Se te olvidó que no olvidé

Ricardo Riverón Rojas
24/4/2019

Un amigo al que aprecio me reprochó mis afanes memoriosos: “Quien le dedica demasiado tiempo al ayer, deja escapar al apremiante hoy”. “Te comprendo —le dije— y te prometo recordarlo mañana”. La vida es más memoria que sucesos; cada acontecimiento se multiplica: un hecho sucede y, siendo solo uno, deviene recuerdo de miles, incluso de millones en cada intimidad, con matices diferentes. Solo dos aviones derribaron las Torres Gemelas; la humanidad entera lo archiva en su memoria.

 A nuestro panteón literario no le sienta bien prescindir de quienes, como Virgilio Piñera, apostaron al
crecimiento de los imaginarios. Fotos: Internet

 

La vida literaria cobra más olvidos de lo que merecerían los tocados por la desmemoria. Si las instancias de validación obvian a un autor, o a un proceso, se genera una especie de consenso culposo que los hace desaparecer de recuentos, balances, panoramas y juicios de todo tipo.

A lo más que pueden aspirar los autores muertos o ausentes es a la aséptica mención en amplios panoramas, o a la evocación de algún desvelado en espacios orales. Rara vez tendrán un rincón en el sitio de los sujetos actuantes, valorables, representativos. Pareciera que sus obras mueren con sus cuerpos hasta que un nuevo pacto preceptivo, muy posterior, las resucite.

Hagamos abstracción de las coyunturas (políticas o de otro tipo) que convirtieron en espectros, en distintos momentos, a autores de tanta valía como José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Calvert Casey, José Triana, Félix Pita Rodríguez, Manuel Navarro Luna, Luis Suardíaz, Roberto Friol, Ezequiel Vieta, José Antonio Portuondo, Rolando Escardó, José Álvarez Baragaño y otros cuyo legado duerme, o durmió, la pasividad absoluta de las páginas muertas. Pensemos entonces en los aportes de su quehacer en el terreno de los disímiles contextos en que estructuraron sus propuestas. Algo digno de recordación seguramente hallaremos en los que aún no hemos recuperado. Olvidar es una norma que se instaura desde la ventaja.

A nuestro panteón literario no le sienta bien prescindir de quienes apostaron, en el largo de una vida, al crecimiento de los imaginarios. Las oscilaciones pendulares que ejecuta la vida literaria cubana compulsan a algunos a prescindir, y pasar una supuesta escoba histórica, a las obras de autores de valía. Y lo peor es que los ejecutantes son, en algunos casos, críticos aptos para valoraciones enjundiosas, portadores de facilidad argumentativa para remontar hacia la visibilidad a quienes lo merecen.

Muchas veces la mala memoria es catalizada por las veleidades de la posición política del autor, o por una supuesta caducidad de sus propuestas estéticas. La fuerza del hoy palpable aplasta al vaporoso asentamiento de lo forjado a hierro candente en la dura superficie de un ayer signado por otros códigos, muchas veces hostil o poco promisorio.

En los instantes en que el triunfo revolucionario aún era reciente —momento de obligadas polarizaciones— el criterio ortodoxo extremo se cebó en figuras entonces asimiladas como representativas del pensamiento burgués. Nadie lo ha olvidado. Los procesos que llamaron “parametración” operaron de manera cruenta.

Tras un profundo y complejo proceso de descontaminación política, un buen día llegamos al extremo opuesto, en época de reivindicaciones, de manera que los restaurados cobraron cuentas y asignaron en sus discursos prioridades estéticas a quienes contaran con el glamur de una exclusión (o una preferencia, o una desventaja), en algunos casos real, en otros exacerbada o inventada. Se generó un coto de autoridad que, a la postre, resultó casi tan excluyente como el que sacó de la vida pública a los luego empoderados. Si antes la devaluación operó desde instituciones fallidas, luego lo hizo desde individualidades casi deificadas.

Inauténticos resultan los expedientes que se fabrican algunos supuestos reprimidos en busca de la notoriedad que la obra no les otorga, o con la intención de abrirse puertas tras una tardía emigración antecedida por entregas bastante mansas a las facilidades que en su momento les otorgó la “dictadura” con la que —se rasgan las vestiduras— dicen no haber comulgado nunca.

Sé de personas que prepararon antologías al por mayor, dedicadas al Che, al triunfo de enero, a la mujer combatiente, el internacionalismo y a cuanto proceso les ofrecía el filón y, de pronto, de hoy para mañana, olvidan su ayer y quieren convertir ese hoy disidente en un Siempre que solo los define como oportunistas, si no Hoy, entonces durante su largo y fructífero Ayer de loas a lo que de última hora condenan.

De nuevo en el terreno del país, llama la atención un fenómeno: al cerrarse el ciclo fatal del llevado y traído “quinquenio gris”, aquellos que emergieron ilesos, o se involucraron en las equívocas tareas del encajonamiento ideológico de la literatura, recibieron en buena medida su expulsión de la memoria: especie de inversión de una errática propiedad conmutativa donde la alteración del orden de los factores sí altera el producto.

Alrededor suyo se generó una especie de consenso negativo que, afortunadamente, el vigor de las obras de los más talentosos ha ido rebasando. Trabajosamente, y de un modo incompleto y fragmentario, se ha concretado una nueva y depurada resurrección. Debió suceder que perdiera fuerza el pasaporte de represión padecida para que algunos con merecimiento, viviendo dentro o fuera del país, volvieran a ocupar espacios en la vida literaria nacional. 

Unos pocos ejemplos pudieran servirme para ilustrar la situación descrita. En este 2019 se cumplen 105 años del natalicio de Onelio Jorge Cardoso. Independientemente de que existe en La Habana un centro para la formación de narradores, concebido, gestado y dirigido por Eduardo Heras León, la presencia de Onelio en nuestro universo de publicaciones, y de reflexiones, es más que escasa, casi nula. Y no pierdo de vista que ha existido voluntad para activar su presencia en una narrativa donde su pericia y agudeza podrían aportar mucho, no solo a quienes se forman como escritores, sino también a los que leen por puro placer.

La presencia de Onelio Jorge Cardoso en nuestro universo de publicaciones es casi nula. 
 

Pero el nombre de Onelio, pese a lo expresado, aflora con determinada frecuencia (menos de lo merecido, insisto, mayormente por razones ajenas a la dinámica literaria); de la misma manera se le hizo justicia en su momento a Jesús Orta Ruiz, El Indio Naborí, aunque también, en los últimos tiempos, lo hemos visto difuminarse un tanto. Peor sucede con Félix Pita Rodríguez, de quien este año se conmemora el 110 aniversario (no sé si alguien, fuera de su Bejucal, lo recuerde como corresponde). Hasta el propio Alejo Carpentier, con sus 115 años en 2019, recibe menos atención de la merecida.

No basta con publicar alguna que otra vez algunos de sus títulos, se necesita de la reflexión profunda, de la investigación socializada, de la expansión de sus grandezas, pues está claro que cada promoción descubre en las obras trascendentes (y es el caso) nuevos modos, todos beneficiosos para la estructuración de una idiosincrasia irrigada por la captación de esencias y la excelencia expresiva.

Es cierto, el tiempo cobra cuentas, pero una cultura centrada con demasiado énfasis en el hoy corre el riesgo de injertarse un ombligo falso. Las razones extraliterarias dañan nuestra autocomprensión, y también los pilares sobre los cuales sostener el trabajoso andamiaje de una sociedad que necesita —en estos momentos quizás como pocas veces antes— exponer sus problemáticas, no solo históricas, no solo políticas, no solo épicas, sino también estéticas, filosóficas, humanistas, contenidas en las lúcidas sentencias que, con esmero, se trabajan con el corazón y la mente despojados de intereses espurios.