Me asomé a la puerta del libro como quien no pretende hundir mucho la nariz, más cuando quise darme cuenta, lo había devorado. Katabasis, compendio de cuentos publicado recientemente por la Editorial Primigenios, EE.UU. (2021), del autor habanero David Martínez Balsa, es una de esas obras que, de pronto, sin pretensiones de grandeza, sutil, se acerca al lector y lo mira a uno por el filito de la hoja, a ver cuán capaces somos de ignorarlo. Yo me quedé ahí, página dos, quince, sesenta, ciento tres, y no me bastó. La abrí al estilo Cortázar, fui al centro, a un costado, al otro, de atrás hacia adelante. Repasé el orden de los textos, hasta le cambié los exergos, (atrevimientos que como lectores se nos está permitido). ¿Qué buscaba? “El truco”.

Portada y contraportada del libro Katabasis, de David Martínez Balsa. Foto: Cortesía del autor

Los personajes nacieron ante mí, hombres ya mayores, que brotaron de la página en blanco y manchas, para ir directo a un pasillo de pabellón, bajo el constante hostigamiento del Capitán Espinosa. Hacían su entrada en escena con una tranquilidad abrumadora, limpios de imposturas, como quien se dirige a paso firme rumbo misión. Cada uno cumpliendo de modo cabal su cometido en ese rol de reos, que su autor definió sería su mejor traje. Estas bestias a reflejo no necesitan de ti, lector, para que avives su mundo, serán ellos quienes jueguen contigo y tu sentencia, tus convicciones de “bien o mal”, sopesando tus prejuicios. Existe en Katabasis una coherencia estilística, una caricia de textos pulidos hasta el hastío, cosas que el buen lector siempre agradece, y de pronto comienzan a revelarse los trucos, percibidos ante manía de escudriño.

“(…) la excelencia del texto no radica en el uso de técnicas, su as es la sensibilidad con que han sido creados los personajes (…)”.

“El destino de quienes han delinquido es inexorable. Ya no podrán nunca ocultar su pasado: Toda la tierra les es de vidrio”(Emerson). Bien lo saben ellos, protagonistas de estas seis historias, cuyo hilo conductor se desarrolla entre las agonías del encierro y los quince minutos de descanso, luego del almuerzo. La columna vertebral del libro pudiera definirse en tres relatos: “Katabasis”, “La flor más bella en este jardín” y “Toda la Tierra de vidrio”. Una especie de “pena por familiar cercano que sufre” te invade apenas chocas con estos cuentos, que tan conocidos pudieran resultarnos cuando el protagonista del primer texto asoma dejándose ver desde distintos planos en los otros dos relatos. El nivel de realidad que abordamos no más abrir la primera página, se sostiene de inicio a fin, tal como si cerráramos la verja de casa y de pronto viviéramos la vida de estos presos a través de una vecina, que te dice cómo le va a su hijo, quien ya está próximo a la condicional; o un hermano que te cuenta en cartas las peripecias del “tanque”.

Oculto en su búnker, el joven no quita los ojos del negro. Está esperando que haga algo. Algo que, si llegara a ocurrir, él intuye que pondrá fin a su ritmo cardíaco supersónico, a los temblores en sus manos y a la respiración entrecortada que no ha sido capaz de subyugar a su propia voluntad. El hastío lo empalaga y quiere que llegue la señal que espera.

Ha llegado carne fresca a la prisión y “el Pisa Flores” prepara su jugada. Más es de imaginar que no está solo, alguien ya entretiene sus deseos mientras la lujuria por someter a otro chico joven va ganando espacio dentro de sí. Esteban, protagonista de esa vértebra intermedia, será quien nos muestre otra óptica ante el fin inesperado de Katabasis. La retrospectiva uniforma el libro, dotándolo de un bien llevado recurso con el fin de no entregar las armas de golpe, manteniendo las historias en ese aire de dato escondido que al final, sin excentricismos, resulta óptimo.

“Veredicto”, tercer cuento, es un open eyes dentro del libro. Narrado en segunda persona del singular, avizora no solo la muda sino el sentir que se aproxima, donde el malo parecerá el bueno y viceversa, reafirmando eso que, aunque lugar común, todos sabemos cierto: “es cuestión de postura”, nada habrá en este mundo más subjetivo que el tener que hacer de Dios, la obra nos lo recuerda.

—¿Y cómo vas a resolver el problema, entonces, eh? —dice— ¿Invitando al tipo a que salga? Tú sabes que eso no va a pasar.

No sabes qué responder. Él se te acerca y coloca su mano en tu hombro.

—Déjame eso a mí —lo ha hecho rápido, pero estás seguro de haberlo visto guiñarte un ojo—. A ese cabroncito lo encuentro yo. En estas cuatro paredes no hay chistoso que se me escape.

Y vuelvo sobre “La flor más bella”porque las escenas en este cuento abofetean varias veces al lector, con una serenidad envidiable a la hora de propiciar un golpe. ¿Quién no quisiera llegar y propinar una galleta en mitad del rostro y quedarse tan a gusto? Bueno, eso pasa mientras se lee hoja tras hoja el relato. Si “Veredicto” había sido un open eyes, este es un close your mouth. Vuelvo y repito, la excelencia del texto no radica en el uso de técnicas, su as es la sensibilidad con que han sido creados los personajes y aquello que pretenden transmitir al lector sin ánimo de moraleja. En este cuento hacemos una búsqueda a lo más hueco del ser humano, nuestras perversidades, estados de conciencia inducidos por la resignación, esa de la que tiramos cuando sabemos que nada más nos salva.  

“(…) Descender al infierno, donde el paisaje no será más que barrotes, puede tener también su suerte de otero (…)”.

“—Mira como ando de nada más pensar en lo que viene por ahí —dice el Pisa Flores, cerrando los ojos —. Apriétamela, dale. Eso, suave.

Esteban sabe que debe hacerlo suave; sus manos, pese a la finura que las distingue, siguen siendo las de un hombre. El primer día que respondió al pedido de apretar el miembro del Pisa Flores, lo hizo con mucho fervor. El bofetón que vino después aun hoy lo persigue cual un profesor tenaz, para recordarle las consecuencias de suspender este examen”.

El cuento que cierra da la impresión de haber sido creado con ese fin, carga sobre sus hombros el peso de todo el libro. En él se reúnen los elementos de los que se valió el autor para hilar sus historias. Capítulo a capítulo mudan los narradores, haciéndonos danzar retrospectivamente entre contrastes, quizá necesarios para experimentar sensaciones tal cual el hombre del relato. La fluidez en los diálogos nos devuelve parte de las escenas, transfigurándonos de espectador a personaje conforme avanza la narración pausada que caracteriza a toda la obra.

Martínez Balsa, en este, su segundo libro publicado, se afianza de una voz que ya venía marcando pauta en Minutos de silencio, pero que sin temor a dudas encuentra solidez entre los textos de Katabasis. Descender al infierno, donde el paisaje no será más que barrotes, puede tener también su suerte de otero, David lo sabe y avanza al ruedo, seguro, como carne de ex convicto.