Sobre el Decreto 349

Juan Antonio García Borrero
10/1/2019

El pasado sábado 22 de diciembre, Fernando Rojas (viceministro del Ministerio de Cultura), sostuvo con algunos de los miembros de la Uneac de Camagüey un encuentro para hablar del Decreto 349.

Agradecí la posibilidad del intercambio. El Decreto ha despertado opiniones tan encontradas que es bueno que se promueva ese tipo de debate, si bien creo que limitarlo a un foro físico (multicine Casablanca) donde por razones de espacio siempre estarán restringidas las capacidades, responde a una época que ya no es la que estaría promoviendo la Cuba del 3G y su propuesta de gobierno electrónico.

La exposición del viceministro fue prolija, e iluminó varias zonas de ese texto legal que, al menos a mí, todavía me provoca escozor. Insistió mucho en aclarar que el Decreto va contra “lo que pasa por arte sin ser arte”, y que únicamente establece regulaciones en materia de Política Cultural y prestación de servicios artísticos en la esfera pública. O dicho de otro modo: “que no afecta la libertad de creación de los artistas, en tanto lo que busca es la protección de los mismos y de las jerarquías culturales”.

Fui de los que intervino en la reunión y traté de exponer con sinceridad mis prevenciones. El intercambio con el viceministro y la posterior relectura del texto legal que el Ministerio propone implementar me tranquilizaron en algunos aspectos, y en otros, debo confesarlo, incrementó mis temores.

Ante todo debo advertir que no tengo nada contra las normas legales que fomentan las buenas prácticas de los ciudadanos, pues, como decía nuestro Apóstol, “el hombre, en verdad, no es más, cuando más es, que una fiera educada”. Vivir en sociedad, nos guste más o nos guste menos, significa acatar determinadas reglas de convivencia: los que viven fuera de Cuba (por ejemplo, en Estados Unidos) saben que la llamada libertad de los individuos se garantiza precisamente por un sinnúmero de leyes que restringen el accionar arbitrario de los ciudadanos; no son pocos los cubanos que acostumbrados a escuchar la música a todo volumen aquí, chocan allá con las disposiciones legales que protegen a los vecinos de la comunidad de esos ataques sónicos que en Cuba pareciera la pauta a seguir. Y lo mismo pasa con las normas establecidas para ver en televisión determinados filmes, o incluso en las redes sociales, donde Facebook, por poner un ejemplo bastante familiar, a cada rato bloquea a los usuarios por los más absurdos motivos.

¿Por qué entonces un Decreto que, en esencia, persigue lo mismo que el conjunto de normativas establecidas en el grueso de países civilizados, levanta entre nosotros tanta polarización? ¿Qué es exactamente lo que se combate y por qué? ¿A quién le puede afectar que cuando uno llegue a un lugar público no nos agredan con un espectáculo donde abunden las frases soeces y discriminatorias?

Lo de las discusiones intensas no está mal. Al contrario: en normativas como estas, aun cuando se nos diga que no se está interfiriendo en la creación artística, de todos modos se está interviniendo en lo que hoy ya la Unesco reconoce como el área de los “derechos culturales”, los cuales aluden más al mundo de los individuos que consumen la cultura, que a las prerrogativas tradicionales de aquel Estado del siglo pasado que ostentaba el monopolio de la producción, distribución, y promoción cultural.

Por tanto, creo que es legítimo y necesario discutir con rigor y profundidad todas estas reglas de convivencia que, desde mi punto de vista muy personal, muchas veces son pensadas con las mejores de las intenciones, pero sin atender al gran tejido de nuevas prácticas culturales donde los ciudadanos se van apropiando de un modo informal y creativo de lo que, sobre todo las nuevas tecnologías, van prodigando a diario.

Una discusión orientada hacia esa zona podría poner en evidencia que el Decreto 349, tal como se nos está proponiendo y “discutiendo”, corre el riesgo de parecerse demasiado a esas situaciones de pánico moral descritas por el sociólogo Steven Cohen cuando hablaba del temor experimentado por ciertos grupos sociales que perciben el comportamiento cultural de “los otros” como serias amenazas para la sociedad.

Luego, por más que uno quiera concentrarse en el Decreto 349 y aislarlo en su análisis, uno sabe que toda ley o disposición reguladora está apuntando siempre a algo más general que lo que se resume en los Por Cuanto. En este sentido, más allá de la implementación final o no del Decreto 349, nos van quedando pendientes de resolver un montón de cosas que tienen que ver directamente con lo que el texto legal está reglamentando.

Para concentrarme en lo que más afín me resulta, que es el tema del audiovisual, veamos lo que se establece en uno de sus artículos:

Artículo 5.1: Las contravenciones del Artículo 3.1 del Decreto No. 349, se originan por la utilización, exhibición y difusión de audiovisuales, de producción nacional o foránea, con el empleo de pornografía, o que promuevan y exalten de forma injustificada la violencia, el lenguaje sexista, vulgar, obsceno y discriminatorio por el color de piel, género, orientación sexual, discapacidad o cualquier otro lesivo a la dignidad humana.

 2. Se exceptúan de lo anterior las obras cinematográficas cuya exhibición autoriza el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, debidamente clasificadas por edades de públicos.

Pero, ¿no suena esto un poco raro cuando comprobamos que precisamente la producción del ICAIC (en teoría el ente rector de la política cinematográfica del país) ha sido una de las grandes víctimas de esa regulación arbitraria? ¿Puede tranquilizarnos lo que anuncia el mandato cuando llevamos décadas sin solucionar el problema de la circulación pública (dígase en la televisión nacional) de varias de las películas producidas por el ICAIC? Es precisamente en ese punto que me gusta reiterar la conocida interrogante: ¿quién vigila a los vigilantes?, o más claro aún: ¿quién decide lo que se puede ver o no?

Verán que ahora mismo no estoy pensando en el Decreto 349 como el artista al que se le protege, sino como el ciudadano que desea libertad no solo para crear, sino también para consumir y pensar por cabeza propia eso que consumo. Es decir, estoy pensando el Decreto desde la perspectiva de quien se reconoce acreedor de determinados derechos culturales, los cuales ya no se definen únicamente por lo que el Estado con su sistema institucional legitima, sino también por lo que en la práctica los ciudadanos van experimentando a diario.

Eso no quiere decir que haya perdido protagonismo la gestión estatal: al contrario. Es ahora cuando más necesitamos de Políticas Públicas que sean capaces de diseñar escenarios en los que se explote la creatividad natural de los miembros de las comunidades. Escenarios donde la regulación estatal no se confunda con el control policíaco y el pánico moral ante lo que no se ajusta a lo conocido, sino, todo lo contrario, donde se aprecie la diversidad como la única garantía de mantener a la vista y defender las jerarquías culturales.

Resumiendo: no me preocupa lo que el Decreto 349 reglamenta, en tanto en sus artículos no se restringe la libertad de creación; me preocupa, en cambio, el uso que podrán hacer del mismo aquellas personas para las que la cultura es interpretada como algo ya hecho y definido por una élite, y donde está prohibido experimentar con el consumo de lo no legitimado institucionalmente, cuando sabemos que la institución no tiene el monopolio de la creatividad.

Me preocupa que el Decreto, con toda y su buena voluntad, se desentienda del mundo de la vida, ese que más allá del diseño racional que quisiéramos para nuestras sociedades, existe con sus pasiones, sus sueños cumplidos o incumplidos, sus aciertos y errores, sus ansias de libertad individual.

Si el Estado se desentiende de esa parte de la vida, corre el riesgo de vivir siempre a la defensiva, cuando lo que esperamos los ciudadanos es que viva a la par de sus súbditos.