En septiembre de 1968, “El sensible Zarapico”, conocido también como Samuel Feijóo, desde su adoptivo Cienfuegos le escribe a su amigo Nicolás Guillén: “Mi buen Nicolás: No te me pongas bravo, ¡Jamás! ¡Jamás!, porque yo no te vea en mis escapadas a La Habana. Te quiero mucho. Un rato contigo me llena de risas que duran. (…) Te pido, pues estoy terminando mi trabajo sobre ti que leeré en la Biblioteca Nacional en noviembre, el juicio de Martínez Villena sobre tus Motivos de son. No he podido hallarlo”.[1] En esta misiva se lamenta de la gran amargura que lo embargaba, porque en esos tiempos había padecido serias desavenencias con funcionarios de su querida Universidad Central; diferencias, por demás, en torno a la revista Islas y el Departamento de Folklore, fundados y dirigidos por él desde 1958. Separado de sus cargos universitarios por una arbitraria decisión administrativa, se presume que la solidaridad de antiguos amigos con responsabilidades en el gobierno le propició que fundara la revista Signos,[2] y que lo acogiera como nueva casa la Biblioteca Provincial Martí.

Para Feijóo, quien en una entrevista definiera su existencia como “vivir en la punta de un güiro”, venir a la capital a impartir esa charla en el templo del saber que ha sido este recinto —donde tenía varios y buenos amigos— constituía sin duda una motivación y una forma, a mí entender, de refrendar una vez más su estatura intelectual. Debido a mi admiración por su rica y polémica personalidad, mucho agradecí el texto aquí incluido de Carmen Suárez León sobre “Los diarios de Feijóo”, donde se nos revela tempranamente como el hombre y el intelectual rebelde que sería desde aquellos primeros pasajes, cuando a “los 20 años se acusaba de ‘sentimental’, ‘literato’ y ‘filosofero’, le ganaba un misticismo de filiación protestante, abominaba a las vanguardias artísticas, pero coqueteaba con ellas en versos humorísticos. Le gustaba el tango y sentía pasión por el cine, admiraba a Charles Chaplin y a los grandes boxeadores” (podría agregar “y peloteros”, pues fue un seguidor entusiasta de este deporte).

Este texto es solo un botón de muestra que sirve de homenaje a un consagrado revistero y a lo valioso que podemos leer en esta edición especial que conforma el segundo tomo del número antológico de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, en la voluntad de recopilar una parte del amplio universo intelectual aparecido en sus páginas durante 113 años. Ello llevó a decir en su momento a uno de sus directores, el lúcido Juan Pérez de la Riva: “La historia de la Revista refleja en su propio cristal la evolución de la superestructura social cubana del siglo XX”.

“Una publicación que siempre ha enrumbado por los mejores y más sabios derroteros”. Imágenes: Tomadas del sitio web de la Biblioteca Nacional de Cuba.

La lectura de este volumen —y del precedente— me llevó a una doble aventura del conocimiento y de la memoria afectiva. Junto a nombres significativos de nuestra academia, en su sentido más ecuménico —Le Riverend, Pérez de la Riva,  José Luciano Franco, Rivero de la Calle, García del Pino, Olga Portuondo—, están otros que fueron mis amigos, como los recordados Panchito Pérez Guzmán, quien me consta encontró en estos salones su alma máter; Ramón de Armas, y más cercanos a mis años en La gaceta de Cuba, Roberto Friol y Ana Cairo, investigadores muy vinculados a esta institución. Afectos a los que sumo amistades muy queridas con las que mantengo cordial intercambio —incluso fuimos vecinos—, como Ambrosio, Luisa, Pedro Pablo y, ya con lazos familiares, Zanetti.

En ese listado de nombres ilustres figuran los compilados en el primer volumen, a saber: su consagrado fundador Domingo Figarola Caneda, Ballagas, Dihigo, Isidro Méndez, Hortensia Pichardo, Lezama Lima, Entralgo, Cintio, Fina, Moreno Fraginals, Jorge Ibarra, y mi “madrina cartesiana”, Graziella Pogolotti, por solo mencionar algunos de los 50 autores seleccionados en ambos tomos, encontrándose como único nombre repetido el de Luis Le Roy y Gálvez.

Me consta que mi fraterno Rafael Acosta hace ya más de 30 años soñó, junto a su buena amiga la imprescindible Araceli García Carranza, con esta edición antológica. Por eso mi interés en reproducir lo que Rafael comentó sobre la importancia que tiene para los lectores actuales esta representativa y medular compilación de textos de temática diversa, pero que armonizan y constituyen solo una representación de lo publicado en sus 168 pródigos números: “Como escribió la reconocida investigadora Cira Romero, a propósito del primer tomo, esta es una publicación que agradecen ‘todos los estudiosos de la cultura cubana, verdadera indagación en una labor ya asentada en los dominios de los saberes, concierto ofrecido a dos batutas bien acopladas que resume el valor de una publicación que siempre ha enrumbado por los mejores y más sabios derroteros’”.[3]

“Representativa y medular compilación de textos de temática diversa”.

El trabajo realizado por Rafael y Araceli, junto a Yanelys Encinosa, Nurien Pérez, José Antonio González Baragaño, Johan Moya, y el apoyo entusiasta del director de esta institución, Omar Valiño —por demás, revistero a tiempo completo—, y todo su equipo, hace justicia a la profesión de editor en su sentido más amplio y creativo, algo que estimo escasea hoy en nuestro panorama cultural y no es suficientemente valorado. Ese editor que inventa colecciones, sueña proyectos editoriales, pide a los autores libros y textos puntuales; el que desde el anonimato se implica de forma orgánica en la arquitectura de una publicación determinada.

“Esa agonía que genera el acto de creación debe ser consustancial a todo gestor de revistas culturales”.

Comparto mi experiencia desde el quehacer de las revistas culturales. En este empeño que hoy comentamos me reconozco, pues existe ese placer profesional cuando se enhebran los hilos de la dramaturgia de un dossier o un número, y se busca balances, representatividad, provocaciones, visibilidad a los márgenes y contribuir a eliminar las zonas de silencio, como una lanzadera cuyo resultado final será el que el lector sepa apreciar. El proceso de curaduría de cada número —no importan los años que uno lleve en el oficio— debe generar siempre el encanto y el nerviosismo que padecemos la primera vez, y reconocernos con esa adrenalina es el mejor cumplido a nuestra profesión. Cuando aún no lo hemos terminado, ya debemos estar rumiando, con una natural zozobra, el próximo, o los próximos. Esa agonía que genera el acto de creación debe ser consustancial a todo gestor de revistas culturales. Ir redescubriéndola todos los días, y levantarse pensando en el número presente, y acostarse soñando el número futuro. Por mi cercanía en los últimos dos años al actual equipo de la revista, me atrevería a decir que he percibido esa voluntad entre ellos.

Aunque pertenezco a la “era Gutenberg”, como prefiero reconocerme, entiendo y celebro el espacio creciente que va protagonizando el ciberespacio, que igual llamo “ciberdespacio”, por la lentitud de los servidores en nuestra “aldea letrada”.

Estoy convencido de que, junto a la proliferación legítima de los espacios digitales, debe recuperarse como prioridad un grupo de revistas de importancia significativa, con sus perfiles bien definidos, en soporte papel; algo a lo que nunca debemos renunciar, aunque sus tiradas y periodización respondan a nuevos ajustes, acordes a la realidad. En mi opinión, la ausencia del soporte papel ha modificado y afectado la visibilidad y la relación con los lectores. En ambos sentidos. En lo negativo, porque publicaciones cuyo perfil corresponde a ese soporte deben encontrar, en su gran mayoría, su complemento —no su sustituto— en la expresión digital. En lo positivo, porque el espacio digital es una manera renovadora que contribuye a una mayor y mejor difusión.

“La ausencia del soporte papel ha modificado y afectado la visibilidad y la relación con los lectores”.

Ejemplo de lo que se puede hacer es la impresión en rotativas de La Letra del Escriba, que cumple un rol divulgativo; o en sus antípodas, por su perfil académico, esta centenaria Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, que localizada por demás en su sitio digital, materializa tesoneramente una pequeña tirada de cada número, insuficiente sí, pero que permite un lanzamiento presencial, siempre una fiesta, como fueron durante años los lanzamientos de La gaceta de Cuba, presentaciones que mucho extrañamos. Al menos esos pocos ejemplares físicos llegan a un grupo de manos y espacios puntuales, y cierran el clásico ciclo edición-impresión-lector.

Agradezco esta oportunidad de compartir unas impresiones generales —ahorrándoles el repaso del sumario propio de las exposiciones al uso— para incluir el impostergable reclamo de que algunas de nuestras revistas más significativas retomen su formato impreso, pues, como revistero y editor, me siento más que complacido celebrando la aparición de números como el que comentamos, antológico por más de un motivo.


Notas:

[1] Alexander Pérez Heredia: Epistolario de Nicolás Guillen, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2002, pp. 257-258. En nota al pie: “El único juicio de Villena que conocemos sobre Guillén fue el que escribió en una carta a su esposa, fechada en Gulprich el 26 de abril de 1932, recogida en: Rubén Martínez Villena: Poesía y prosa, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1978, p. 499”.

[2] Alexander Pérez Heredia: ob. cit., p. 257. En nota al pie: “Una comisión de nivel central decidió que el poeta fundara y dirigiera la revista Signos”.

[3] Rafael Acosta de Arriba: “La Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, una publicación centenaria y viva” (Disponible en La Jiribilla, 24 de febrero de 2022).