Cuando en el 2012 se le otorgó a Pancho (Francisco) García el merecidísimo Premio Nacional de Artes Escénicas lo llamé por teléfono para felicitarlo y Pancho me dijo: “lo más lindo y conmovedor de este Premio ha sido la cantidad de amigos que han venido a mi casa, que se han comunicado conmigo, que me han escrito desde todos los rincones de Cuba y de muchos otros países. Créeme, eso es lo que más feliz me hace: saber que la gente me quiere”.

Recuerdo que, cuando hablaba de su profesión, su rostro se iluminaba y una sonrisa única aparecía en su cara: sin duda, Pancho amó el teatro con vehemencia. Ahora, que supimos de su deceso, recordémoslo vital, enérgico y siempre enamorado de la vida.

“(…) Créeme, eso es lo que más feliz me hace: saber que la gente me quiere”. Foto: De la autora

“Trabajaba como jefe de almacén en el Hospital de Emergencias de La Habana y allí pertenecía al sindicato del sector de la salud. Se orienta la creación de los grupos de aficionados y comienzo a buscar gentes que estuvieran interesados y yo mismo, como para dar el ejemplo, me presenté.

Aunque había ido poco al teatro ese mundo me gustaba. De todos los que nos presentamos tuve la suerte de ser el único seleccionado y me tocó un instructor que fue vital para la cultura cubana en la década de los sesentas y que, en algún sentido, innovó la técnica teatral: Juan Rodolfo Amán.

Recuerdo que la primera vez que nos vimos fue, en un anochecer, en el local de ensayos que tenía en la calle C, de El Vedado. En ese momento, cada sindicato tenía su local, su costurera, sus diseñadores… cada cual producía íntegramente todas las obras. Fue el momento de oro del movimiento de aficionados en Cuba.

Amán empezó a hablar de lo que era el teatro y de la sensibilidad que había que tener; fue decisivo y marcó el momento en que, definitivamente, quedé atrapado. Sin discusión alguna, Amán fue un hombre que revolucionó el teatro porque en puestas como Edipo Rey, Mundo de cristal y Hamlet, por solo citar tres ejemplos, comenzó a utilizar una estética de vanguardia.

Vicente Revuelta, Roberto Blanco y todas las gentes que eran ya profesionales iban a ver las puestas de Amán, quien creó el Grupo de Teatro Experimental de Aficionados, integrado por personas que provenían del sector de la salud y de la gastronomía.

Nos cedieron un local que antes fue el almacén de un hotel ubicado en la Calle San Miguel y Galiano en pleno corazón de La Habana. Ese almacén lo limpiamos y lo acondicionamos nosotros mismos… nos dieron asientos que, tiempo atrás, pertenecieron al Hipódromo Nacional y creamos un teatro arena con todos los elementos profesionales, pero siendo aficionados”.

“(…) me encanta ser maestro (…)”.

¿Puedo afirmar sin temor que eres fundador del Movimiento de Aficionados en Cuba?

Por supuesto. Cuando coincido con Amán, él estaba montando Venancio, el espiritista. Yo no trabajaba en la obra, pero el que hacía el personaje de “El médico”, se fue y hacía solo unos días en que había entrado al grupo y Amán, inmediatamente, me dijo: ¡sube! Eso fue tremendo.

El día de la función en el Primer Festival Nacional de Aficionados en el Payret, ese cine-teatro estaba repleto y recuerdo que cuando salí a hacer mi escena y comencé a auscultar a un supuesto paciente el estetoscopio se me iba de las manos y yo temblaba y temblaba de pies a cabeza y la gente se daba cuenta. Fue algo muy brusco porque de la nada a un teatro repleto de personas el miedo escénico era muy grande. Así fue mi estreno como actor.

¿Qué ha pasado con el Movimiento de Aficionados?

Indudablemente ya no es igual. El Movimiento de Aficionados continúa, pero es que aquella experiencia fue fabulosa. Imagínate que cada sindicato subvencione y le dé un local a su grupo y que, al mismo tiempo, produjera sus propias obras.

Eso es una garantía tremenda e inclinaba la balanza hacia una excelente calidad. Recuerdo, por ejemplo, cuando en un Festival hicimos Hamlet en la Sala José Luis Tassende de la provincia de Camagüey fue algo impresionante y obtuvimos casi todos los premios del certamen. La única vez en mi vida que he salido en la primera plana del periódico Granma, el órgano oficial del Partido Comunista cubano, fue haciendo Hamlet, y eso da la medida de la importancia que se le concedía a ese movimiento.

Actualmente se habla poco del Movimiento de Aficionados y, creo, que no ha habido suficiente interés en rescatarlo. Me siento muy orgulloso de haber vivido esa década junto a Amán, quien creó una escuela; nos forjamos en el escenario, pero recibíamos clases de expresión corporal, de actuación, de ballet, de folklore y de voz y dicción.

Era una verdadera academia donde se nos orientaba qué libros teníamos que leer, los espectáculos que debíamos ver y nos ilustró en el sentido de que nos enseñó que un actor necesita conocer de todo. Fue la escuela en la que me formé y de eso me siento muy orgulloso.

¿Alguien de tu familia tenía que ver con el mundo del espectáculo?

Mi papá era cantante de tangos y recuerdo que me emocionaba mucho cuando lo escuchaba en la radio de Cienfuegos. Mi madre contaba que ella le llevaba tabacos al portero del Teatro Terry y en agradecimiento la sentaba en un palco escondida y ella veía los espectáculos… de niño redactaba cosas y antes de empezar a leer y escribir me aprendía de memoria los poemas y los decía en la escuela. Era una tendencia natural, pero recuerdo que cuando iba a Cienfuegos la Compañía de Teatro Vernáculo de Arredondo y se presentaba en el cine Luisa no me perdía una función porque mi tío, que trabaja allí, me colaba. Creo que esa fue la semilla.

“(…) A los cubanos nos encanta ver nuestros problemas reflejados (…)”. Foto: De la autora

¿Diez años perteneciste a la compañía de Amán?

Hasta el año 1968 estuve de aficionado trabajando en puestas como Mundo de cristal, Hamlet, Edipo Rey, Juan criollo, Permiso para casarme, Santa Juana de América y muchísimas más.

En el año 1968, a Amán lo llaman a trabajar en Teatro Estudio y las seis personas que integrábamos el grupo nos quedamos en banda y me escogieron para quedarme al frente. Lo hice nada más porque no quería dejar el teatro.

Escribí un texto, un guion de sátira social y nos fuimos a recoger cebollas para Santa Cruz del Norte. ¿Por qué lo hice?, pues para no separarme del teatro. En la mañana recogíamos cebolla, en la tarde entrenábamos y en la noche hacíamos funciones en el pueblo.

Entre la cosas que monté estaba El burgués gentilhombre de Moliere, obra que llevé a quince personajes a pesar de sólo tener seis actores. Al regreso teníamos que defender la permanencia del local y ese fue uno de los momentos más hermosos de mi carrera. Recuerdo que el productor, en una colchonería, consiguió unas tiras azules y rosadas y las empatamos y con eso hicimos metros de tela y confeccionamos todo el vestuario y la escenografía.

“(…) Lo que te regala el teatro paga todas las demás ingratitudes”. 

Estrenamos y fue un acontecimiento; algo milagroso. Todavía hoy me pregunto cómo pude dirigir un Moliere… fue un atrevimiento, una osadía. Se dio lo que tiene que ser el teatro: algo colectivo. Logré, siendo tan joven, un verdadero respeto que parte de la confianza y de la amistad. Luego la obra se puso en el teatro Mella y al ver mi nombre en la marquesina fue un estremecimiento. Un tiempo después me llaman de El joven teatro, porque iban a montar La alondra de Jean Anouilh —dramaturgo francés que vivió entre 1910 y 1987, cuyo repertorio ecléctico combina un sentimentalismo clasicista con unas formas teatrales novedosas— y necesitaban a alguien para el personaje de “El Inquisidor”. Mi prueba para entrar al mundo profesional fue ese personaje.

Después Pepe Santos montó un espectáculo muy atrevido y trasgresor en el sentido de que se cuestionaban cosas no políticas sino más bien sociales y que tenían que ver con comportamientos machistas… fue una obra que la fue a ver todo el mundo y tuvo una resonancia tremenda. Creo que el día en que se haga la historia del teatro cubano, ese espectáculo hay que tenerlo, necesariamente, en cuenta. Tanta fue la repercusión que las autoridades de la cultura decidieron desintegrar el grupo. Un tiempo después, como estaba en la calle, Héctor Quintero habla con Raquel Revuelta y, en 1970, me admiten en Teatro Estudio.

¿Pancho hoy?

Hay algo que me ha salvado: no me he anquilosado. Llevo en este mundo casi cincuenta años y, como es natural, me han ocurrido muchas cosas bellas y buenas y otras no tanto, pero creo haber tenido un fogueo y una experiencia.

Pancho actuando en la obra En el túnel un pájaro. Foto: Pepe Murrieta, cortesía de la autora

A actores de mi edad, con frecuencia, les sucede que adquieren una manera de hacer y se acomodan a ella; les reproché mucho a Bertha Martínez y a Raquel Revuelta, por ejemplo, que dejaran de actuar porque es una pena que las nuevas generaciones no las hayan visto trabajar. Bertha es un prodigio y la gente no se imagina la gran actriz que es.

Llegado un momento ambas no se pertenecían, eran como un patrimonio necesario para las jóvenes. Siempre estuve en desacuerdo y me dije: eso no me va a pasar. Por ejemplo, me acerqué a Carlos Celdrán, director del grupo Argos Teatro, y le dije: quiero trabajar contigo. Él nunca había hecho nada con un actor de mi generación y me invitó a hacer Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini de Michel Azama y creo que fue una decisión muy buena de ambas partes porque, mutuamente, nos hemos aportado cosas.

Una decisión difícil porque es, quizás, como subordinarse a alguien con menos recorrido en el mundo del teatro…

Es cierto, pero ¿qué pasa?: no fui tonto porque Celdrán es un director muy, muy, muy inteligente; es un tipo de gran talento y comparto sus estéticas, las entiendo, las admiro y toda la experiencia que he ido adquiriendo en estos años de trabajo no cae en saco roto. Se trata de utilizarla, de ponerla en función.

Alguien me dijo el otro día algo que me emocionó: “te has convertido en un icono para los actores jóvenes”. Eso me conmueve, pero no por vanidad sino con toda la humildad del mundo porque es una gran responsabilidad que esos actores jóvenes —sin prepotencia y sin paternalismo hacia ellos— adquieran esa experiencia.

Trabajar con jóvenes, estar en el escenario junto a ellos de tú a tú y transmitirles confianza me hace sentir pedagogo. En ese sentido, me encanta ser maestro, es decir, estar metido en la historia, in situ. Igual, cuando dirijo, me gusta actuar, estar dentro de la puesta… me da envidia porque los actores se adueñan y uno se siente como relegado.

Me encanta trabajar con los jóvenes, interactuar con ellos. No me gusta decirles: “esto se hace así” sino demostrárselo. Me gusta verlos en el escenario y que se den cuenta que la mirada que se produce en escena es única. Lo que pasa entre los actores es maravilloso; la gente no se mira en la calle. Es especial aprender a captar el misterio que se da en el público cuando los actores están vivos, haciendo esa síntesis, como en estado de gracia.

“(…) el personaje que interpretas es como un espíritu que el actor tiene que controlar (…)”.

Definitivamente prefieres actuar que dirigir…

Sí. Ser director implica una gran responsabilidad con todo el mundo y eso me resulta muy agónico. La parte creativa, la de estructurar e inducir una obra me encanta, pero los aspectos de producción y lo que tiene que ver con la economía me hace sentir muy inseguro. Es por eso decisivo tener un equipo sólido. En la creación tiene que darse la unidad y no puede haber imposición. El director es la cabeza y todos los demás tienen que entender lo que está proponiendo y trabajar en función de ello porque es quien tiene el concepto general de la puesta en escena. Ello no quiere decir que no existan contradicciones e incluso discusiones y que todo tenga que ser una nube rosa. No, pero tiene que primar el criterio del director.

El teatro es un medio maravilloso, pero muy ingrato en el sentido de la popularidad…

Personalmente, la televisión no me gusta tanto, pero la valoro. Me encantaría hacer más cine aunque nada sustituye al teatro. Ese contacto público-actor es único y aunque es cierto que no da popularidad, a mí, sinceramente, no me preocupa. Lo que te regala el teatro paga todas las demás ingratitudes. 

¿Y el aplauso? 

Lo siento como una contradicción. Cuando aplauden me da como pena, me da pudor, pero al mismo tiempo es la catarsis del espectador, es cuando el público te reciproca. Durante la función se crea un estado, un silencio, con el que el espectador delata el grado de concentración y de complicidad. El aplauso es gratificante, es el alma de la aprobación. También puede ser terrible cuando sientes que no es lo que esperas.

Pancho actuando en la obra La legionaria. Foto: Pepe Murrieta, cortesía de la autora

¿Y el instante anterior a salir a escena?   

Aunque lleves mucho tiempo haciendo teatro, ese momento antes de salir a escena es angustioso. Es un instante particular, pero que está dentro del juego. Cuando entras en escena es como un paso al vacío: no hay retrocesos posibles. En la televisión se corta, en el cine se hace otra toma, pero ¿cómo resuelves en el teatro? El terror, el pánico más grande de un actor es “quedarse en blanco”, que se te olvide el texto. Es terrible.

¿Te ha pasado? 

Me ha pasado; han sido segundos y me han parecido años. Para vencer esa situación hay que tener una concentración muy grande. Si no eres capaz de reaccionar en ese instante se acabó la obra. Por suerte, casi todos los actores reaccionamos.

Recuerdo que Raquel y Vicente Revuelta, indiscutiblemente dos grandes del teatro cubano, ponían a alguien al lado con el libreto. Yo no puedo hacer eso; cuando llega el estreno tengo que tener el libreto junto a mí, pero no lo toco. Es algo que tengo que tener en vena, en sangre. Ahora tú me pides que te diga un fragmento de El caballero de Olmedo —que interpreté en los sesenta— y te puedo repetir el monólogo completo.

Es un mecanismo que hay que crear. En la actuación, el personaje que interpretas es como un espíritu que el actor tiene que controlar; es como dejar que ese espíritu entre dentro de ti, pero, a la vez, tienes que estar capacitado para dominarlo. Se establece un forcejeo, hay momentos en que sueltas un poquito y dejas que el personaje se desate, pero no puedes permitir que llegue a la locura: tienes que traerlo hacia ti y domarlo otra vez. En la medida en que vas adquiriendo experiencia se establece un juego.

No puede olvidarse que el teatro es eso: representación y un trabajo en el que la intuición es decisiva; hay quien dice que la intuición es el grado más alto de la inteligencia. Creo que sí, que el intelecto tiene que trabajar, hay que estudiar cada escena y hasta donde se quiere llegar, qué quiere decir el director, qué aporta tu personaje. Todo eso lo tienes ahí y luego hay que dejar que salga el personaje, pero tú tienes que controlar siempre. El teatro no es la calle; estás diciendo al espectador algo y quieres que entienda el mensaje, hay un concepto detrás, una lección. Tienes que entretener, pero al mismo tiempo tienes que enseñar y educar. El teatro se hace para todo tipo de público y lo ideal es lograr un diapasón mediante el cual se pueda entretener lo mismo al espectador de más nivel que al de menos. En ese sentido, el teatro no puede ser discriminatorio.

¿Cuál es el personaje que no has hecho que desearías interpretar?

A medida en que uno va envejeciendo el diapasón se va, desgraciadamente, cerrando. Hay un personaje de Lope de Vega que hice hace mucho tiempo y que no me quedó bien y eso me va a lastimar toda la vida, también El rey Lear de William Shakespeare aunque comprendo que es un reto muy grande.

¿Teatro cubano hoy?

Creo que falta dramaturgia y hay urgencia de temas. Hubo un momento en que prevaleció la censura, pero ahora hay como una autocensura. El teatro no cambia la realidad, pero sí hace pensar sobre ella, sí hace meditar. Se requiere de una dramaturgia que enamore a los directores. Existen aún tabúes a la hora de enfrentar ciertas problemáticas. La realidad cubana es muy rica, se mueve mucho y hay que atraparla.

“(…) El teatro no cambia la realidad, pero sí hace pensar sobre ella, sí hace meditar (…)”.

Nosotros tenemos algo maravilloso a nuestro favor y es que cuando, por ejemplo, se estrena una película cubana todo el mundo va a verla aunque esté precedida de la peor crítica. Esa característica no la tienen otros países. A los cubanos nos encanta ver nuestros problemas reflejados. ¿Qué pasó con María Antonia de Eugenio Hernández Espinosa? Fueron meses de teatro repleto y el público lo agradeció tremendamente; igual sucedió en su momento con Aire frío, de Virgilio Piñera o con Contigo pan y cebolla, de Héctor Quintero. Son obras que nos reflejan. Ese es un regalo que hace tiempo no tenemos y que nos merecemos.

¿Hay buenos actores jóvenes?

Está pasando algo muy extraño. Entre las mujeres hay posibilidades de buenas actrices; ellas están tiradas al ruedo, luchando y se arriesgan. Los varones no tanto y no sé por qué, pero creo que hay más calidad en las hembras que en los varones. También hay un éxodo de actores. Cuando aparece alguien y empieza a foguearse, de pronto se nos va y eso es muy triste. Siento que se va diezmando la tropa. Entiendo que cada cual es dueño de su destino, pero creo que deberían de haber mayores incentivos y más oportunidades.

¿Si tuvieras otra vida elegirías, nuevamente, el teatro? 

Sí, a pesar de todo, sí. Sería otra vez actor, pero me gustaría cursar una escuela lo que es muy beneficioso para un actor.            

        

*Entrevista realizada en 2012.