El 14 de febrero, Día de San Valentín, se ha convertido desde hace mucho en oportunidad para festejar el amor de pareja. El mundo del mercado ha impulsado tal festejo, que implica la entrega de regalos y las salidas a paseos y entretenimientos entre quienes comparten una relación amorosa. Sin embargo, durante los últimos decenios, la celebración se ha ampliado para incorporar las relaciones filiales, de amistad y hasta las laborales, y ya se va haciendo común hablar de la fecha como el Día del Amor y la Amistad.

Es conveniente, desde luego, que compartamos momentos agradables y que tal intercambio sirva para mejorar las relaciones humanas, lo cual ojalá no quedase solo en un día al año. Sin embargo, lo opuesto al amor, que es el odio, lamentablemente se mantiene y es hasta aupado en más de un caso por políticas de Estado. Las sociedades actuales han creado nuevas manifestaciones de odios, a veces de manera abierta y también solapadamente, de modo que hay momentos en que se hace difícil comprender que se está pensando y actuando bajo esa presión.

El tema del amor es punto focal en el sentido de la vida de Martí, al extremo que puede calificarse como el sustento ético de su filosofía y de su actuación personal. Ello no quiere decir, desde luego, que en el prócer cubano dejara de manifestarse el amor de pareja, el amor filial, el amor a la amistad, el amor a la patria. Todas esas formas concretas del amor aparecen en sus escritos y en su conducta. Se trata, sin embargo, de comprender que todas ellas no son solamente manifestaciones similares a las de cualquier otro ser humano de cualquier época histórica y de cualquier cultura, sino que el amor es categoría englobadora de su pensar, de su personalidad, de su comportamiento y de esas expresiones concretas del amor en sus relaciones en los diversos campos de su vida.   

Martí, de Alexis Gelabert. Foto: Tomada de Vanguardia

Es conocido que Martí sostuvo relaciones amorosas con algunas mujeres, desde Blanca de Montalvo, la novia en Zaragoza; y la apasionada actriz cubana Eloísa Agüero, en México, hasta la esposa, Carmen Zayas-Bazán, y aún se debate cuán íntima pudo ser su relación con Carmen Miyares durante su larga estancia en Nueva York. Hay biógrafos que le atribuyen enamoramientos desde la adolescencia y la primera juventud en La Habana y en Madrid, y que consideran verdadero su enamoramiento de María García Granados, la niña de Guatemala, como es conocido el poema IX de Versos sencillos.

Claro que hay más de una prueba en sus propias palabras de la atracción que sintió por las mujeres y de su interés por las personalidades femeninas. No pueden olvidarse tampoco sus poemas dedicados a Carmen Zayas-Bazán. Su propio poemario Versos sencillos es prueba de esa mirada hacia la mujer: en no menos de catorce de esos poemas se alude de manera directa al amor hacia la mujer. Adúltera, su drama de juventud, entrega en sus dos versiones su criterio acerca de la relación extraconyugal de una esposa. Allí también nos da su opinión, podría decirse un ideal, acerca de ese tipo de amor de pareja.

“¡Amor es que dos espíritus se conozcan, se acaricien, se confundan, se ayuden a levantarse de la tierra, se eleven de ella en un solo y único ser;—nace en dos con el regocijo de mirarse; alienta con la necesidad de verse.— Concluye con la imposibilidad de desunirse! —No es torrente; es arroyo; no es hoguera, es llama; no es ímpetu, es paz”.

De algún modo también entrega una especie de ideal en carta de enero de 1882 a su hermana Amelia, a la que aconseja desde su experiencia matrimonial y su condición de hermano mayor y único varón.

“Toda la felicidad de la vida (…) está en no confundir el ansia de amor que se siente a tus años con ese amor soberano, hondo y dominador que no florece en el alma sino después de largo examen, detenidísimo conocimiento, y fiel y prolongada compañía de la criatura en quien el amor ha de ponerse”.

Más adelante, en la misma carta a la hermana, entonces con veinte años de edad, le refuerza así la idea de que el amor necesita tiempo, conocimiento: “El amor, como el árbol, ha de pasar de semilla a arbolillo, a flor, y a fruto”.

Y poco antes de su muerte en combate, le escribirá a la jovencita María Mantilla, en abril de 1895, lo siguiente: “Amor es delicadeza, esperanza fina, merecimiento y respeto”.

“La guerra por la independencia de la patria no solo era necesaria porque el colonialismo español no permitía cualquier otra salida: sería además una guerra de amor”.

Este tipo de observaciones no contradicen el alcance mayor del concepto martiano del amor, como forma imprescindible de la existencia humana, pero de una existencia sostenida en el principio del bien y que se manifiesta en todos los ámbitos, tanto en los de los seres humanos como en conjunción con el particular sentido martiano de la naturaleza, para él una unidad a la que integra a los seres humanos y a la sociedad. Así lo estableció tempranamente desde sus escritos en México. En su “Boletín”, que firmaba como Orestes, el 31 de julio de 1875 afirmó: “El amor palpita en cuanto vive: rebosa el ser de amor cuando contempla lo existente”. En esa misma sección de la Revista Universal, el 7 de mayo del propio año, señaló: “El amor no es más que la necesidad de la creencia: hay una fuerza secreta que anhela siempre algo que respetar y en qué creer”. Y el 27 de junio de igual año afirmó en esa publicación: “¡El amor es la excusa de la vida!”. El significado ético del amor lo estampó en ese mismo texto: “¡No más que el puro amor es bien eterno!”.

Durante su madurez el Maestro continuó entregando su singular idea del amor. En una crónica para La Nación, diario de Buenos Aires, del 22 de febrero de 1885, expresó la idea que titula este escrito: “Sólo el amor penetra”.

En su texto de fines de los años 80 sobre el orador y filósofo estadounidense Bronson Alcott, entrega este juicio en que reitera la extraordinaria importancia que daba al amor en su concepción del mundo: “El amor es el lazo de los hombres, el modo de enseñar y el centro del mundo”. Más adelante, en pleno ejercicio de la política, cuando ya se convertía en el líder de la independencia cubana, Martí advierte en su discurso del 10 de octubre de 1889: “La potencia del amor es ley de la política como de la naturaleza”.    

Finalmente, como prueba de la fuerza extraordinaria que otorgaba al amor, obsérvese la siguiente idea en que excluye de tal manera el odio, que plantea el ejercicio del amor hasta con el enemigo: “Se ha de amar al adversario mismo a quien se está derribando en tierra. Los odiadores debieran ser declarados traidores a la república. El odio no construye”. Así lo estampó en su “Sección Constante” para La Opinión Nacional de Caracas el 1º de junio de 1882. 

Es indudable que en Martí hay una muy completa y elaborada teoría acerca del amor, y que su filosofía es incomprensible si no se parte de este como inicio a la hora de estudiarla. Como en el conjunto de su pensar, no nos dejó un texto ordenado y explícito de esa teoría. Sus reflexiones al respecto están dispersas a lo largo de su enorme y diversa escritura, lo que, ciertamente, como sucede con los fundamentos de su pensamiento, obliga a los estudiosos a recorrer pacientemente esa gigantesca obra para hallar sus consideraciones, ordenarlas temáticamente y develar el engarce entre ellas.

Recuérdese que el Maestro rehuyó claramente el cientificismo expositivo del tratado académico impuesto por los positivistas, y que la mayor parte de su obra se valió de los periódicos, con un espacio limitado y al servicio de una cantidad de lectores relativamente amplio para su tiempo. Desde el punto de vista expositivo, Martí se valió sistemáticamente del pensamiento por imágenes, con el abundante empleo de recursos, por ejemplo, como el símil y el aforismo entre otros muchos, que le permitían un discurso polisémico, rico y lleno de matices.

En consecuencia con ese carácter de su estilo y su sistema argumentativo, que siempre abría anchos horizontes a sus ideas, es imposible asimilar toda la riqueza de sus tan originales criterios acerca del amor, si no consideramos, como se ha indicado arriba, al odio, su opuesto, siempre rechazado por él luego de haberlo empleado por primera y única vez en Abdala, su drama de adolescencia. La terrible experiencia del presidio habanero le sirvió, sorprendentemente, a pesar de las marcas que en su cuerpo quedaron para siempre, para expulsar al odio de su pensar y de sus sentimientos, y para condenarlo explícitamente en más de un caso a lo largo de su vida.  

El amor en Martí no fue, pues, solo expresión de la nobleza de sus sentimientos. Aquel verso sencillo en que entrega la rosa blanca tanto al “amigo sincero” como “al cruel” que le arranca el corazón, no debe interpretarse simplemente como prueba de su grandeza ética, espiritual, sino como fundamento de su negativa a abrirle espacio al odio en su alma, como parte de una filosofía que descansaba en el amor como su centro aglutinador.   

Por tales razones, en los años finales de su vida el amor fue el soporte esencial de su proyecto revolucionario para Cuba, las Antillas, nuestra América y el mundo. La guerra por la independencia de la patria no solo era necesaria porque el colonialismo español no permitía cualquier otra salida: sería además una guerra de amor. Aunque las acciones armadas condujeran a la muerte de los combatientes, aquellos enfrentamientos no serían efectuados con odio por el lado de los patriotas. Martí proclamó que la república se abriría a todos, incluidos los españoles residentes en la Isla, y buscaría la justicia por encima de todo, hasta quemar al arte, para él esa expresión suprema del alma humana, si fuere necesario. Por eso daría espacio a todos los cubanos y no exclusivamente a la parte privilegiada de ellos, sin rechazar siquiera a aquellos que no compartían el programa revolucionario: estos, si no admitían esas altas miras, se excluirían de la república martiana por ellos mismos. Luego, si la guerra, que implicaba muerte y destrucciones, era de amor, la república no podía ser de otro modo.

“El amor fue el soporte esencial de su proyecto revolucionario para Cuba, las Antillas, nuestra América y el mundo”.

De ese modo, ambos momentos de su vasto proyecto revolucionario se asentaban y se moverían en su consecución por y para el amor. Acertó a plenitud Fina García Marruz con su libro El amor como energía revolucionaria en José Martí, brillante y enjundioso examenal cual se ha de acudir siempre cuando se somete a estudio este tema.

Tengamos entonces al Maestro como elemento inexcusable en el afán por una patria y por un mundo mejores, de amor, sin odios. Persistamos en ello como él cuando escribió al patriota y luchador por los derechos de los trabajadores Enrique Messonier: “Nada me aturde ni desvía: fundaremos la casa de amor”. Que así sea.

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