homenajes que se repiten en distintas ciudades. Funda entonces el Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello, donde aparece por partes su precursor ensayo “La mujer”; escribe su novela El artista barquero,cuyo principal motivo dinámico es la representación de la patria perdida, y establece un fecundo vínculo con las escritoras cubanas que a partir de esa fecha multiplican sus textos y publicaciones. Pero su marido muere en 1863, y al año siguiente Avellaneda regresa a España. Se instala entonces en Sevilla, y aunque hay algunos libros nuevos o concurridos estrenos, en realidad se va apartando de los centros de creación y difusión literaria, de los teatros, de las tertulias… Un poco porque se va sintiendo olvidada, porque van muriendo seres queridos y la atenaza una enfermedad tan destructora como la diabetes, y seguramente porque la acosa la Iglesia, con su estricta moral y su política evangélica colonial —en otros tiempos tan repudiadas por ella—, no solo considera que ya es hora de dedicarse plenamente a garantizar su inmortalidad, a preparar la edición de los cinco tomos de sus Obras literarias, sino que decide, entonces, hacer lo que no hizo antes, renunciar a incluir en ella textos tan transgresores como Sab, Dos mujeres, Guatimozín.

“La producción literaria de Avellaneda, manifestada con idéntico magisterio en varios géneros y subgéneros, mereció la admiración de lectores, público y críticos durante varias décadas”.

En su tiempo, las mujeres que osaban escribir, y sobre todo, las que lograban publicar, eran tildadas de literatas: “En pluma masculina literata era una categoría despectiva, definida en oposición a, y como deformación ridícula de la comunidad masculina formada de literatos, escritores y poetas —todas estas, etiquetas de respeto”.[14]  Como se dijera entonces, “el hombre español le permite a la mujer ser frívola, vana, aturdida, ligera, superficial, beata y coqueta, pero no le permite ser escritora”.[15] Por ello era común que una escritora se ocultara tras un nombre masculino: George Sand (Aurora Dupin), Fernán Caballero (Cecilia Böhl) o George Elliot (Mary Evans).

“Hoy la reconocemos no solo como la gran escritora que fue, sino también como una de las más lúcidas precursoras del feminismo latinoamericano, abolicionista, antiesclavista y antirracista”. Imagen: Tomada de Internet

Pero Avellaneda era valiente y tal vez un poco arrogante, y prefirió firmar con un pseudónimo que denotaba y enfatizaba su extrañeza, su otredad, su pertenencia a otros linajes a los que nunca renunció. No dudó en defender, desde muy joven, su derecho a ser aceptada como escritora y mujer con un pensamiento y una actividad intelectual propios. Por ello, y porque concurría con hombres a torneos poéticos, y les ganaba; porque sabía imponerse; porque hasta osó pedir su ingreso a la Real Academia de la Lengua, y seguramente por mucho más, durante todo un siglo el primero de los lugares comunes de la crítica en torno a Avellaneda ha sido el de su no adecuación al “deber ser” femenino. El dictum atribuido a Bretón de los Herreros —“Es mucho hombre esa mujer”— encontró eco y suscitó múltiples variaciones casi hasta la mitad del siglo XX. Hoy la reconocemos no solo como la gran escritora que fue, sino también como una de las más lúcidas precursoras del feminismo latinoamericano, abolicionista, antiesclavista y antirracista, como su novela Sab.


Notas:

[1] Para las fuentes de lo que sigue, cf. Gómez de Avellaneda, Gertrudis.“Autobiografía y epistolario”, en Obras… Edición Nacional del Centenario. La Habana, Imprenta de Aurelio Miranda, 1914, t. 6.

[2] Figarola Caneda, Domingo. Gertrudis Gómez de Avellaneda. Biografía, bibliografía e iconografía, incluyendo muchas cartas (…), Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1929, pp. 151-153, no. 1.

[3] Es entonces que, junto a Dos mujeres, se prohíbe la entrada en Cuba de Sab. Cf. Kelly, Edith L. “The Banning of Sab in Cuba: Documents from the Archivo Nacional de Cuba”, en The Americas, no. 3, 1945, pp. 350-353.

[4] Campuzano, Luisa. “1841: dos cubanas en Europa escriben sobre la esclavitud”, en Organon, Porto Alegre, 2002. (También en: En torno a las Antillas Hispánicas. Ensayos en homenaje al profesor Paul Estrade. Puerto del Rosario, Islas Canarias: Tebeto, 2004, pp. 473-486; Campuzano, Luisa. Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios. Escritoras cubanas, siglo XVIII al XXI, La Habana: Ediciones Unión, 2004; 2010; Leyden: Almenara, 2016).

[5] Corwin, Arthur F. Spain and the Abolition of the Slavery in Cuba, 1817-1886, Austin, University of Texas Press, 1979, pp. 63-64.

[6] Moreno Fraginals, Manuel. El Ingenio, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1978, t. I, p. 272.

[7] Barcia, María del Carmen. Burguesía, esclavitud y abolición, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1987, p. 47-52.

[8] No preciso edición: hay muchas, y por ello, no doy páginas. Está, además, ampliamente citado en los diccionarios de términos literarios y manuales correspondientes.

[9] Río, Ángel del. Historia de la literatura española, La Habana, Edición Revolucionaria, 1968 , t. II, p. 51.

[10] Campuzano, Luisa. “Sab: la novela y el prefacio”, Revolución y Cultura,no. 2, La Habana, abril-junio de 2003, pp. 27-33 y, Alma cubana: transculturación, mestizaje e hibridismo. Susanna Regazzoni (Ed.), Madrid-Frankfurt, Iberoamericana/Verveurt, 2006, pp. 11-25.

[11] Molloy, Silvia. Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. México, Fondo de Cultura Económica-El Colegio de México, 1996, p. 1.

[12] Campuzano, Luisa. “Al llegar: primeros pasos de La Peregrina en España”, Arbor,vol. 190-770, Madrid, noviembre-diciembre de 2014, pp. 1-11.

[13] Sab. Ed. Catherine Davies, Manchester, Manchester U.P., 2001. Colección Hispanic Texts, p. 15.

[14] Bieder, Maryellen. “Emilia Pardo Bazán y la emergencia del discurso feminista”,  Breve historia feminista de la literatura española (…). Iris M. Zavala (coord.), t. V, Barcelona, Anthropos, 1998, pp. 77-78.

[15] Gimeno, María Concepción. La mujer española, Madrid, Imprenta de Miguel Guijarro, 1877, p. 211.